La Chula
Camina a lo largo de la sala, con naturalidad, como si la conociera, como si fuera suya. Avanza, recorre el comedor, se mueve con gracia y las tetas al aire. Echado en el sofá la miro adueñarse de mi hogar, deambular casi desnuda, mirando todo, tocando todo. Con los ojos sigo sus curvas, sus muslos firmes, su contoneo, sus bragas negras y la línea que dibuja una sonrisa en su rostro. Sale al balcón, de pie, descalza, se recarga en el barandal y se queda ahí, mirando la noche, la fuente apagada y los árboles que se agitan con la ventisca. Se gira. Me mira. Sonríe segura de ella y de mí. Sabe que el balcón es suyo, que el departamento es suyo, que yo soy suyo, que todo aquí es suyo y lo disfruta.
Ahora viene hacia mí, se me encima, se acurruca, quiere ver una película, Asesinos por naturaleza, su favorita. Estoy en una primera cita que alcanzó la madrugada con ella desnuda en mi sofá, mirando una película de psicópatas. Se queda clavada en el televisor mientras la toco con la punta de los dedos, explorándola, conociéndola, sintiendo la temperatura de su piel blanca, blanquísima, con pequeños espacios en tono rosa. Dice que no hace ejercicio, no le gusta, pero todo en ella es firme, nada tiembla, no hay una sola mancha ni arruga ni nada. Mirar la perfección al desnudo es deslumbrante. Exploro sus tetas que no parecen naturales, pero son. Su piel se enchina, no sé si por mis caricias o por mirar a Woody Harrelson tirando balazos. Sonríe. Me besa. Está en sus días y así no le gusta, pero ella quería que lo supiera y que conociera su cuerpo para que la siguiente vez le haga el amor como si no fuera la primera. Me abraza, me besa en la mejilla, pone su rostro en mi pecho y termina de ver su película.
Los días con ella se vuelven los días de mi vida. Siempre está mirando y sonriendo como si hubiera una broma escondida detrás de todo. Le gusta el cielo, observarlo, recostarse en la azotea y dejar la mirada fija en lo más alto. Dice que soy el primero al que deja subir. No le creo, pero tampoco la contradigo, sé que quiere darme una primera vez y la azotea es lo que nos queda. Se recuesta en la barda y me cuenta cosas. Me hace sentir como si fuera parte de todo, pero también como si fuera sólo una parte de ese todo. Ella es la reina de la cima y yo una maceta, pero una importante, una que debe estar ahí, que pertenece ahí y a ella. Ahora mismo no recuerdo todo lo que hemos hablado en esas charlas de azotea, pero me encanta escucharla, no tiene límites, dice las cosas como son, sin vueltas ni tapujos. Es genuina, natural, casi salvaje. La segunda vez que salimos llegué a su casa, me abrió la puerta, desnuda, me jaló hacía ella, me besó. “Ahora sí, mi Chulo”. Ella hizo todo.
La Chula no se maquilla, no lo necesita, sus labios rojos lucen más rojos sobre su tez blanca. Es rubia, pero no tiene un pelo de tonta. Usa jeans y faldas cortas, playeras ajustadas o blusas escotadas. Converse o tacones según le venga en gana. Vestida luce tan hermosa como cuando está desnuda, pero, claro, la prefiero sin ropa. Recuerdo que la primera cita fuimos a un concierto de jazz y después al Bar Calavera, cuando existía. Nos quedamos allí hasta que fuimos la última mesa. Quise llevarla a su casa, pero ella protestó porque era temprano aún. No lo esperaba. “¿Tu casa o la mía?”, pregunté. Fuimos a la mía y lo demás ya es historia.
Es descarada, sinvergüenza y eso me fascina. En su departamento o en el mío, apenas al entrar, se quita la ropa. Camina desnuda y libre, sin importar ventanas ni mirones. Ella es ella y todo lo demás escenografía. “Eso asusta a muchos, mi Chulo, qué bueno que a ti no”. La conocí porque un amigo en común nos arregló la cita, charlamos por feis para tantear el terreno antes de vernos. Tecleando nos hallamos, así que pusimos una fecha. Un par de días antes del día acordado fui a buscar un café al Caligari, ella estaba ahí —la reconocí por las fotos—, en la mesa que está debajo del farol, justo antes de la barra. Le sonreí, se sonrojó, los ojos se le hicieron grandes, como de niña pequeña, se limpió el bigote de espuma que le dejó el capuchino, sonrió y dijo: “Hola, Chulo” y se sonrojó más. Nos conocimos antes de conocernos y lo tomé como una buena señal.
La segunda vez que hicimos el amor fue en su cama. Salimos de fiesta toda la noche y acabamos en su departamento. Me recosté y la miré caminar por su recámara, arrojando la blusa por allá y los jeans por acá. La agarré, la puse sobre mí, la toqué lentamente, porque me encanta tocarla, sentirla, recorrerla, reconocerla, saborearla. Ella suda, suda mucho, se empapa y después del orgasmo se deja caer y se ríe. Ríe mucho. Me gusta su risa. Enciende un cigarrillo, prende la bocina y pone Highway to hell, después me abraza y murmura “mi Chulo”, como en un suspiro.
Ella no me necesita, ni a mí ni a nadie, pero le gusta hacerme creer que sí. La miro mentarle la madre al conductor del carro que se atraviesa en su camino mientras conduce, o al tipo que la chulea mientras va caminando. En la oficina su jefe le tiene miedo porque sabe que ella no se detiene para reclamar, a grito pelado, cuando algo no le parece. Pero cuando está conmigo se aferra a mi brazo, como escondiéndose, yo le susurró al oído, “que pasó, mi Chula”, y se sonroja y sonríe. Ella siempre sonríe, con descaro y desde el corazón. Mira como si todo fuera nuevo, como si fuera bueno. La desfachatez de su cuerpo no tiene nada que ver con la timidez que se asoma cuando sonríe. Sus ojos tienen un destello angelical, me di cuenta cuando la vi por primera vez en el café y luego en el jazz y luego siempre. Es tierna, libre y lista, muy lista. Ni su carácter ni su ternura corresponden al cuerpo de diosa que le tocó. La Chula no debería existir, pero existe y es maravillosa. Tampoco le hace falta ningún tipo a su lado, pero decidió que quería que yo la cuidara y yo quería cuidarla. No necesita a nadie y, sin embargo, me quiere a mí, me tiene a mí.
Salimos mucho, a todas partes. Me encanta caminar con ella y que los demás la miren y me miren, que se la coman con los ojos y me tomen por “el idiota que va con ese mujerón”. No hay manera de que no se vea deseable: de frente la sonrisa, sus ojotes tapatíos y las tetas; de espalda, la espalda y donde termina; de perfil, las curvas. No hay modo de no voltear cuando pasa y a ella no le importa, pero le gusta que me guste.
Estoy enamorado y cómo no estarlo: le gusta el box, también cree que el Canelo es un pendejo, le gusta el futbol, le va a las Chivas, le mienta su madre a Vergara, escucha a los Rollings, bebe de lo que hay y whisky, le encantan las películas de los Avengers, duerme hasta tarde, me mira bonito, me abraza recio, trabaja duro, no le parece que yo pague todas las cuentas, eructa, no le gusta cocinar, pero sabe manejar un asador.
Y así, de un día para otro, pasa de todo. Conozco a su padre, conoce a mis padres. Adoptamos un gato. Vamos ocho veces a Mazamitla. Nos tomamos fotos. Dejo un cepillo de dientes en su depa y ella llena con su ropa todo un armario del mío. Comienza a decidir cómo debo vestirme y yo a desnudarla más veces de las que merezco. Entre semana dormimos juntos tres días seguidos y los fines de semana nos amanece. Se muere el gato. Lloramos. Vemos juntos todas las películas de El señor de los anillos. Viajamos por carretera hasta la Ciudad de México para ir a un concierto de The Cure que duró casi cinco horas. Nos peleamos. Nos reconciliamos. Creemos que estamos embarazados, pero no. Hacemos mucho el amor, después no tanto y luego otra vez mucho.
Entre tanta cosa pasan dos años. Cumplimos dos años. Celebrábamos dos años. Llego a su departamento, ella tiene preparada una cena romántica, cocinó, hay velas en la mesa y vino espumoso. Me recibe sólo con el delantal y un gorro de cocina puestos. Cuando se levanta por los platillos me muestra su espalda, las nalgas redondas, duras, blancas. Voy por ella a la cocina, la abrazo por la espalda, hacemos el amor y después cenamos. Cerca de la media noche me dice al oído que quiere bailar, que quiere salir y salimos.
Se pone una minifalda de cuero, negra y ajustada, una blusa blanca escotada y tacones negros. Se maquilla apenas un poco. Yo no bailo, pero ella sí. Baila sola, ignorando a todos se adueña de la pista y de las miradas. La observo bailar y también cómo todos la miran y sonrío. De cuando en cuando viene a nuestra mesa y toma un trago, me da un beso, sonríe y regresa a la pista. Es feliz y me hace feliz.
Un tipo de traje, un buen traje, uno fino, se acerca, pone un trago en la mesa, frente a mí, y se sienta. Sonríe con una buena sonrisa. Me mira de arriba abajo, no de manera ofensiva, un poco sorprendido quizá, pero sin malicia.
—Bonito lugar, ¿no le parece? Mi jefe es el dueño, es buen lugar, claro que lo es. ¿Lo está pasando bien?
—Todo bien, gracias.
—Mi jefe quiere que le diga que lo que usted tome corre a cuenta de la casa. Lo que ya tomó y lo que siga tomando hasta que regrese.
—¿Que regrese?
—Espere, por favor —agita la mano llamando a una chica que se acerca y se sienta—. Ella también está incluida en la cuenta, barra libre hasta que regrese.
—Que regrese quién.
—Mire, mi jefe es dueño de todo esto, del lugar, de la señorita y todo. Y el jefe quiere pasar un rato con su mujer, la que vino con usted, ya sabe, la reina de la pista —dice mirando a donde está la Chula—. Sólo será un rato y se la regresa. Mientras usted puede esperar aquí. No sea mojigato y todos estaremos contentos.
Me levanto encabronado. Ya después uno sabe que primero te enojas y luego te asustas. Le digo, alzando la voz, que no, qué quién chingados se cree, que quién chingados cree que soy. Insiste, dice que lo está pidiendo de manera amable, me pide que sea razonable, que es mejor hacerlo por las buenas. Le miento la madre. Él sonríe y se levanta, “muy hombrecito, ¿no? Muy bien, eso se respeta, pero también se demuestra”. Se va. Pido la cuenta, pago, voy por ella a la pista, la tomo del brazo y salimos. Ella no sabe qué estaba pasando, pero me sigue. Apenas al llegar al auto, que dejé estacionado a unas cuadras, por no pagar el valet, varios tipos nos alcanzan, la jalan del brazo, me empujan, ella los encara, yo intento zafarme, fracaso, ellos sacan pistolas, ella se enfurece, les grita, yo no sé qué hacer, el tipo del bar se acerca y me reta, “te dije que por la buenas, mi amigo, pero te pusiste pendejo y ahora nos la llevamos y no te la vamos a regresar o qué, ¿te vas a pegar el tiro?” La Chula me mira, las palabras no me salen, siento el filo de una pistola en la panza, bajo la mirada y trago saliva, el tipo del bar se ríe. “Ya se me hacía —me escupe en los pies—, todos los que hociconean acaban de putitos”. Se la llevan, ella se jalonea, patalea y me mira, me mira con dolor y rabia, me grita, me llama. “Mi Chulo, Ramón, cabrón”. Yo la escucho, la miro y me quedo parado junto al coche, me duele el estómago, quiero decir algo, pero las palabras siguen atoradas, la suben a una camioneta, se van.
Las manos me tiemblan, me trepo al auto y comienzo a conducir, a tratar de convencerme de que fui prudente. “Son tiempos en que ser valiente sí sale caro, mucho”, me digo. “Tiempos en que ser cobarde sí vale la pena”, me avergüenzo. “No podía hacer otra cosa”, corrijo para tranquilizarme.
Ya amaneció, estoy afuera de su depa, esperando, quizá la dejen, quizá regrese.