Retorno

La palabra delayed parpadeaba en todas las pantallas. Su vuelo estaba retrasado. Todos lo estaban. Había cientos de personas detrás de los unifila que nos mantenían a todos alejados de las puertas automáticas por las que salen los viajeros. Los que esperamos estábamos, unos, sentados, clavados en el celular, mirando, ocasionalmente y de reojo, hacia la puerta; otros, parados, sostenían identificadores de alguna empresa, con el nombre de un desconocido del que serían choferes o anfitriones; algunos más, los que se acomodaron más cerca de los unifila, tenían en sus manos letreros con frases melosas escritas a mano o flores o globos o las tres cosas. Había un grupo de mujeres, todas guapas, esbeltas, casi todas rubias, arregladas como pa’ fiesta de gala, usando playeras blancas con una cruz de color rosa y la leyenda: proud wife o proud sister o proud girlfriend. No vi ninguna proud mother, supuse que los que estaban por llegar no tenían una. Imaginé que serían feligresas de una secta, cristianas o algo así. Seguro estaban allí esperando a sus hombres —los housbands, brothers y boyfriends—, que habrían ido a un encuentro espiritual a purificarse o de misiones a evangelizar incautos, a ser víctimas o victimarios de alguna de las tantas tretas con que las iglesias estafan a quienes tienen la necesidad de que algo divino responda por sus pendejadas. Dios es culpable de todo, es lo chido de que exista un Dios. Sentí pena por ellas, porque parecían disfrutar la espera, quizá por esa idea judeocristiana de que el sufrimiento ennoblece y abre las puertas del cielo; también tuve envidia de ellos, por todas esas miradas ansiosas y sonrisas sinceras que los recibirían a su llegada.

Salvo las chicas de la secta, que charlaban animadas pese a todo, a los demás se nos notaba el tedio, el cansancio, la desesperación, unos por las ganas de irse y otros por la insoportable necesidad de abrazar al ausente. Ocasionalmente las puertas se abrían y una bandada de viajeros salía cargada de bolsos y maletas. Conforme los que esperaban y los que llegaban se reconocían, iban desapareciendo las caras de tedio de unos y de cansancio de otros. Supe que las pantallas no eran de fiar porque el delayed, delayed, delayed se mantenía a pesar de viajeros que salían de cuando en cuando. Gente iba y venía, pero ella no se veía por ningún lugar. No tenía certeza de que hubiera subido al avión ni tampoco su teléfono para llamarla. Escribió que vendría, le creí y ahí estaba yo, haciendo lo que más odio en el mundo: esperar.

***

Lo que llamó mi atención fue su brazo, alargado, delgado, soberbio; luego su mano siempre echada pa’ adelante, sus uñas color negro mate y la forma en que sostenía el cigarro entre sus dedos. Así la vi esa primera y única vez: estaba sentada en la sala del bar, fumando y haciendo girar una Bohemia oscura sobre la mesa, escuchando un grupo de covers, más bien mediocre. No iba sola, pero sus amigas habían abordado la mesa en la que estábamos unos amigos y yo. No me gustó cuando la vi, pero tampoco tenía otra cosa qué hacer, sus amigas se habían aparejado con los míos y charlaban efusivamente. Quería irme al hotel, dormir, pero las miradas entusiastas de unos y la coquetería de las otras dejaron claro que la noche se alargaría más de la cuenta. Lo digo en serio, no me pareció bonita, pero esa mano, la actitud de su mano, la elegancia con la que iba y venía del cenicero a sus labios. Su mirada perdonavidas. El enfado en sus ojos, no, el desdén, ese algo que tenía y que dejaba en claro que no le interesaba nada ni nadie. El vaivén de la mano y su actitud de “cuidado con el perro” me llevaron a levantarme de mi mesa para ir a la suya, sentarme sin pedir permiso y comenzar a hablar y hablarle mientras ella seguía bebiendo, fumando y con los ojos clavados en el escenario. Tenía las formas desdeñosas de la realeza, pero no fue grosera, cada tanto me respondía, a veces incluso me miraba. Ninguna sonrisa. Sus amigas decidieron seguir la fiesta en nuestro hotel. Nosotros estábamos allí de vacaciones y teníamos dos habitaciones. Ellas entraron y se adueñaron de las camas y de las bebidas del frigobar. Ella se sentó en el piso, fuera de uno de los cuartos, y yo junto a ella. Comenzamos a charlar, yo por no aburrirme y ella cansada de mi necedad. No recuerdo de qué hablamos, pero nos alcanzó el amanecer. Todos estaban ya dormidos y nosotros seguíamos sentados, uno junto al otro, sin tocarnos, escuchándonos, envueltos en el humo de sus cigarrillos. “La noche no fue mala después de todo, pero terminó, y la noche que se acaba no vuelve, oiga. Ahí se las encargo —dijo señalando al cuarto donde sus amigas dormían—, me tengo que ir”. Le pedí su número de teléfono, se negó. “Parece que es usted un buen hombre, pero no estoy interesada, discúlpeme”. Aunque lo había pasado bien, seguía sin parecerme especialmente bonita, así que fue más por orgullo que decidí que no se desharía de mí, se lo dije y ella sonrío por primera vez. Se marchó y yo me quedé allí, mirando la salida del sol en Hermosillo.

***

Ella no quería estar conmigo. Lo dejó claro la primera noche, la única que estuvimos juntos, cuando nos encontramos y mi necedad hizo que me escuchara hasta el amanecer. Aunque se negó a darme un número para llamarla, la charla arrojó detalles suficientes para buscarla en feisbuk, la encontré y comenzamos a charlar por ahí, fueron noches y noches de teclazos y conversaciones de pantalla.

No fue fácil, poco más de un año de chateos, de aventarnos guiños de muro a muro, pero ya era demasiado tiempo de sólo palabras. Yo quería escuchar en vivo, con su voz, esas frases ingeniosas, a veces coquetas, que me escribía ya casi a diario, quería verla de nuevo, darle retoques a mis recuerdos de ella, de esa mujer que se decía india yaqui a pesar de su piel blanca, tostada por el recabrón sol de Hermosillo, de esa norteña de labios grandes, ojos apenas rasgados y nariz bonita, de esa potranca de piernas largas y torneadas, de brazos y manos elegantes, de esa mujer que era inteligente, mucho más que yo, y que me atrapaba con su humor nihilista, sus frases cargadas de ironía y palabras raras. “Mi tatarabuelo fue indio yaqui, así que yo también soy yaqui, oiga, no lo olvide”.

Una noche me armé de valor y le escribí una frase que leí en Sartre: “Oiga, como dijo el filosofo, ‘Tendríamos que ponernos de acuerdo, ¿quiere usted verme sí o no? No acepto de ninguna manera que se me trate como un señor al que se le escribe una carta cada 15 días a hora fija para mantenerlo en su pandilla de pretendientes, y al que se le concede la limosna de tres días una vez al año’, eso está bien pal Sartre, que estaba bizco y feo, pero yo no estoy tan pal perro, no sea así, oiga”. Ella tecleó un ja ja ja que se leyó prometedor y después respondió: “Aquella noche en que nos conocimos, la idea nunca fue encontrarnos para siempre, ¿sabía usted? Se suponía que sólo saludaríamos y nos marcharíamos. Igual es irrelevante, que bueno que nos conocimos, ¿no? Si le parece, iré a pasar mis vacaciones a su linda Guadalajara”. Sonreí.

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Su vuelo estaba retrasado. Yo esperaba, sentado, mirando a los viajeros que salían por las puertas automáticas y a la gente que esperaba. Las ganas me obligaron a ir al baño, meé lo más rápido que pude porque no quería que ella saliera y no me viera esperándola. Mientras regresaba a la sala de espera sentí alivio, mejor que no hubiera venido, de todos modos, qué iba a hacer con esa mujer, en realidad no la conocía ni ella a mí, una noche y una larga retahíla de palabras tecleadas era lo único que nos unía. El alivio duró lo que tardé en volver, la vi sentada, tomándose un café en Starbucks. Al mirarla me sentí decepcionado, no era como la recordaba, ahora la veía demasiado pálida y un poco bofa. Nos saludamos con beso en la mejilla, me contó que su vuelo no iba tarde, pero no me vio al salir, se paseó por el aeropuerto buscándome, salió a fumar un cigarrillo y regresó al café. “Pensé que no vendrías”, dijo. Le pregunté que qué habría hecho si eso hubiera pasado. “Nada, buscar un hotel, conocer la ciudad”. Sonreí, dije alguna cosa chistosa, quise tomar sus maletas, pero se negó, “yo puedo sola, gracias”. Mientras pagaba el ticket del estacionamiento comenzamos a charlar, yo con mi cantadito tapatío y ella con ese acento norteño matón. Sus palabras, su tonito, su forma sencilla de entender y explicarlo todo comenzaba a regresarme la emoción del encuentro cuando, así de pronto, las chicas de la secta comenzaron a saltar y a gritar desaforadas, mientras unos cuantos tipos panzones, bien pinche feos, salían por las puertas automáticas. No cabe duda de que Dios sí existe para algunos.

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Los “salud” y el choque de vasos que se entonaban con cada Batanga, terminaron siendo demasiados. Como buen tapatío, sabía que a los turistas había que llevarlos a Tequila, a la plaza, a tomar un cantarito, luego a un campo de agaves —allí nos tomamos una foto y yo la abracé, ella me miró feo y me pidió que no la tocara así de nuevo—, después una fábrica para ver cómo se hace el tequila y, para terminar, caer a La Capilla, la cantina más antigua del pueblo, beber una Batanga —la bebida que inventó don Javier, el dueño del lugar, que no es otra cosa que tequila con Coca Cola, sal y limón—. En la mesa contigua a la nuestra estaba un trío peculiar, una mujer joven, rubia, blanca, alta y robusta —como una vikinga—, un tipo rechoncho, indiscutiblemente gay, y una abuelita de rostro bonachón. Los tres bebían. Llamaron a un mariachi y la chica rubia comenzó a cantar y a llorar. Pidió y cantó “Amor eterno” tres veces. La yaquesita se embelesó con la escena. Unimos las mesas, cantamos juntos, ellas hablaron y así supimos que su prometido había muerto hace apenas unos meses. Ella estaba destrozada. La abuelita —que era en realidad su tía— y el tipo rechoncho —un primo—, la habían llevado allí para que, a fuerza de tragos, intentara olvidar. Nos alcanzó la noche, estábamos borrachos. La vikinga y sus acompañantes se despidieron y se marcharon. Nosotros seguimos tomando un rato más y después propuse buscar un hotel y quedarnos a dormir en el pueblo, ella insistió en disfrutar de las estrellas de carretera. Manejé mal, tomé la libre en lugar de la autopista. Estaba perdido y borracho. Ella hablaba y hablaba, también estaba tomada. Pestañeé un par de veces. En algún momento, sin darme cuenta, abrí los ojos y había un tráiler frente a mí, apenas alcancé a dar el volantazo, nos salimos de la carretera, el auto giró no sé cuántas veces hasta que nos estrellamos contra un árbol. La miré, ella no volteó, encendió un cigarro y permaneció en silencio. Encendí el auto, abollado de mi lado, y tomé el camino a casa. Llegamos al departamento, yo me serví un trago, ella fue directo a la habitación.

***

Dormíamos hasta tarde, pero cuando yo despertaba, ella ya estaba fumando en el patio, en pijama —usaba pijamas de niña, de colores, a rayas, se veía linda—, sentada sobre una silla, con las piernas pegadas al pecho y el cenicero sobre las rodillas. Maquillada se veía aterradoramente hermosa, pero por las mañanas su rostro estaba libre de colores, parecía que bajaba la guardia, que no estaba en pie de guerra. El maquillaje era un yelmo y, sin él, su belleza era como la mar en calma. Fue hasta el cuarto día que comenzó a sonreír al mirarme. Yo me echaba en el sillón y hablábamos del día anterior y de lo que haríamos después del desayuno. Parecía que teníamos toda la vida viviendo juntos y deseé que mis días fueran así, con ella, siempre.

Con los días y los viajes, después de los tequilas en Tequila, de dos bohemias mirando un charco desde la isla de los Alacranes, de unas cazuelas y el “Son de la Negra” en Tlaquepaque, unos pochados en Caligari, una visita a la Catedral, más sones en la plaza de los Mariachis, paseos por el Paseo Chapultepec, tejuino con mezcal en De la O, birria en San Miguel Cuyutlán y toda la agenda que un turista debe cumplir en Jalisco, después de todo eso, ella estaba menos a la defensiva, más sonriente, tranquila. Bebíamos todos los días, juntos, demasiado. Su necedad y sus ojos indios me tenían de rodillas, estaba desquiciado por ella, por los días con ella, por su humor, su sonrisa, por nuestras charlas que eran como estocadas que iban y venían, entraban, herían, desangraban y daban vida. El día seis la besé, más bien intenté hacerlo, ya era noche, estábamos en el departamento, estábamos bebidos. La jalé hacía mí y la besé. Ella puso su mano en mi pecho. No tuvo que empujar, yo me alejé. No dijo nada, pero me miró decepcionada, triste. Suspiró hondo, bajó la mirada, sacudió la cabeza y caminó hacía su cuarto. Escuché el clic del seguro de la puerta.

***

Ella no fuma dentro del departamento. Le había dicho que no me molestaba, pero insistió en no hacerlo. Desde el día que llegó sacó una silla al pequeño patio donde estaban las escobas y los trapeadores. Un espacio pequeño, cuadrado y gris. Un patio sin techo que deja mirar las estrellas por la noche y ella las miraba, sentada, con su pijama a rayas y las rodillas pegadas al pecho. Sus labios besaban cigarrillos como no lo hacían conmigo. Allí se olvidaba de todo, de mí, fumaba, miraba al cielo y suspiraba. Ella no quería estar conmigo, pero le gustaba estar aquí.

Llegó el día de su regreso. Su vuelo despegaba a las siete de la mañana. Estaba fumando, pero no en el patio. Estábamos en la puerta del departamento, en la calle, sentados en el piso con una botella vacía. Ella no bebía whisky, pero esa noche lo hizo porque era la última que estaríamos juntos. No, no estábamos juntos, pero durante una semana dormimos en el mismo departamento. Ella en mi cama, yo en el sofá. Le pedí que se quedara, respondió con un “no” rotundo. Le dije que la amaba, ella sonrió y me pidió que no dijera tonterías. Sus días de descanso habían terminado y nuestro tiempo también. “No arruine el final, oiga”. No habíamos dormido. Ninguno lo había hecho. A punta de tragos y palabras se nos estaba acabando la noche. La mañana despuntaba como lo haría su avión en pocas horas. Le pedí que se quedara porque quería que se quedara y porque estaba borracho y porque desde ya la estaba extrañando. El aeropuerto estaba lejos, había que tomar un tramo de carretera para llegar y yo estaba bebido y no quería que se fuera. Ella, borracha, se mostró más altanera que de costumbre. “Por qué habría de quedarme con usted, sea serio, por favor”. “Disculpe mi atrevimiento, princesa… —comencé a responder, pero nomás al mirarla me acobardé— princesa… yaqui —acomodé”. Ella sonrió, no se enteró de mi malogrado intento de sarcasmo. “Nadie me había dicho así, qué bonito, oiga, gracias”.

A las cinco y quince de la mañana salimos del depa. Pronto estábamos en carretera a Chapala. El camino estaba tomado por la noche. Tráileres aparecían de cuando en cuando, tocando el claxon, pasándome por la derecha y por la izquierda. Puse mi mano sobre la suya, ella la quitó. “Quédate”, insistí. “No sea necio”, respondió. Sentí un hueco en la panza. Se iba. Tuve toda una semana para convencerla, para que se quedara, para que me quisiera, y fracasé. Me aferré al volante, derrotado, pensando en ella, en todo lo que no pasaría, no iba a volver a escucharla hablar norteño, no iba a sentir que me miraba queriéndome, no iba a olerla cerquita mío, no iba a tocarla, a sentirla, mis manos nunca iban a recorrer su espalda, no iba a probar sus labios, ni a sentir sus mordidas —porque siempre imaginé que mordía al besar—, no íbamos a caminar tomados de la mano, su humor a realeza y tabaco desaparecería poco a poco. El hueco en mi panza se llenó de ardor y coraje; eso, y la neblina y la borrachera y creo que algunas lágrimas hicieron que todo adelante se viera borroso. Me dio sueño, mucho.

Desperté en el hospital. Vi a mi padre y supe que algo andaba mal, así dopado como estaba lo vi serio, quieto de rabia y miedo. Mi madre lloraba en un sillón, se paró y me abrazó cuando me vio con los ojos abiertos. No me dolía nada ni sabía qué pasaba. Un doctor y una enfermera entraron, dijeron cosas que no entendí, me inyectaron algo y me dormí. Cuando desperté sólo estaba mi hermana. Me contó que tuve un accidente: “Dicen que en las cámaras se ve que llevabas mucho zigzagueando a casi 200 kilómetros por hora, que el vocho con el que chocaste iba bien, la gente que vio el choque dice que no frenaste y no hay marcas en el pavimento… saliste positivo en el examen de alcohol… dicen que ibas muy borracho… estuvo muy fuerte, el accidente… el vochito se partió a la mitad y las dos partes salieron volando para diferentes lados. Mira… no sé cómo decirte, pero… en el vocho iba una familia, papá, mamá, tres niños… toda una familia… no sobrevivió nadie… también… este… tu amiga, la que iba contigo, se murió, no llevaba el cinturón y salió volando por el parabrisas. Nadie ha venido a identificarla, ¿sabes a quién hay que avisarle?” Me dolió la panza, creo que vomité, no podía creerlo, intenté recordar, seguro se equivocaba, ella no estuvo ahí, quería recordar, tenía que recordar, pero no había nada en mi cabeza, todo estaba en blanco. Cerré los ojos, me apreté la cabeza con ambas manos, grité y algo se me rompió dentro del pecho, comencé a llorar, a balbucear, a recordar. “No lo vi, lo juro”, dije. Ese vocho salió de pronto, en el retorno, pero yo iba muy cerca o muy rápido, no pude parar. No recuerdo siquiera si pisé el freno. Fue un golpe seco, eso lo recuerdo, pero después, nada. “No puede ser. No es real”, dije. Pero era verdad. Murió. La princesa yaqui murió. La maté. Yo la maté. Los maté a todos. No debió pasar, no tenía que terminar así, fue un accidente, iba borracho, los dos íbamos borrachos… recuerdo que salimos, que le tomé la mano y luego… yo no quería que se fuera, tendríamos que haber despertado tumbados en la sala, yo quería que se quedará, no quería manejar, se lo dije, se negó… ella era una india yaqui, no parecía, pero ella me lo dijo y yo le creí.