El brillo de sus ojos
Todo comenzó esta tarde. No, fue antes, hace un año, quizá más, pero lo entendí apenas esta fría tarde de febrero. Salí de la oficina, a las seis, como todos los días. Parte de la rutina es darle un aventón a Gavilán. Nos conocemos desde la prepa, estudiamos la carrera juntos, él no terminó, yo sí, pero igual trabajamos en el mismo lugar. Es un tipo chistoso, de baja estatura, piel color marrón tirándole a percudido, flaco con barriga cervecera y cabello escaso. Es feo, por eso lee mucho, sabe cosas y siempre anda a las vivas. Unas por otras. “Mira, si cuando la veas salir, la ves bien maquillada y con su mejor vestido, es que sí quiere contigo”. Sabio de barrio. Habla mucho, da consejos y siempre le atina. Aferrado a las letras, escribe, declama, dice que es poeta, y yo, de guasa, le digo que es un poe-ta-malito. De tanto escucharlo me aprendí unos versos que recita cuando ya anda pedo, en realidad no es suyo, lo sacó de una novela, pero yo le sigo la onda porque eso lo hace feliz y porque los recita como si de verdad los hubiera escrito él: “Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar…” Y sigue más, pero no viene al caso continuar.
Llegamos a su depa, vive en un edificio cerca del Periférico y la Calzada, del lado de acá. “Qué te pasa, te veo jodido”, dijo. “Ya no le brillan los ojos cuando me mira”, respondí. Era verdad, cuando conocí a Mónica nos mirábamos con cariño y ella sonreía más bien con inocencia, pero luego, con los años, me enamoré duro y ella también. Comenzamos a andar un lunes por la noche, lo recuerdo clarito, después de cenar enchiladas en la fonda de doña Guille, también iban su mamá y su hermana. La señora me quería, me trataba mejor que a sus yernos, me invitaba a comer y cocinaba, especialmente para mí, unos macarrones con queso deliciosos. La hermana menor era otra cosa, siempre estaba echando humo, nos vigilaba, sospechaba, no le gustaba pensarnos juntos. Cenamos, las llevé de regreso a su departamento, vivían detrás del planetario que estaba sobre Periférico, del otro lado de la Calzada, nos quedamos platicando en la sala hasta que llegó su hermano mayor, a él tampoco le caía bien. Me despedí. Mónica me acompañó al auto. Mientras bajábamos por las escaleras del edificio me entró el ansia que traía atorada desde el fin de semana. En el primer descanso, con la complicidad de un foco fundido, la agarré de la cintura, la jalé hacía mí y la besé. Ella también me besó. Mientras la tenía abrazada bajé la mirada y vi por primera vez el resplandor en sus ojos. En ese momento supe que era cierto “que puede un beso ser más dulce y más profundo” y que ella podía echar chispas con la mirada. Sus ojos brillaban cada que nos encontrábamos. Le brillaban de tan feliz. Le brillaban porque me quería. Pero eso fue hace tiempo, tres años o más. Ahora ya no brillan, al menos no conmigo, no por mí, ya no me llama ni me abraza cuando estamos juntos y, cuando no, ya no manda mensajitos diciendo “quiero verte”. Su mirar está apagado.
Gavilán dijo que hay historias que terminan, que tenía que ser hombrecito, que no alargara una relación agonizante. Que a como era ella y a como era yo, podríamos seguir durante años sin realmente estar juntos. “Te quiere lo necesario para no dejarte, pero no lo suficiente como pa’ no ponerte el cuerno, se irá cuando alguien más le llene el ojo. Acuérdate cómo empezaron, hay historias que son circulares, siempre terminan donde comienzan”. Me deseó suerte y se bajó del coche.
***
La historia de cómo supe que estaba enamorado es tan cursi —aunque no tan mala— como la poesía que escribía en la prepa. Fue en un viaje de fin de semana, algunos amigos íbamos a Santa María del Oro, a la laguna. Uno de ellos conducía, pésimo, por una carretera oscura y bajo una lluvia torrencial. Yo iba de copiloto, me tocaba poner música y servir los tragos. Dos compañeros más iban en el asiento trasero, bebían y hablaban sin parar, pero yo tenía la cabeza en otro lado. Iba concentrado en la noche, en la lluvia, tomando tequila con Squirt, y escuchando una canción ranchera que, sin darme cuenta, comencé a tararear“… enamorarse así,/ tiene su precio,/ caro lo has de pagar, corazón necio…”. Escuchaba, tarareaba y pensaba en ella. Sentí que se me encendía el estómago y un escalofrío me sacudió de pies a cabeza: ¡Estaba pensando en ella! La extrañaba, deseaba que estuviera allí, conmigo, en medio de la nada, bajo la lluvia, en la oscuridad“… enamorarse así,/ dulce inconsciencia…”. Estaba pensando en ella, en su desenfado, en su sonrisa, en su piel blanca, en sus labios pequeños, en su figura de diosa. “… enamorarse así, es un pecado…”Estaba pensando en ella, la novia de mi mejor amigo.
En realidad, no era el mejor, pero sí el más viejo. Tampoco era el más entrañable, ni el más confiable, nunca supe qué esperar de él, pero era ocurrente y el tiempo nos había mantenido juntos. Nos conocíamos desde la primaria. Nuestras mamás eran amigas. Jugábamos en el mismo equipo de futbol. Teníamos el mismo grupo de amigos. Íbamos a los mismos lugares. Hicimos todo juntos, menos estudiar la misma carrera. “Las novias y a las exnovias de los amigos no se tocan, hay que verlas como si tuvieran pito”, era mi filosofía de entonces. “Esas son mamadas, ‘como si se pudiese elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio’ —dijo robándose otra frase de la misma novela—, a mí me perdonas, pero si me enamoro de tu vieja, te sigo queriendo igual, pero te la chingo: la vieja es de quien la trabaja”, decía Gavilán. También en eso acertó. Tuve que tragarme mis palabras, perder amigos, dejar de frecuentar ciertos lugares, pero no me importó, había llegado al punto en que no podía importarme. Me sentía feliz pensando en ella, en la posibilidad de estar con ella, sintiendo lo que estaba sintiendo en la panza y mirando en el retrovisor la sonrisa de estúpido que tenía dibujada en la cara. No intenté justificarme, me pasé de lanza, estaba consciente de eso y de que yo era el malo de la película, el traidor, el culero, pero valió la pena, lo volvería a hacer una y otra vez. Pasé ese fin de semana entre las nubes y el tequila, en un lugar alejado de Dios, sin señal de celular, esperando que el viaje terminara para ir a buscarla.
“Enamorarse así”. La rola de Joan Sebastian me abrió los ojos, pero como soy más del tipo rockero, quité el cedé, a pesar de las protestas de mis compañeros de viaje, y cambié a Honestidad brutal de Calamaro: “Cuando te conocí/ salías con un amigo de los pocos que tenía./ Eras lo mejor de su vida,/ pero fuiste lo mejor de la mía”. Amén.
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Me armé de valor y, después de con Gavilán, fui a terminar con Mónica. No quería, pero tenía que hacerlo. Iba con la esperanza de que me abrazara, me besara y me dijera que había perdido la razón, que estaba equivocado, que el brillo en sus ojos no se había apagado. La verdad es que iba derrotado, tembloroso, pálido, ojeroso y con gastritis nerviosa. Al pasar por su casa vi un auto estacionado y a ella sentada dentro, con alguien. Pasé de largo, encontré lugar en la esquina y regresé caminando. Cuando llegué, el auto se había marchado y ella negó haber estado en el coche. “Era mi hermana, menso, no yo”. Era ella, pero no discutí, qué caso tenía, yo también me había visto a escondidas con ella cuando el novio era otro. “Hay historias que terminan donde comienzan”, pinche Gavilán, siempre le atina. Nos sentamos en la sala, en silencio, tomé un cedé de la mesa, estaba nuevo, aun empacado, era Alejandro Fernández —ella era de las que escuchan banda y mariachi—, lo abrí, comencé a leer las letras de las canciones. “¡Su puta madre!” Sonreí por no llorar. “De qué te ríes, qué pasa”, preguntó. La miré, me mordí los labios tratando de tragarme las palabras, miré el disco que tenía en mis manos, suspiré. “Vamos a poner esto”. Elegí una canción. “Que lástima, se nos murió el amor/ sólo queda el dolor del alma/ que lástima, ya nada puedo hacer/ hoy tengo que entender que pude haber hecho más/ y hoy no nos queda más,/ qué lástima”. Me miró, sus ojos pedían, sin mucho afán, que parara. Bajé la mirada, agarré aire y seguí. “Esto es lo que nos pasó, ¿no?” Se asustó, lo vi en sus ojos grandes, repitió tres veces que no, bajito, sin ganas, bajó la mirada y se quedó clavada en el sillón, sin moverse. Elegí otra canción. “¿Cómo es que nunca me fijé que ya no sonreías?/ ¿Y que antes de apagar la luz ya nada me decías?/ Que aquel amor se te escapó,/ que había llegado el día/ que ya no me sentías,/ que ya ni te dolía”. Se levantó a mitad de la canción y apagó el estéreo. “No, no, qué te pasa”, dijo, pero su carita decía otra cosa, decía que me quería lo necesario, pero no lo suficiente. Otra pa’l Gavilán. Le dije que la amaba, pero que teníamos que terminar, que ya no le brillaban los ojos, que sabía que ya no me quería, que no era su culpa. Le pedí perdón por haber caído en la rutina, por dejar de hablar, por extraviar los detalles, por dar por sentado que siempre estaría para mí. Le dije que la amaba desde antes, que la amaba ahora y que la amaría siempre. Me quedé mirándola fijo, esperando una respuesta, pero ella siempre ha sido de pocas palabras, bajó la cabeza y comenzó a jugar con los pliegues de su falda. Quise decir más, pero se me agrietó la voz. Comencé a llorar, ella también. Nos abrazamos, nos besamos, nos dijimos adiós.
***
Conduje de vuelta al depa de Gavilán. Le llamé desde el estacionamiento. “Se acabó”, le dije con la voz rota y llorando un chingo. “Bajo”, respondió. El muy hijo de puta salió con un six de Corona, una cajetilla de cigarros y varios cedés. Todo un profesional. Sentados en el auto bebimos un buen rato. Él me veía llorar. Ponía canciones y luego decía cosas, pero sus palabras se me perdían, las letras de las rolas eran más certeras. “Pero si ahora tienes/ tan sólo la mitad/ del gran amor que aún te tengo/ puedes jurar/ que al que te quiere lo bendigo/ quiero que seas feliz/ aunque no sea conmigo”. Fumaba un cigarrillo tras otro, me temblaba la mano y me brincaba la ceja derecha. Tenía la cara hinchada, las mejillas llenas de lágrimas y la nariz de mocos. La certeza del adiós es tormentosa, nada que ver con las películas rosas. Gavilán puso otra canción. “Te quiero, pero te llevaste la flor/ y me dejaste el florero./ Te quiero, me dejaste la ceniza/ y te llevaste el cenicero./ Te quiero, pero te llevaste marzo,/ y te rendiste en febrero”. Pinche Calamaro, tiró la lanza directo a la panza. Tenía la boca seca de llanto y tabaco. Gavilán fue por más cerveza, pero regresó con dos caballitos y una botella de Caballito Cerrero. Siguió diciendo cosas, pero yo sólo escuchaba la música que parecía se había escrito para mí, para ese momento. “No puedo estar sin ti,/ si tú no estás aquí me quema el aire./ Si tú no estás aquí sabrás/ que Dios no va a entender por qué te vas”.
“Creo que este adiós es definitivo”, dijo. Ahí comencé a escucharlo. Traté de decirle que estaba equivocado, pero yo también sabía que no volvería. Lo sabía meses atrás, lo supe en diciembre, cuando no estuvimos juntos en mi cumpleaños y no le importó, lo supe cuando no me encontré en sus ojos, cuando respiré en ella a alguien más, cuando, mirándome en el espejo retrovisor, vi en el reflejo la imagen del amigo que no hace tanto estuvo en este mismo lugar. Recibes lo que das, ni hablar.
***
“Nadie muere de amor” es una sentencia irrefutable. Nadie muere de eso, pero sí hay quien se mata por eso. Esta noche, tan sólo pensar en seguir sin ella me parece tan agotador, ¿cómo sin el brillo de sus ojos? Solo, en mi habitación, me lleno de recuerdos que se sienten como un putazo en el hocico, momentos en los que está ella, conmigo, sonriendo, abrazándome. Y es que sentirla, olerla, escucharla, parecía tan real, tan para siempre. No quiero imaginar cómo será despertar sin ella, sin estar abrazado a ella, ni sentir cómo se acurruca sobre mí, ni acomodar mi rostro en su espalda. No voy siquiera a pretender que puedo seguir. No puedo. Vale más poner un alto antes de escribirle —borracho—, cincuenta mensajes a diario; de llamarle —borracho—, por las madrugadas; de aparecerme —borracho—, fuera de su casa para ponerle canciones tristes, a todo volumen, desde el estéreo del auto, suplicando amor y esperando, al menos, un poco de lástima. La música sigue. “¿Sentiste alguna vez,/ lo que es,/ tener el corazón roto?/ ¿Sentiste a los asuntos pendientes volver,/ hasta volverte muy loco?/ Si resulta que sí,/ sí podrás entender lo que me pasa a mí esta noche/ ella no va a volver y la pena me empieza a crecer adentro/ la moneda cayó por el lado de la soledad y el dolor”.
No podré soportar imaginarla con alguien más, que sus ojos brillen por alguien más. Porque eso es lo que pasará, ella seguirá y pronto habrá alguien, que nos conozca a los dos, que llamará y dirá: “Mónica lo está llevando bien”. “No, no preguntó por ti”. “La vi con un tipo, no sé, parece que se entienden”. “Anda con fulano, ¿sabías?”. “Tiene un novio, lo conocí, no es mal tipo”. “Se casará el mes que viene”. “Está embarazada.” Me ha dejado de querer, hará una vida sin mí y no puedo con eso. No puedo desear que sea feliz con alguien más. No puedo y no quiero seguir así. No es cobardía, es que las cosas son como son y contra eso no hay nada que hacer. Para qué seguir sabiendo que lo que tenía que vivir, ya lo viví con ella, y que después de ella no hay nada, no puede haber nada, no me interesa nada y no quiero nada.
Está amaneciendo. Me duelen los huesos y me arden los ojos, pero no quiero dormir, me aterra tener que enfrentarme a una mañana sin ella. “El río siempre vuelve a su cauce, ya saldrás de esta”, fue la última neta que aventó Gavilán. Su primer fallo. No volveré a ser el mismo. No volveré a ser el tipo del que se enamoró y no dejaré de ser lo que soy ahora: un don nadie al que le tiemblan las manos, tiene tos nerviosa y apesta a tabaco.
Me voy porque ya no le brillan los ojos cuando me mira, pero no es su culpa, yo apagué ese brillo. Yo y nadie más. Algunos dirán que fue una decisión impulsiva, desesperada, pero no es así, lo pensé bien, con calma, toda la noche, y juro que por más que le di vueltas no encontré otra salida. ¿Vivir sin ella? Ridículo, absurdo, imposible. Esto ya no tiene remedio, porque mi tristeza es diferente, viene acompañada de la certeza de que no va a volver y eso la vuelve insoportable. Sé que será difícil de entender, pero no se trata de eso, sino de sentir. Y duele, carajo, un chingo. La tía Rosa le dirá a mamá que cometí un pecado mortal y que rezará por mi alma, pero yo no creo en Dios ni en la vida eterna ni en cielo ni en el infierno… ¿infierno? Seguir viviendo sin ella, con la certeza de que jamás volveré a estar con ella, eso es el infierno. Perdónenme, pero de verdad no puedo.
Díganle a mi madre que la quiero, díganle a mi padre que lo siento.
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No pude hacerlo. Tenía el arma, pero mis manos no dejaban de temblar. Nunca he tirado, pero tenía la pistola por si acaso, hace mucho que Guadalajara dejó de ser un lugar seguro. Disparar no es sólo jalar del gatillo: los brazos se sienten pesados, las manos sudan, tiemblan. Primero puse el cañón en mi sien derecha, justo arriba de la oreja. No pude mantenerla quieta por el temblor de mi mano. Luego metí el arma en mi boca y la apreté con los dientes, que empezaron a rechinar; el sabor a metal y el recuerdo de haber leído que con un tiro así puedes quedar vivo, desfigurado y pendejo, hizo que mis manos temblorosas dejaran la pistola en la mesa. Tomé un trago de tequila, me levanté y caminé de un lado a otro en la habitación. No había dejado de llorar. Me recosté en la cama, con el arma en la mano. Puse el cañón debajo de la barbilla, así la bala cruza la cabeza de abajo a arriba, no hay forma de sobrevivir a eso. Cerré los ojos, pensé en ella, en su carita, en su sonrisa, en el brillo de sus…, devolví el estómago sobre las sábanas. No sé si me quedé dormido o me desmayé, pero ya había amanecido cuando abrí los ojos, estaba solo, acostado sobre mi vómito, con la pistola aún en la mano. “Además de todo, eres un cobarde”, pensé.
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Los días se volvieron semanas. Ella no llamó. No escribió. No parecía extrañarme ni querer saber de mí. “Creo que este adiós es definitivo”, había dicho Gavilán. No se equivocó.
Durante un tiempo hice todas las estupideces que hace un hombre desesperado. Bebí, a diario, de todo. Me emborrachaba, lloraba y cantaba. Repetía una y otra vez las mismas canciones de rompe y rasga. Despertaba al día siguiente sin saber cuándo ni cómo había terminado la noche. Revisaba mi celular temiendo haberle llamado o escrito —esperando que Mónica hubiera llamado o escrito—. Decidí borrar su número para no hacer el ridículo frente de ella. Pasé de fumar un par de cigarrillos a la semana, a cajetilla y media diaria. Casi no comía. Me hice una novia y la terminé a los tres días porque no dejaba de compararlas y porque esta nueva novia perdía en todas las comparaciones. Con el tiempo comencé a ligar mujeres en bares, delante de amigos en común, para que ella se enterara. No se enteró o no le importó. Sin darme cuenta, dejé de ir a los lugares que me recordaban a ella: el estadio Jalisco, el cine del Centro Magno, el Diente, la fonda de doña Guille.
Su hermana menor me buscó, se preocupa por mí. Qué ironía. Llama casi diario, me cuenta su día, pregunta por el mío, intenta hacerme reír. Nunca habla de Mónica. Nada. Si yo intento sacar el tema, ella suspira y dice que tiene que colgar. Sólo esta al pendiente de mí, intentando que no me vaya al carajo. Ya es tarde para eso. Las manos no me han dejado de temblar. Tengo gastritis, panza y apesto a alcohol, tabaco y humedad. Camino encorvado, arrastrando los pies. Tengo ojeras, insomnio y sueño. Me da migraña todo el tiempo. Estoy que lástima se queda corto.
***
“Tranquilo, todo lo que sube tiene que bajar”, comenzó Gavilán. ¿Qué se supone que tendría que significar eso para mí? “Pa’ que entiendas, digo que se te va a pasar, que las cosas siempre se vuelven a acomodar, que en algún momento vas a estar bien”, siguió con su monólogo mientras destapaba su cerveza. Cómo podría explicarle que esto no era ni un capricho ni un berrinche. No era la primera mujer que me abandonaba, no era mi primera crisis por desamor. Era la última, la definitiva. No hay ni habrá un después sin ella, ¿cómo podría hacérselo entender? “Confundes un truene con el fin del mundo y la soledad con falta de amor. No son lo mismo”. Eso me calentó. “Ella está aquí y aquí —dije tocándome la sien y el corazón— aquí y aquí, ¿entiendes? No hay nada más que ella”, grité. Quise decirle más, que extrañaba su mirada, su espalda sobre mi pecho, su temperatura, sus sobresaltos. Que extrañaba tenerla a mi lado, en mis brazos, su risa, el piercing de su lengua, su mano entre las mías. Que me hacía falta abrir los ojos por la noche para mirarla y dormir respirándola. Que me hacía falta tiempo, vida, aire... me hacía falta ella. Cómo hacerle entender que quisiera andar sin prisas, esperar sin hastíos, dormir sin temor a cerrar los ojos y a soñar con ella y despertar sin ella. Quise decirle eso y otras cosas que traía atoradas en la panza, pero me sentía cansado. “Antes de que empieces a tirar poesía, no olvides nunca que todo ha sido dicho ya y mejor, escucha esta rola”, dijo mientras ponía un cedé: “Aquellos besos que ya no vuelven,/ convierten mi vida en algo raro./ Tus besos eran mi faro,/ la única luz que guiaba mi rumbo,/ en la oscuridad del mar/ y la tormenta./ No existe nada igual,/ que aquellos besos míos,/ tus besos”. La noche nos alcanzó escuchando música, llorando, borrachos. Gavilán se paró de pronto, tambaleándose se acercó a la puerta que da a la calle. “Ya va siendo hora de que te portes como hombrecito, párate”. Salimos, nomás al pisar la calle me pegó la borrachera. Como pudo me subió a su carro, al asiento trasero y me acostó. “No me lleves”, le decía, ahogado en llanto. Me llevó. Llegamos a casa de Mónica. Gavilán puso un cedé, subió el volumen al máximo, y empezó a cantar por la ventana y yo también, escondido dentro del auto, balbuceaba la letra de la canción. “Necesito escuchar tu voz,/ volver a hacernos el amor,/ volver a sufrir y a vivir por mi negrita/ ¿No ves cómo el corazón me grita/ y el techo se me cae encima?/ Porque me falta lo más importante”.
Desperté, ya de mañana, en el sofá de casa de Gavilán, con recuerdos borrosos de la noche anterior. Él estaba frente a la tele, sin camisa, en short y chancletas, tomando un Bloody Mary. Me vio despertar. “Tranquilo, nadie salió, no te preocupes —sonrió sarcástico—… o sí, preocúpate”. Llamé a la hermana de Mónica, le conté lo que había pasado, suspiró. “Hace un par de semanas que dejamos el depa, papá nos rentó una casa por Jardines Alcalde —hizo un silencio largo y habló de ella por primera vez—… tienes que parar, no quiero que sigas sufriendo así, no te extraña, dijo que se acostumbró a que no estuvieras y tiene razón. Ibas a verla sólo los fines de semana, y de malas, en su graduación te estabas durmiendo y te fuiste a media fiesta, nunca la llevaste a bailar banda, dejaste de llevarla al estadio, la plantaste el día que iban a ver al Gallo Elizalde, nunca fuiste a una fiesta con mis tías, no le hablabas a mi papá, ¿recuerdas tu último cumpleaños? Iban a ir a cenar y le llamaste una hora antes para decirle que te sentías mal. No estabas y se acostumbró a eso, ¿entiendes?” Colgamos.
“Pásame una chela —dije a Gavilán—, ¿ya es tiempo de que me porte como hombrecito, ¿cierto?”. Sonrió.
***
Durante un tiempo la tristeza amainó. Fui con un psiquiatra y un gastroenterólogo, comencé a tomar antidepresivos, a dormir y a comer verduras, no bebía a diario, dejé de fumar, perdí el mal aliento, recuperé a algunos amigos de antes de ella, sólo me quedó un ligero temblor en las manos. Bajé de peso, me corté el pelo al ras, con la del dos, y comencé a salir con una rubia. La vida comenzó a no ser tan pesada y el recuerdo de Mónica se hacía difuso e intermitente.
Regresé al estadio. Fui con la rubia, que no sabía nada de futbol, pero quería conocer el estadio. Era un juego Atlas contra Chivas. Sacudí la cabeza apenas me llegó el recuerdo de Mónica, con su playera del Atlas, tomándome de la mano y sonriendo. Después de un primer tiempo para el olvido y tres cervezas de a litro, fui al baño, caminando por el pasillo que está entre la zona VIP y preferente, la vi parada fuera del túnel, sonriendo, sentí bonito verla después de tanto tiempo, pensé en acercarme y saludar, pero dudé el tiempo necesario para que llegara él y a ella le brillaran los ojos, se abrazaron, se besaron. “El río siempre vuelve a su cauce. Todo lo que sube tiene que bajar”. De todas, todas, pinche Gavilán. Él, de entre todos, tenía que ser él, mi exmejor amigo, mi examigo más viejo, claro, era lo justo, era casi poético ver que había recuperado lo que le quité. Ella no me vio, él sí, sonrió con saña, la agarró de la cintura y se la llevó. Salí de allí dejando a la rubia, media chela y mi dignidad abandonadas en las gradas del estadio.
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“No sé qué quiero,/ pero sé lo qué no quiero,/ sé lo qué no quiero,/ y no lo puedo evitar./ Puedo seguir escapando/ y aún lo estoy pensando,/ lo estoy pensando,/ pero estoy cansado de pensar”. Otra vez escuchando a Calamaro, bajándome la amargura con tragos de Cascahuín, llorando sin lágrimas, respirando hondo y lento. Un cigarro se consume en el cenicero. Me parece tan absurdo haber hecho tanto para acabar en el mismo lugar, con los mismos recuerdos y los mismos dolores. Estoy cansado, los párpados me pesan, las ganas de dormir se sienten como una loza sobre la espalda. Siento punzadas en la boca del estómago. Volver a empezar suena tan agotador como dejar de extrañarla. “Con tanto dolor no puedo./ Contigo o sin ti no quiero./ Es noche y sin ti no puedo./ No quisiera quererte,/ pero te quiero”.
Aspiro la última bocanada de humo que le queda al cigarro, saco la pistola del cajón, la aprieto con el puño, acaricio el gatillo. Sonrío. Es igual que la primera vez, sólo que ahora no me tiemblan las manos.