Cinco

No había señales que indicaran dirección alguna, pero, como solo había una carretera, Linus supuso que iba por buen camino. Dejó atrás el embarcadero del transbordador y, después de solo unos minutos, llegó a un viejo bosque de árboles gigantescos cuyas copas casi tapaban las franjas color rosa y naranja del cielo. Enredaderas frondosas colgaban de las ramas, y se oían sonoros cantos de pájaros ocultos en lo alto.

—Podría ser una especie de trampa, ¿no? —le dijo Linus a Calíope, mientras oscurecía cada vez más conforme se adentraban en la espesura—. A lo mejor envían aquí a los empleados a los que quieren despedir. Se creen que les han encomendado una misión del más alto nivel, pero en vez de eso los sacrifican en medio de la nada.

No era un pensamiento agradable, así que lo desterró de su mente.

Como no encontraba el interruptor de los faros, iba inclinado lo más cerca posible del parabrisas. Anochecía. Le rugían las tripas, pero nunca en la vida había tenido menos ganas de comer. Sabía que Calíope pronto echaría en falta un cajón de arena, pero no quería parar hasta que tuviera alguna idea de dónde se encontraba. Con la suerte que tenía, Calíope acabaría escapándose por el bosque y obligándolo a perseguirla.

—Cosa que seguramente no haría —le advirtió—. Te dejaría ahí a tu suerte, para que te las apañaras sola.

No era cierto, pero ella no tenía por qué saberlo.

El cuentakilómetros marcaba tres kilómetros más, y él empezaba a entrar en pánico —al fin y al cabo, la isla no podía ser tan grande, ¿o sí?— cuando la vegetación que lo rodeaba clareó, y entonces la divisó.

Ahí, más adelante, recortada contra el sol poniente, había una casa.

Linus nunca había visto algo parecido.

Se alzaba en lo alto de una colina, al borde de un acantilado que dominaba el mar. Por su aspecto, parecía tener por lo menos cien años. Era de ladrillo y contaba nada menos que con una alta torrecilla que se erguía justo en medio del tejado. La fachada orientada hacia Linus estaba cubierta de una hiedra verde que crecía en torno a los múltiples marcos blancos de las ventanas. Como le pareció vislumbrar la silueta de un cenador no muy lejos de la casa, se preguntó si habría un jardín. Eso le haría ilusión. Podría pasear por él, saboreando el aire salobre y...

Sacudió la cabeza. No estaba ahí para eso. No le sobraría tiempo para frivolidades. Tenía un trabajo que hacer, y estaba decidido a hacerlo bien.

Enfiló con el coche lo que parecía ser un largo camino de acceso que conducía a la casa. Cuanto más cerca se encontraba, más grande le parecía, y más le costaba entender que nunca hubiera oído hablar de aquel lugar. Bueno, si Altísima Dirección quería mantener el orfanato en secreto, era lógico que ignorara su existencia, pero algo habría debido saber sobre aquella isla, incluso sobre aquella casa. Por más que se devanó los sesos, no consiguió recordar nada al respecto.

El camino se ensanchaba cerca de la cima de la colina. Había otro vehículo aparcado junto a una fuente seca sobre la que habían crecido las mismas enredaderas que trepaban por las paredes del orfanato. Se trataba de una furgoneta roja, en la que sin duda cabían seis niños y el director de la institución. Linus se preguntó si realizaban muchas salidas. Al pueblo no, claro, si sus habitantes no eran muy hospitalarios.

Sin embargo, al aproximarse, percibió indicios de que la furgoneta no se movía de allí desde hacía un tiempo. Unos hierbajos asomaban por debajo de los pasos de las ruedas.

Al parecer no realizaban muchas salidas, si es que realizaban alguna.

Por un momento, Linus sintió una punzada de algo semejante a la aflicción. Se frotó el pecho con la mano, intentando librarse de ella.

Sin embargo, al menos no se había equivocado respecto al jardín. Los últimos rayos del sol iluminaban las flores plantadas a un lado de la casa, y Linus parpadeó porque le dio la impresión de que había visto que algo se movía; un destello rápido y fugaz.

Bajó la ventanilla un pelín, lo justo para que pudieran oírlo desde fuera.

—¿Hola? —gritó.

Nadie respondió.

Ligeramente envalentonado, bajó el cristal hasta la mitad. El denso aroma del océano le invadió las fosas nasales. Las hojas de los árboles emitían un suave susurro.

—Ya —dijo—. Bueno. Tal vez podríamos quedarnos aquí hasta mañana.

De pronto, oyó la inconfundible risita de un niño.

—O a lo mejor deberíamos irnos —añadió con un hilillo de voz.

Calíope rascó la parte delantera del transportín.

—Lo sé, lo sé. Pero al parecer hay algo ahí fuera, y no sé si tú o yo queremos que nos devoren.

La gata rascó de nuevo.

Linus suspiró. Ella se había portado bien casi en todo momento. Había sido un viaje largo, y no era justo dejarla encerrada.

—Tú ganas. Pero tienes que estarte calladita mientras yo me quedo aquí sentado intentando que no me afecten esas carcajadas infantiles que provienen de aquella casa tan rara y tan alejada de todo lo que conozco.

Calíope no se resistió cuando él abrió el transportín y se la puso encima de las rodillas. Se sentó con aire majestuoso, mirando por la ventanilla con los ojos abiertos de par en par. No hizo sonido alguno cuando su dueño le acarició el lomo.

—Muy bien —dijo Linus—. Vamos a estudiar los expedientes, ¿te parece? O me pongo manos a la obra para cumplir con mi cometido, o me cruzo de brazos a esperar que se me ocurra una idea mejor, de preferencia una que me permita conservar intactos todos mis órganos.

La minina le clavó las uñas en los muslos.

Él crispó el rostro en un gesto de dolor.

—Vale, vale. Supongo que tienes razón. Sí que es un acto de cobardía, pero también una manera de que conservemos el pellejo.

La gata se lamió una pata despacio antes de pasársela por la cara.

—No hay por qué ponernos groseros —murmuró él—. En fin. Si no queda otro remedio... —Alargó el brazo hacia la manilla de la puerta—. Puedo hacerlo. Quédate aquí, mientras yo...

No tuvo tiempo de reaccionar. Cuando abrió la puerta, Calíope saltó desde sus rodillas y arrancó a correr en cuanto tocó el suelo.

—Pero ¿será...? ¡Gata tonta! ¡Te dejaré aquí!

No lo decía en serio, por supuesto, pero más valía una amenaza vacía que ninguna amenaza.

Calíope desapareció tras una hilera de arbustos muy bien cuidados. A su dueño le pareció entrever su cola por un instante, pero la perdió de vista enseguida.

Linus Baker no era un necio. Estaba orgulloso de ello. Era plenamente consciente de sus limitaciones como ser humano. Al anochecer, prefería encerrarse en la seguridad de su hogar, enfundarse el pijama con las iniciales bordadas, poner un disco en la Victrola y escucharlo con una taza de algo caliente entre las manos.

Dicho esto, Calíope era en esencia su única amiga en el mundo.

Así que, si se apeó del coche y echó a andar sobre la crujiente grava del camino de acceso, fue porque comprendía que, en ocasiones, tenemos que hacer cosas desagradables por nuestros seres queridos.

Se encaminó en la dirección en la que ella se había alejado, con la esperanza de que no hubiera llegado muy lejos. El sol se había puesto casi por completo, y aunque la casa en sí resultaba bastante siniestra, pese a que parecía haber luces encendidas en el interior, el cielo se había iluminado con colores que él no estaba seguro de haber visto antes, al menos no combinados de esa forma. Oía el romper de las olas muchos metros más abajo, al pie del acantilado, y los chillidos de las gaviotas en lo alto.

Llegó frente a la hilera de arbustos tras los que se había esfumado Calíope. Un pequeño sendero empedrado conducía a lo que él suponía que era el jardín. Titubeó solo unos instantes antes de entrar.

Era mucho más grande de lo que había imaginado. Más adelante estaba el cenador que había vislumbrado desde la carretera, adornado con farolillos de papel de color rojo y naranja que se mecían en la brisa. Emitían una luz que parpadeaba con suavidad, y se percibía el sonido lejano de unas campanillas.

El jardín estaba pletórico de flores. Linus no vio girasoles, pero sí calas, lirios dorados, dalias, celidonias, crisantemos, gerberas color naranja y campanillas chinas. Incluso había ejemplares de Callicarpa americana, unos arbustos con flores color rosa lavanda que no había visto desde que era niño. Aquel aire espeso y fragante lo mareaba un poco.

—Calíope —llamó con voz suave—. Sé buena. No me pongas las cosas difíciles.

Ella no reapareció.

—Como quieras —dijo él, irritado—. Ya me buscaré un amigo nuevo. Al fin y al cabo, hay muchos gatos que necesitan que los adopten. Un minino nuevo solucionaría este problema con facilidad. Voy a dejarte aquí, sin más. Será lo mejor.

No lo decía en serio, por supuesto. Siguió adelante.

Un manzano crecía cerca de la casa, y Linus pestañeó al ver manzanas rojas, verdes y rosadas, todas de variedades distintas, colgando de las mismas ramas. Bajó la mirada a lo largo del tronco y, al llegar al suelo, sus ojos se posaron en...

Una estatuilla.

Un enano de jardín.

—Qué pintoresco —murmuró mientras se acercaba hacia el árbol.

La figura era más grande que las otras del mismo tipo que había visto antes; la punta del gorro rojo le llegaba más o menos a la cintura. Tenía una barba blanca y las manos entrelazadas por delante del cuerpo. Quien fuera que había pintado la estatuilla había realizado una labor increíblemente detallada, pues en la penumbra el enano casi parecía de carne y hueso. Tenía los ojos de un azul intenso y las mejillas sonrosadas.

—Menuda estatua rara estás hecha, ¿no? —dijo Linus agachándose frente a ella.

Si hubiera estado en pleno uso de sus facultades, se habría fijado mejor en los ojos. Pero estaba cansado, algo pocho y preocupado por su gata.

Por eso, no fue de extrañar el sonido que escapó de su garganta cuando la figura del enano parpadeó y le dirigió unas palabras altaneras:

—¿Le parece bonito ir por ahí diciéndole esas cosas a la gente? Es de muy mala educación. ¿Acaso no le enseñaron modales?

Linus profirió un grito ahogado mientras caía de espaldas y hundía la mano en la hierba.

El enano se sorbió la nariz.

—Es usted muy ruidoso. No me gusta que vengan personas ruidosas a mi jardín. El ruido no deja oír lo que dicen las flores. —Y entonces ella (porque era mujer, a pesar de la barba) alzó los brazos y se enderezó el gorro—. Los jardines son espacios tranquilos.

Linus se esforzó por recuperar el habla.

—Eres... tú...

Ella frunció el ceño.

—Claro que soy yo. ¿Quién iba a ser, si no?

Él sacudió la cabeza y consiguió sacudirse las telarañas antes de que le viniera una palabra a la mente.

—Eres una gnoma.

Ella lo miró con ojos como de búho, parpadeando.

—Sí, lo soy. Me llamo Talia. —Se inclinó para recoger una pala pequeña que descansaba sobre el césped, a sus pies—. ¿Es usted el señor Baker? En caso afirmativo, hemos estado esperándolo. De lo contrario, ha entrado sin permiso en una propiedad privada y debe marcharse antes de que lo entierre en mi jardín. Nadie se enteraría porque las raíces devorarían sus entrañas y sus huesos. —Volvió a arrugar el entrecejo—. Creo. Nunca he enterrado a nadie. Sería una experiencia educativa para ambos.

—¡Soy el señor Baker!

Talia suspiró, presa de una evidente desilusión.

—Pues claro. No hay por qué gritar. Pero ¿es demasiado pedir para un intruso? Siempre he querido saber si los humanos serían un buen fertilizante. Me da la impresión de que sí. —Le dio un repaso de arriba abajo con expresión hambrienta—. Con toda esa carne...

—Ay, madre —consiguió decir Linus.

La gnoma exhaló con un bufido.

—No entran muchos intrusos aquí. Aunque... he visto un gato. ¿Lo ha traído como regalo para el orfanato? A Lucy le hará mucha ilusión. Y, a lo mejor, cuando termine con él, me deja los restos. No es lo mismo que un humano, pero seguro que valdrá.

—No es una ofrenda —repuso Linus, horrorizado—. Es una mascota.

—Ah. Maldición.

—¡Se llama Calíope!

—Pues será mejor que la encontremos antes que los demás. No sé qué opinarán de ella. —Le dedicó una sonrisa de oreja a oreja que dejaba al descubierto unos dientes grandes y cuadrados—. Aparte de que tiene una pinta apetitosa, claro.

Linus soltó un chillido.

Ella se le aproximó, bamboleándose y moviendo con rapidez las rechonchas piernas.

—¿Piensa quedarse ahí tirado toda la noche? Arriba. ¡Arriba!

Y él, de alguna manera, se las arregló para levantarse.

Sudando a mares, la siguió a través del jardín, oyéndola refunfuñar entre dientes. Le pareció que empleaba la lengua gnómica, con gruñidos graves y guturales, pero como nunca había oído a alguien hablar ese idioma en voz alta, no estaba del todo seguro.

Llegaron al cenador, cuyo suelo crujió cuando lo pisaron. Los farolillos de papel, que brillaban con más fuerza que antes, oscilaban, pendientes de sus cordeles. Había sillas con cojines gruesos y mullidos. Bajo sus pies, se extendía una alfombra muy ornamentada y con los bordes curvados hacia arriba.

Talia se acercó a un cofrecillo que estaba a un lado. Abrió la tapa y colgó la pala de un gancho que había dentro, junto a otras herramientas de jardinería. Tras asegurarse de que todo estuviera en su sitio, asintió y cerró la tapa.

Se volvió hacia él.

—Bueno, si fuera una gata, ¿dónde me metería?

—Pues... no lo sé.

La gnoma puso cara de exasperación.

—Claro que no. Los gatos son astutos y misteriosos. Me parece que usted es ajeno a esas cualidades.

—Oye, un respeto...

Ella se acarició la barba.

—Necesitamos ayuda. Por fortuna, sé perfectamente a quién pedírsela. —Alzó la vista al techo del cenador—. ¡Theodore!

Linus, desesperado, recordó los expedientes que no había revisado. Pero qué tonto había sido.

—Theodore. ¿Quién es...?

Un chillido procedente de las alturas le provocó escalofríos.

A Talia le centelleaban los ojos.

—Ya viene. Él sabrá lo que hay que hacer. Él puede rastrear cualquier cosa.

Linus retrocedió un paso, preparado para agarrar a Talia y salir corriendo en caso necesario.

Una figura oscura bajó en picado y se posó con torpeza en la tarima del cenador. Pegó un graznido de rabia al tropezar con sus descomunales alas y rodar por el suelo hasta chocar con las piernas de Linus. Este se esforzó al máximo por no gritar, pero, por desgracia, sus esfuerzos no fueron suficientes.

Una cola cubierta de escamas se retorció cuando su propietario alzó hacia él sus ojos color naranja brillante.

En realidad, Linus nunca había visto un guiverno en persona. No abundaban, y se creía que descendían de reptiles que vagaban por la tierra en tiempos remotos, aunque apenas eran más grandes que un gato doméstico. Mucha gente los consideraba un incordio y, durante siglos, les daban caza, exhibían sus cabezas como trofeo y elaboraban zapatos elegantes con su piel. Los actos de barbarie no cesaron hasta que se promulgaron leyes que protegían a todos los seres mágicos, pero, para entonces, casi era demasiado tarde, sobre todo teniendo en cuenta las pruebas empíricas de que los guivernos poseían una capacidad de realizar razonamientos de gran complejidad emocional que rivalizaba con la de los humanos. Su número había menguado de forma alarmante.

Por eso Linus sintió cierta fascinación (no desprovista de espanto) al contemplar al guiverno que yacía a sus pies y empezaba a enrollarle la cola en torno al tobillo.

Aquella bestia —aquel ser vivo, se recordó Linus a sí mismo— era más pequeño que Calíope, pero por poco. La luz de los farolillos se reflejaba en sus escamas iridiscentes formando un calidoscopio de colores. Estaba dotado de unas patas traseras muy musculosas, con garras negras y afiladas como cuchillas. A falta de patas delanteras, poseía unas alas largas y correosas, similares a las de un murciélago. Tenía la cabeza curvada hacia abajo, y un hocico terminado en dos rendijas simétricas. Sacó la lengua con un movimiento rápido, como de serpiente, y le rozó los mocasines a Linus.

Los ojos color naranja parpadearon despacio. El guiverno irguió la cabeza hacia el hombre y... gorjeó.

A Linus el corazón le martilleaba el pecho con fuerza.

—Tú debes de ser Theodore.

El guiverno gorjeó de nuevo. No era muy distinto de un pájaro. Un pájaro muy grande y escamoso.

—¿Y bien? —preguntó Talia.

—¿Y bien qué? —croó Linus, preguntándose si sería de mala educación apartar al guiverno de una patada. La cola le apretaba cada vez más el tobillo, y Theodore tenía unos colmillos enormes.

—Le está pidiendo una moneda —explicó Talia, como diciendo una obviedad.

—¿Una... moneda?

—Para su tesoro oculto —aclaró Talia, como si él fuera un memo—. Le ayudará, pero primero tiene que pagarle.

—Eso no es... no llevo...

—Aaaah —dijo Talia—. ¿No lleva una moneda? Mala cosa.

Linus alzó la vista hacia ella, alarmado.

—¿Qué? ¿Por qué?

—A lo mejor sí que podré elaborar fertilizante humano al final.

Linus se apresuró a hurgarse en los bolsillos. Seguro que llevaba... Algo tenía que haber ahí dentro.

¡Ajá!

Sacó la mano con un gesto triunfal.

—¡Aquí está! —cacareó—. Tengo... ¿un botón?

Sí, un botón. Era pequeño, de latón y, por más que Linus se estrujaba las meninges, no lograba recordar de dónde había salido. No era su estilo en absoluto. A Linus le iban los colores apagados, y el botón era reluciente, vistoso y...

Theodore emitió una serie de chasquidos desde el fondo de la garganta. Casi sonó como si ronroneara.

Cuando Linus miró hacia abajo de nuevo, advirtió que Theodore se estaba levantando con cierta dificultad; sus alas eran demasiado grandes para un ser de su tamaño. Se le enredaban con las patas y lo hacían tropezar. Theodore trinaba de rabia, hasta que utilizó la cola que había enrollado en torno a la pantorrilla de Linus para apoyarse. Consiguió enderezarse antes de soltarlo, sin apartar la vista del botón en ningún momento. En cuanto se puso de pie, comenzó a dar saltitos alrededor de Linus, abriendo y cerrando las mandíbulas.

—¿A qué espera para dárselo? —le indicó Talia—. No puedes ofrecerle un regalo a un guiverno y luego dejarlo con un palmo de narices. La última vez que alguien le hizo eso, él le prendió fuego.

Linus clavó en ella una mirada severa.

—Los guivernos no escupen llamas.

Ella le dirigió otra sonrisa.

—No es usted tan crédulo como parece. Y mira que lo parece. Procuraré no olvidarlo.

Theodore brincaba cada vez más alto, batiendo las alas para captar su atención. Soltaba gorjeos estridentes y le relampagueaban los ojos.

—Está bien, está bien —dijo Linus—. Te lo daré, pero nada de escenitas. La paciencia es una virtud.

En cuanto Theodore posó las patas en el suelo, giró en redondo y estiró el cuello hacia Linus. Abrió las fauces y se quedó esperando.

Tenía los colmillos muy grandes. Y muy afilados.

—Tiene que metérselo en la boca —susurró Talia—. Seguramente con toda la mano.

Linus no le hizo caso. Tragando en seco, bajó el brazo e introdujo la punta del botón entre los labios de Theodore. El guiverno cerró las mandíbulas despacio hasta sujetar el botón con los dientes. Linus apartó la mano mientras Theodore caía de espaldas, con las alas extendidas sobre el suelo. Tenía la tripa pálida y de aspecto suave. Se llevó las patas traseras hacia la boca para agarrar el botón. Sosteniéndolo entre sus garras, lo alzó hacia su cabeza y lo estudió con detenimiento, dándole vueltas para verlo por los dos lados. Con un sonoro gorjeo, se volvió boca abajo. Tras lanzar una última mirada a Linus, desplegó las alas y ejecutó un despegue bastante patoso. Estuvo a punto de dar un traspié, pero en el último momento consiguió remontar el vuelo y alejarse en dirección a la casa.

—¿Adónde va? —preguntó Linus con voz débil.

—A guardarlo con el resto de su tesoro —respondió Talia—. Usted nunca lo encontrará, así que no le dé más vueltas. Los guivernos custodian celosamente sus tesoros y masacran a todo aquel que intenta arrebatárselos. —Se quedó callada un momento, meditabunda—. Está debajo del sofá del salón. Debería ir usted a echarle un vistazo.

—Pero acabas de decir que... Ah, ya entiendo.

Ella lo miró con expresión inocente.

—Se suponía que iba a ayudarnos a encontrar a Calíope —le recordó Linus.

—¿De veras? Yo no le he prometido eso. Solo quería ver qué le daría. ¿Por qué lleva botones en el bolsillo? No es su sitio habitual. —Lo observó entornando los ojos—. ¿No lo sabía?

—Sé cuál es el... —Sacudió la cabeza—. No. No pienso seguir con esto. Encontraré a mi gata con tu ayuda o sin ella. Y si para ello tengo que pisotear todo tu jardín, lo haré.

—No se atrevería...

—¿Ah, no?

La gnoma se sorbió la nariz.

—Phee.

—Salud —dijo Linus.

—¿Qué? No he estornudado. Estaba... ¡Phee!

—Ya voy, ya voy —dijo otra voz—. Te había oído la primera vez.

Linus giró sobre los talones.

Una niña mugrienta de unos diez años estaba de pie detrás de ellos. Tenía churretes en la cara que casi tapaban las encendidas pecas que le salpicaban la pálida piel. Cuando resopló, un mechón rojo intenso le revoloteó en la frente y se apartó a un lado. La chiquilla llevaba un pantalón corto y una camiseta sin mangas. Iba descalza, y tenía roña bajo las uñas de los pies.

Pero lo que más le llamó la atención a Linus fueron las finas alas que le sobresalían de la espalda. Traslúcidas y surcadas de venas, se le curvaban en torno a unos hombros mucho más grandes de los que cabría esperar de alguien de su tamaño.

Era un espíritu de la naturaleza, como la señorita Chapelwhite, aunque se apreciaban diferencias notables. Despedía un olor terroso que a Linus le recordó el trayecto en coche hasta el orfanato entre los árboles, frondosos y densos. De pronto se le antojó posible que fueran obra de ella.

Un espíritu del bosque.

Hasta entonces, Linus solo había conocido a un puñado de espíritus. Por lo general eran seres solitarios, y, cuanto más jóvenes, más peligrosos. No controlaban del todo su magia. En cierta ocasión, Linus había visto las consecuencias de lo ocurrido cuando un espíritu de un lago se había sentido amenazado por un grupo de personas en una barca. El nivel del agua había subido casi dos metros, y los restos de la barca destrozada flotaban en la agitada superficie.

No sabía qué había sido de ese espíritu después de que él presentara su informe. Esa información estaba totalmente fuera del alcance de un empleado de su categoría salarial.

Sin embargo, este espíritu —Phee— le recordaba al espíritu lacustre de años atrás. Lo miraba con desconfianza, retorciendo las alas.

—¿Es este? —preguntó—. No parece gran cosa.

—No es crédulo —dijo Talia—. Tiene esa ventaja al menos. Ha traído un gato que se le ha escapado.

—Más vale que no lo encuentre Lucy, o ya sabes lo que le hará.

Linus tenía que retomar las riendas de la situación. Al fin y al cabo, no eran más que criaturas.

—Me llamo Linus Baker. Y mi gata se llama Calíope. Soy...

Sin hacerle caso, Phee pasó por su lado, tan cerca que la punta de su ala izquierda lo golpeó en la cara.

—No está en el bosque —le informó a Talia.

La gnoma suspiró.

—Ya me lo imaginaba, pero he preferido preguntártelo por si acaso.

—Necesito ir a lavarme —le dijo Phee—. Si cuando acabe sigues sin haberla encontrado, volveré para echar una mano. —Se volvió para echarle una mirada rápida a Linus antes de abandonar el cenador y encaminarse hacia la casa.

—No le ha caído usted bien —dijo Talia—. Pero no se sienta mal por ello. La mayoría de la gente le cae mal. Creo que no es nada personal. Solo preferiría que no estuviera usted aquí. Ni en este mundo.

—No me cabe duda —contestó Linus con frialdad—. Y ahora, si tuvieras la bondad de indicarme dónde...

Talia dio una palmada frente a su barba.

—¡Ya lo tengo! ¡Ya sé dónde hay que buscar! Se suponía que estaban preparándolo todo para ti, y seguro que Sal la ha cogido. Se le dan bien los animales callejeros.

Se dirigió bamboleándose hacia el otro extremo del cenador antes de echarle un vistazo por encima del hombro.

—¡Venga! ¿Es que no quiere recuperar a su gata?

Linus sí quería.

Así que la siguió.

 

 

Talia lo guio a través del jardín hasta el costado de la casa que él no había llegado a ver desde el camino. Estaba cada vez más oscuro, y empezaban a aparecer estrellas en el cielo. Hacía fresco, y un escalofrío recorrió a Linus.

Talia, por su parte, le señalaba cada una de las flores junto a las que pasaban y le decía sus nombres y cuándo las había plantado. Le advirtió que no las tocara o ella tendría que pegarle un palazo en la cabeza.

Linus no osó ponerla a prueba. Saltaba a la vista que era propensa a la violencia, un detalle que convenía que recordara al elaborar sus informes. La investigación no había tenido un comienzo muy prometedor. Le preocupaban muchas cosas, sobre todo el hecho de que todos esos niños parecían andar desperdigados por ahí.

—¿Dónde está el director del orfanato? —preguntó mientras dejaban atrás el jardín—. ¿Por qué no te está vigilando?

—¿Arthur? —inquirió Talia—. ¿Por qué demonios iba a vigilarme?

—El señor Parnassus —insistió Linus—. Es de mala educación llamarlo por su nombre de pila. Y debes ser educada porque eres una niña.

—¡Tengo 263 años!

—Y los gnomos no llegan a la edad adulta hasta que cumplen los 500 —repuso Linus—. Puedes tomarme por tonto, pero sería un error.

Ella refunfuñó en lo que Linus estaba convencido de que era el idioma gnómico.

—De cinco a siete de la tarde nos dan libertad para ocuparnos de actividades personales. Arthur..., huy, perdón, el señor Parnassus cree que debemos cultivar nuestros intereses.

—Eso es de lo más irregular —murmuró Linus.

Talia posó la vista en él.

—¿Ah, sí? ¿Usted no hace cosas después del trabajo?

Bueno..., sí. Sí que hacía cosas. Pero no se podía comparar; él era un adulto.

—¿Y si alguno de vosotros se hace daño mientras cultiva sus intereses? Él no debería quedarse haraganeando mientras...

—¡No está haraganeando! —exclamó Talia—. ¡Trabaja con Lucy para asegurarse de que no desencadene el fin del mundo tal como lo conocemos!

Ya iba siendo hora de que a Linus se le nublara la vista una vez más al pensar en... en ese niño. El tal «Lucy». No podía creer que existiera un ser así sin que él lo supiera. Bueno, entendía que quisieran guardarlo en secreto, e incluso que fuera necesario, pero el hecho de que hubiera un arma de destrucción masiva en el cuerpo de una criatura de seis años y el mundo no estuviera preparado le parecía un escándalo.

—Se ha puesto pálido como un papel —observó Talia cuando alzó los ojos entornados hacia él—. Y se está tambaleando. ¿Se encuentra mal? En ese caso, creo que deberíamos volver al jardín para que se muera ahí. No quiero tener que llevarlo a rastras. Tiene pinta de pesar un quintal. —Levantó el brazo y le picó la barriga con el dedo—. Está blandito.

Por algún motivo extraño, este simple gesto bastó para despejarle la vista.

—No me encuentro mal —espetó—. Solo estoy... procesando información.

—Ah. Lástima. Si empieza a dolerle la parte de arriba del brazo izquierdo, ¿me avisará?

—¿Por qué iba a...? Eso es un síntoma de infarto, ¿no?

La gnoma asintió.

—¡Te exijo que me lleves con el señor Parnassus ahora mismo!

Ella lo miró, ladeando la cabeza.

—Pero ¿qué pasa con su gata? ¿No quiere encontrarla antes de que se la zampen y no quede de ella más que la cola porque es demasiado suave y esponjosa para tragársela?

—Esto resulta de lo más perturbador e inadmisible. Si este es el funcionamiento habitual del orfanato, tendré que dar parte...

Con los ojos desorbitados, Talia lo agarró de la mano y comenzó a darle tirones.

—¡Estamos bien! ¿Lo ve? Todo está en orden. ¡Yo no me he muerto, usted tampoco, y nadie ha salido herido! Después de todo, estamos en una isla de la que solo se puede salir en el transbordador. ¡Y la casa tiene electricidad y retretes que funcionan, algo de lo que estamos muy orgullosos! ¿Qué podría pasarnos aquí? Además, Zoe nos cuida cuando el señor Parnassus está ocupado en otras cosas.

—¿Zoe? —preguntó Linus—. ¿Quién es...?

—¡Ah! Quería decir la señorita Chapelwhite —se apresuró a rectificar Talia—. Es estupenda. Tan cariñosa... Todo el mundo lo dice. Por otro lado, es pariente lejana de un rey de las hadas llamado Dimitri, ¿se lo puede creer? Eso sí, no es de por aquí.

La mente de Linus iba a mil por hora.

—¿Cómo que un rey de las hadas? Nunca había...

—Así que ya ve: no hay absolutamente nada de qué preocuparse. Vigilan todo lo que hacemos, de modo que no hay por qué dar parte de nada a nadie. ¡Y, vaya, fíjese en eso! Sabía que tu gata estaría con Sal. Los animales lo adoran. Es el mejor. ¿Lo ve? Calíope parece muy contenta, ¿a que sí?

Lo cierto es que lo parecía. Estaba restregándose contra las piernas de un corpulento chico negro sentado en el porche de una casita separada del edificio principal, agitando la cola de un lado a otro y arqueando el lomo mientras él le deslizaba el dedo por el espinazo. El muchacho le sonrió a Calíope y ella, maravilla de maravillas, abrió la boca y maulló, algo que Linus no recordaba haberla oído hacer nunca. Era un sonido áspero y profundo que casi lo hizo parar en seco. La minina solía ronronear, claro —por lo general en señal de disgusto—, pero nunca hablaba.

—Sí —dijo el muchacho en voz baja—. Eres muy buena chica, ¿verdad? Sí, sí lo eres. La chica más bonita.

—Atento —murmuró Talia—. Nada de movimientos bruscos, ¿vale? No vaya a...

—¡Es mi gata! —exclamó Linus—. Eh, tú, ¿cómo has conseguido que haga eso?

—... asustarlo —concluyó Talia con un suspiro—. Ya está. Demasiado tarde.

El chico alzó la vista, atemorizado, al oír la voz de Linus. Encorvó los voluminosos hombros y dio la impresión de que se encogía, pero de verdad. En un momento, allí había un joven guapo de ojos negros, y al momento siguiente, la ropa que llevaba cayó al suelo del porche como si el cuerpo que cubría hubiera desaparecido de la faz de la Tierra.

Linus se detuvo, boquiabierto.

Sin embargo, ante sus ojos, el montón de prendas empezó a moverse. Vislumbró una imagen fugaz de algo cubierto de pelo blanco, y la ropa se desparramó.

Sal, el muchachote que debía de pesar por lo menos setenta kilos, se había esfumado.

Pero no del todo.

Se había convertido en un pomerania de dos kilos.

Un pomerania de dos kilos esponjoso y suave. El pelaje en torno a la cabeza era blanco, con zonas de color ladrillo que se extendían por el dorso y las patas. Tenía la cola enroscada tras el lomo y, antes de que Linus asimilara el hecho de que había visto a un cambiaformas de verdad transformarse frente a sus narices, Sal soltó un ladrido agudo, giró en redondo y entró corriendo en la casa para invitados.

—Caray —jadeó Linus—. Eso ha sido... —No supo cómo terminar la frase.

—Le he advertido que lo asustaría —lo reprendió Talia enfadada—. Es un chico muy nervioso, ¿sabe? No le gustan los extraños ni las personas ruidosas, y aquí usted es las dos cosas.

Calíope parecía estar de acuerdo, pues fulminó a Linus con la mirada antes de subir los escalones y desaparecer también en el interior de la casa.

La casa en sí era diminuta, más incluso que el hogar de Linus. Aunque en el porche no cabía ni una mecedora, ofrecía un aspecto encantador, con las flores que crecían a lo largo de la fachada bajo las ventanas de las que salía una luz cálida y acogedora. Al igual que el edificio principal, era de ladrillo, pero no le provocaba a Linus la misma sensación terrorífica que había experimentado al llegar.

Oyó unos ladridos procedentes del interior, seguidos de una respuesta aguda y confusa, como si alguien arrojara una esponja mojada contra el suelo una y otra vez.

—Chauncey también está aquí —dijo Talia, animada—. Seguramente ha traído tu equipaje mientras estábamos en el jardín. Es muy hospitalario, ¿sabes? Quiere ser botones de mayor. Con el uniforme, el gorrito y toda la pesca. —Alzó hacia Linus unos ojos grandes e inocentes que despertaron de inmediato sus sospechas—. ¿Cree usted que se le dará bien, señor Baker?

—No veo por qué no —respondió Linus, que creía en el poder del pensamiento positivo, aunque se preguntaba qué clase de criatura debía de ser Chauncey.

Talia sonrió con dulzura, como si no se hubiera creído una palabra.

 

 

El interior de la casa era tan entrañable como el exterior. Había una sala de estar con un sillón de aspecto confortable frente a una chimenea de ladrillo, y una mesa en un rincón, delante de una de las ventanas. Los ladridos procedían del final del pasillo y, por un momento, Linus se quedó un poco desorientado, porque al parecer no había...

—¿Dónde está la cocina? —inquirió.

Talia se encogió de hombros.

—No hay. No sé quién era el dueño anterior de la casa, pero por lo visto pensaba que todos debían tomar las comidas juntos en el edificio principal. Comerá con todos nosotros. Seguramente será mejor así, pues podrá comprobar que solo nos sirven alimentos de lo más saludables y que somos civilizados y demás.

—Pero hay...

—¡Señor! —exclamó una voz húmeda y atropellada a su espalda—. ¿Me permite su chaqueta?

Al volverse, Linus vio...

—¡Chauncey! —dijo Talia, encantada.

Ahí, de pie (¿o sentada?) en el pasillo, frente a un perrito que asomaba por detrás, había una masa amorfa verde con labios de un rojo intenso. Y dientes negros. Y unos ojos que se erguían sobre unos pedúnculos, muy por encima de la cabeza y que parecían gozar de movimiento independiente. A falta de brazos, tenía unos tentáculos cubiertos de pequeñas ventosas. Aunque no era del todo traslúcido, Linus alcanzaba a distinguir la desdibujada figura de Sal oculta detrás de él.

—No llevo chaqueta —se oyó decir Linus, aunque en realidad no le había ordenado a su cerebro que hablara.

Chauncey arrugó el entrecejo.

—Ah. Es... una pena. —Acto seguido, pareció animarse, pues los ojos empezaron a bailarle y su cuerpo se tornó de un tono de verde más claro—. ¡No pasa nada! ¡Ya me he ocupado de su equipaje, señor! Está en su habitación, junto con la inhumana jaula que me imagino que es para su gata, quien en este momento está dormida sobre su almohada. —Tendió uno de sus tentáculos.

Linus se quedó mirándolo.

—Ejem —carraspeó Chauncey, agitando dos veces la punta del tentáculo hacia él.

—Tiene que pagarle —susurró Talia, que estaba detrás de Linus.

Linus se percató de que se llevaba la mano al bolsillo para sacar la cartera, otra vez sin mediar pensamiento alguno. La abrió, encontró un billete de un dólar y se lo entregó a Chauncey. Quedó empapado de inmediato cuando el tentáculo se cerró sobre él.

—Hala —musitó el ser mientras se acercaba el dinero a los ojos, que se curvaron hacia abajo sobre sus pedúnculos para examinarlo—. Lo he conseguido. Soy botones.

Antes de que Linus pudiera responder a esto, sonó una voz espeluznante que parecía proceder de todas partes: del aire, del suelo, de las mismísimas paredes que los rodeaban.

—Soy el mal encarnado —aseguró la siniestra voz—. Soy el forúnculo en la piel de este mundo. Y voy a subyugarlo sin piedad. ¡Preparaos para el final de los tiempos! ¡Ha llegado vuestra hora, y correrán ríos de sangre inocente!

Talia suspiró.

—Es un dramas.