Capítulo 11

 

 

 

 

 

 

EL Polvo se arremolinaba sobre la pradera y un sol de justicia caía a plomo en la espalda de Holt. El aire acondicionado del hotel Towers le habría parecido, por contraste, una ventisca helada de las que descaman el paisaje en invierno.

El sudor le brillaba en la frente y Holt cambió de posición la palanca del tractor. Una nube de estiércol oscuro y fragante empezó a caer sobre la tierra y a ser mezclado con la tierra por los rotores, e intentó aislarse del olor recordando el perfume floral que usaba Hannah. Su recuerdo había ido taladrándole un agujero en el estómago durante la última semana.

Sam Spivak había estado equivocado. De ser un hombre afortunado, Hannah estaría en la casa del rancho en aquel momento, esperándolo.

Pero él no era de los que se casan, y ella no se merecía tener que estar allí, en medio de ninguna parte, en un rancho alejado de todo, hablando con vacas y unos cuantos perros de la pradera. Ésa era la lección que su ex mujer le había enseñado.

Pero Hannah era diferente.

—Sí, diferente —murmuró entre dientes. Una excitante carrera la esperaba, tan atractiva que ni siquiera le había permitido mirar hacia atrás mientras se alejaba del hotel con las serpentinas como una melena al viento.

¿Afortunado? La mayor desgracia para él había sido enamorarse de una mujer como Hannah Jansen.

Referirse a sí mismo con una palabra tan poco característica como amor tuvo el mismo efecto que si un toro salvaje le hubiera lanzado al suelo.

¿Podría haberse enamorado de Hannah tan rápidamente?

Con la mano temblándole sobre la palanca de cambios, lanzó un juramento en voz alta.

—¿Es que quieres cavar un túnel hasta China? –le gritó su capataz por encima del ruido ensordecedor de la máquina.

Holt metió la marcha atrás del tractor y levantó los rotores para no seguir excavando. Sólo a medio camino de China.

—Echa un poco de abono en esta parcela –le ordenó entre dientes.

Skeeter Williams levantó el ala de su sombrero con el pulgar y lo miró fijamente. Su capataz había estado siempre con él, como las colinas de Montana, pero aunque fuese un trabajador a sueldo, no era de los que soportaban los malos modos de buen grado.

—Creía que ibas a rascarte ese grano en Chicago –le acusó.

—Y lo he hecho.

Holt se bajó del tractor y se cargó al hombro uno de los postes que llevaba en la camioneta. Skeeter no podía ni imaginar lo bien que se lo había rascado durante una sola noche. Una noche memorable. Una noche que no olvidaría con facilidad.

—Y sólo ha servido para empeorar las cosas, ¿eh?

—Sí.

Empeorarlas del todo. No podía despertarse por la mañana y no pensar en Hannah nada más abrir los ojos, y no desear tenerla junto a él en la cama. Era un trabajo ímprobo dormirse por las noches, y cada vez que veía una flor recién abierta en la pradera, pensaba en ella. Olía su perfume. Paladeaba su sabor.

Se iba a volver loco.

Skeeter se subió al tractor.

—¿Y de verdad crees que levantar esta estúpida valla va a servirte de algo?

—Es para los ciervos, ya lo sabes.

—Sí, pero también sé que lo que te ronda por la cabeza es algo de dos piernas y no de cuatro patas.

Holt clavó el poste de metal en el agujero. Skeeter tenía razón. Hannah tenía las piernas más bonitas que había visto jamás…o el par más bonito de piernas que jamás había sentido en torno a la cintura. Entonces recordó la ducha que se habían dado juntos, y cómo la había levantado en vilo y ella…

—Y no se trata de esa abogada, ¿verdad?

—No –masculló.

—¿Quién es ésta?

—Diseña lencería.

Una sonrisa tensó la piel como el cuero viejo de Skeeter sobre sus pómulos prominentes.

—Me gusta cómo suena eso.

Y a él también.

—Da igual. Este rancho no es lugar para una mujer. Está demasiado apartado de todo. Es demasiado solitario.

—A algunos nos gusta. Pero la cuestión es… —se bajó del tractor y rellenó el agujero con una pala mientras Holt sujetaba el poste— …que este no es el único lugar en el que se pueden criar venados. Es simplemente el lugar en el que quieres estar.

Holt se quedó mirando a su capataz, su amigo y compañero durante más años de los que podía contar. Aquel rancho era su vida; desde niño, aquél era el lugar donde siempre había querido vivir. Y de él había pretendido vivir siempre.

Pero Hannah era lo que más quería, más de lo que aquella tierra podía comprender. Sin ella, no había vida.

Se quitó el sombrero y se secó la frente.

—¿Podrías defender el fuerte unos cuantos días más mientras yo eh… resuelvo algunas cosas?

Skeeter echó otra palada de tierra en el agujero y la aplastó fuertemente con el pie.

—Si consigues quitarte ese picor de una vez por todas, merecerá la pena. Has estado de peor humor que un oso con un grano en el culo desde que has vuelto de Chicago.

Holt se resistió al impulso de abrazarlo. Lo que tenía que hacer era encontrar la forma de llegar lo más rápidamente posible a Grand Forks y después alquilar un coche para seguir hasta Crookston. Ya había malgastado demasiado tiempo mareando la perdiz, haciendo agujeros que de pronto le importaban un comino.

Hannah Jansen, con e, era mucho más importante para él que cualquier rebaño de venados. Si podía volver a tenerla entre sus brazos, en su cama, y retenerla allí, tardaría cien años en necesitar una dosis del afrodisiaco que pretendía vender.

 

 

—Me da miedo electrocutarme. Leroy dice que espere a que él pueda hacerlo, pero nunca tiene tiempo.

—No te preocupes, Marilou, que poner un interruptor es fácil.

Hannah sonrió intentando infundirle ánimo, aunque sabía que Marilou no era precisamente la chica más habilidosa de la ciudad con un destornillador y unos alicates. Pero aquellos últimos días había sido más fácil pensar en los problemas de los demás que en el hecho de que tenía el corazón roto y parecía no querer curarse.

—Es que cambiar el tubo de desagüe de la lavadora no me salió demasiado bien.

—Una cocina inundada no es lo peor a lo que una puede enfrentarse. Además los bomberos tardaron un instante en achicar el agua, ¿no? Pero esta vez, asegúrate de haber cortado la luz antes de empezar.

—¿Y cómo sé cuál de los botones tengo que bajar?

—Eso es fácil. Enciende una lámpara que esté en el circuito que vayas a reparar y vas probando con todos los interruptores hasta que la lámpara se apague.

—Qué lista eres, Hannah.

—No te creas —murmuró, más para sí misma que para Marilou. De ser lista, no habría compartido una noche de pasión con Holt, sabiendo que con una sola noche no iba a tener bastante. Debería haber sabido protegerse el corazón. De ese modo no se habría marchado de aquel hotel llorando tanto que ni siquiera el taxista le permitió que pagara la carrera. Incluso había amenazado con volver a Towers y arreglarle la cara a Holt.

Pero lo superaría. Tenía que hacerlo. No le quedaba más remedio.

El timbre de la puerta principal sonó y Terence Jansen entró en la tienda. No era un hombre excesivamente grande, y su cintura se había dilatado de demasiada comida casera, pero seguía teniendo un andar vigoroso.

—Buenas tardes, Marilou. ¿Has encontrado todo lo que necesitas?

—Desde luego. Hannah es un hacha. Mi marido va a quedarse tan impresionado cuando vuelva del trabajo y descubra que he cambiado el interruptor yo sola…

—Hannie es un cielo —contestó, colocándose tras el viejo mostrador de madera.

La puerta volvió a sonar; esta vez se trataba de Margaret Clausen.

—Hola, Hannie, querida. Terence, me alegro de verte —había tanta timidez en ella como en una adolescente—. Esperaba encontrarte aquí.

—Acabo de llegar —contestó él entre dientes, azorado.

—Me alegro —le arrulló Margaret.

Hannah comprobó divertida que su padre enrojecía de vergüenza, y se le ocurrió pensar que quizás Margaret hubiera estado montando guardia en la calle, esperando el momento en que su padre volviese del banco para entrar en la tienda.

Hannah le dio su cambio a Marilou y metió el interruptor en una bolsa marrón de papel.

—Si tienes algún problema, llámame.

—Gracias, lo haré.

Marilou miró con curiosidad a los tortolitos y Hannah se encogió de hombros suprimiendo una sonrisa. Le gustaría que algún miembro de su familia disfrutase de un final feliz, y en aquel caso, saber que su padre estaba bien atendido le daría la tranquilidad suficiente para poder seguir adelante con su sueño. Incluso si ese sueño la llevaba hasta Montana, aunque nadie la había invitado a hacerlo.

—Gracias de nuevo, Hannah —dijo Marilou—. Me alegro de verla, señorita Clausen. Y a usted también, señor Jansen.

Hannah se dio la vuelta para colocar en su sitio los interruptores que había estado mostrando a Marilou, y al oír de nuevo el timbre de la puerta, pensó que se trataba de la joven que salía.

—Terence, querido, me estaba preguntando si tú… y Hannah también, por supuesto, querríais venir a cenar esta noche. He preparado otro pastel de melocotón y he pensado hacer otra vez esa salsa que tanto te gustó con los espaguetis.

—Pues… supongo que no hay inconveniente.

Como si no hubiera estado yendo a cenar a casa de Margaret prácticamente todas las noches desde su vuelta de Chicago.

—Gracias, Margaret —contestó sin volverse—, pero tengo que trabajar en mis diseños.

Un trabajo que no había podido realizar por sus obligaciones en la tienda. Pero su padre no tardaría mucho en retirarse, y ella se aseguraría de que vendiese la tienda. Ahora tenía su propia carrera, un futuro del que ocuparse…

—Hannie, cariño, ¿quieres ocuparte de este señor?

«Claro, ¿por qué no?», se dijo con cierto resentimiento. Ahora que la vida amorosa de su padre iba viento en popa, apenas tenía tiempo para ocuparse de la tienda.

Al darse la vuelta hacia el mostrador, se quedó sin respiración primero, y después experimentó un placer tan agudo y tan dulce que la felicidad le transpiró por todos los poros de la piel.

Movió los labios, pero no salió un solo sonido de su boca.

—¿Señor Jansen? Soy Holt Janson… con o —dijo, dirigiéndose a su padre con el sombrero en la mano—. Me gustaría llevarme prestada a su hija para los próximos sesenta o setenta años.

—¿Perdón?

—¡Qué romántico! —suspiró Margaret.

Hannah lo miró atónita.

—¿Qué es lo que has dicho?

Holt dejó una bolsa con compra de supermercado sobre el mostrador.

—¿Podríamos ir tú y yo a algún sitio a charlar un rato? Llevo una tarrina del mejor helado de chocolate aquí dentro.

Hannah sonrió al recordar el abastecimiento de preservativos de Holt. Y aún más al recordar cuántos habían usado.

—Chocolate… mi sabor favorito.

La sonrisa de Holt le aceleró el pulso.

—Sí, lo sé.

—Hannie, cariño, falta una hora para el cierre. No puedes irte y…

—Margaret te ayudará con la tienda, papá. Hay algo que tengo que hacer.

—Me encantaría ayudarte, Terence. Puedes enseñarme cómo funciona la caja registradora y cómo…

Sin preocuparle lo más mínimo si la tienda tenía que cerrar una hora antes del horario de cierre, o si tenía que cerrar para siempre, Hannah no esperó un momento más. Con el corazón golpeándole en el pecho, bordeó el mostrador y juntos salieron por la puerta. Holt le dio la mano; tenía los dedos fríos del helado. Fríos y fuertes. Muy fuertes.

—¿Hay algún sitio tranquilo en el que podamos hablar?

—Hay un parque al lado del río. No está lejos.

Las pocas personas que caminaban por la calle a aquellas horas los miraron con curiosidad. Los vaqueros no eran precisamente habituales en Crookston, al igual que tampoco era normal ver a Hannah caminar sobre nubes.

—No esperaba volver a verte —dijo, casi en un susurro.

—No podía dejar de venir.

Sus palabras hicieron que Hannah se separara unos cuantos centímetros más del suelo. Otro comentario como ese y flotaría tan alto que podía no volver a bajar nunca.

El día era caluroso y húmedo, pero bajo los gigantescos arces del parque corría una suave brisa que partía de las aguas del río. Las hojas se mecían suavemente, por contraste al pulso errático y salvaje de Hannah.

Dejó la bolsa con el helado sobre una de las mesas, se apoyó contra la áspera madera de la mesa y colocó a Hannah entre sus piernas.

—Dios mío, Hannah… te he echado tanto de menos.

Su beso fue tan dulce y tan apasionado que Hannah temió derretirse. Con Holt, derretirse hubiera sido llegar al paraíso.

Era como si hubieran estado años separados y no sólo unos cuantos días. Era como si su otra mitad, esa parte de sí misma que tanto tiempo llevaba buscando, hubiese aparecido de pronto, y estuvo a punto de echarse a llorar de felicidad.

—Soy un poco lento, Jansen, pero al final me he dado cuenta de todo.

—¿De todo?

—Minnesota es la tierra de los venados, ¿no?

Ella había pensado en hacer el amor apasionadamente, en comprometerse con él para toda la vida, ¿y a él sólo le preocupaba su ganado?

—Supongo –concedió con cautela.

—Entonces puedo criar todos los venados que quiera aquí mismo, en Crookston.

Hannah frunció el ceño.

—¿Y qué pasa con tu rancho?

Todas esas maravillosas colinas que le había descrito, las praderas de flores en la primavera, las terribles ventiscas del invierno. El olor de la tierra que amaba.

—Lo venderé y me compraré algo aquí. Los venados son venados, se críen donde se críen.

—Pero ¿por qué ibas a querer vender algo en lo que has trabajado tan duro? Ese rancho es tu vida.

Entonces fue Holt quien frunció el ceño, y enmarcando su rostro con las manos le dijo:

—Tú eres mi vida, Hannah Jansen. Te quiero, y si tú me quieres, seré el granjero más feliz del mundo. No puedo pedirte que vivas en un rancho tan aislado del mundo como el mío, en el que no tendrías a nadie con quien hablar, excepto unos cuantos vaqueros contratados, y ninguno de ellos demasiado guapo. Te aburrirías como una ostra. Además, tienes un negocio del que ocuparte.

—¿Tienes teléfono en tu casa?

—Claro.

—¿Y electricidad?

—Por supuesto. Y para cuando nos quedamos sin luz, lo que suele ocurrir con cierta frecuencia, sobre todo en invierno, tengo un generador.

Hannah rodeó su cuello con los brazos y enredó los dedos en los rizos de su cuello.

—¿Y no se te ha ocurrido pensar que si puedo llevar mi negocio de diseño desde Minnesota, también podría llevarlo desde Montana?

—¿Ah, sí?

—Lo único que necesito es mi mesa de dibujo, un teléfono, un fax para poder hacer los pedidos, y suficiente electricidad como para poder enchufar mi máquina de coser. Y además, ahora que Jonas tiene la exclusiva de mis diseños, un medio de transporte rápido para poder desplazarme a sus oficinas cuando él quiera.

—¿Eso es todo? —una expresión de alivio y confianza iluminó su rostro—. Puedo ofrecerte todo eso —dijo, e iba a besarla cuando ella le plantó las manos en el pecho.

—Espera un momento.

—¿Qué ocurre?

—Pues que no soy una chica fácil, ya sabes, y no pienso marcharme con cualquiera a Montana. No sin alguna garantía.

—¿Qué garantía? Acabo de decirte que te quiero. ¿Qué más necesitas? Nos casaremos…

—¿Ah, sí? –ladeó la cabeza—. Pues me gustaría que me lo pidieras debidamente, si no te importa.

—¿De rodillas?

—No estaría mal para empezar.

—¿Con un anillo? —su sonrisa parecía picaruela—. Voy a revelarte un secreto, preciosa. Ese helado de chocolate es especial. Dentro hay un anillo de brillantes que te va a quitar el sentido.

Hannah abrió los ojos de par en par.

—¿Has traído cucharas?

—Por supuesto. Dos. Y de las más grandes.

Riéndose, Hannah sacó la tarrina de chocolate y hundió la cuchara en el helado con deleite. Jamás se había imaginado que el chocolate pudiera traerle tanta felicidad. Pero tampoco se había imaginado que un vaquero de Montana pudiese ser la razón de esa felicidad.

—Por cierto —dijo, mirándole a los ojos—, ¿te he dicho alguna vez que te quiero?

—Es que ya lo sabía yo. Sam Spivak me lo dijo. Lo que ocurre es que tardé un poco en terminar de creérmelo y en darme cuenta de que yo también te quiero.

Entonces sí que se besaron, y su sabor era el de la mezcla del chocolate y de la esencia pura que era Holt Janson.

Vagamente, en la distancia, oyó la sirena de los bomberos, y mentalmente ahogó un gemido. Tenía el terrible presentimiento de que el proyecto de Marilou no había salido tan bien como ella esperaba.

Pero en lo único que podía pensar en aquel momento era en que muy pronto iba a cambiar la e de su apellido por una o, y eso la hacía la mujer más feliz de la tierra.z