Imagina que tienes treinta y dos años, te encanta trabajar en tu mesa con vistas a nada más que árboles y que la madera del tercer peldaño siga crujiendo para avisarte de que él está a punto de entrar.
Luego piensa que da igual lo que lleves puesto. Es demasiado probable que te lo quite al poco de entrar, prometiéndote que hará que merezca la pena.
Por último, asume que no importa cómo de altiva finjas ponerte si te interrumpe. Lejos de frenarlo, eso solo lo hará desearte más. También que Godzilla ha aprendido a abrir la puerta de la habitación y debéis encerrarlo en el baño si no queréis acabar siendo tres en la cama, el suelo o el sofá.
Entretenido, ¿verdad?
Pues esa es mi realidad. Una en la que me aseguro de tener los ojos lo más abiertos posible para no perderme ni un solo instante, aunque a veces todavía tenga que pellizcarme para cerciorarme de que, pese a que se sienta como un sueño, estoy despierta. En todos los sentidos.