—El desconocido que sabe más de lo que dice—
Me despierto en cuanto los primeros rayos de sol calientan mi cara. En lugar de moverme buscando el reloj de mi mesita, me quedo completamente inmóvil, tratando de que la neblina del sueño desaparezca del todo y recuerde por qué hay unas piernas —demasiado largas y suaves como para ser las patas de Thunder— trenzadas con las mías.
La revelación llega al mismo tiempo que el sonido estrangulado de una queja a mi lado.
Lizzy.
Me quedo quieto, manteniendo mi respiración constante y tranquila. Es evidente que también está despierta, aunque seguro que menos espabilada que yo gracias a una buena resaca. Casi puedo escuchar los engranajes de su cabeza girando, tratando de recordar, pero mucho me temo que el tequila se haya quedado con la mayoría de su noche de ayer.
Casi me compadezco de ella; casi.
Y puede que lo hubiera hecho, pero la erección matutina que está a punto de rozar con su muslo desnudo me ha dado cosas un poco más inminentes por las que preocuparme. Me ahorra tener que moverme al ser ella la que desliza su cuerpo lejos del mío con bastante menos sigilo del que imagino le gustaría.
Eso definitivamente no ayuda.
Tampoco a ella a huir, porque no sé qué mierda hace, pero un segundo está poniéndome cardíaco deslizando sus piernas entre las mías y, al siguiente, soltando una maldición.
—¡La madre que...!
Supongo que el sonido de su cuerpo contra la madera es lo único que necesito para hacerme una idea de qué ha pasado. Agitando la cabeza, me incorporo y gateo sobre la cama hasta conseguir asomarme para verla.
Y, madre mía, ¡qué visión!
¿Se puede ser ridícula y sexy al mismo tiempo?
Por la forma en la que mis labios se estiran encontrándola espatarrada mientras algo palpita dentro de mis calzoncillos, sí, Lizzy puede.
Tiene los ojos fijos en mí, confusos y desconfiados, y por mucho que sienta que quiere desintegrarme con ellos, no puedo evitar que mi sonrisa se ensanche. Seamos sinceros, ¿quién podría sentirse intimidado por alguien en bragas y sujetador, con la cabeza encajada entre las patas de la mesilla, el culo en el suelo y media pierna todavía sobre el colchón? Yo desde luego no, mucho menos cuando se le escapa un jadeo que suena a muchas cosas, pero ninguna de ellas dice «asustada».
¿Será que sí recuerda?, me pregunto alzando una ceja.
Puede que no se acuerde de nuestro beso, ni de la forma en la que escondió su cara en mi cuello o se durmió sobre mi pecho, pero por el modo en el que su rostro se descompone, estoy seguro de que sí recuerda con claridad qué la llevó hasta la barra de Monty’s.
—¿Lizzy?
Parece que el mundo se detiene por unos segundos, que ella y a lo que sea que ese nombre la ha llevado lo detienen, pero cuando estoy preparado para preguntarle, se recompone levantándose con dignidad y la máscara de suficiencia más que bien colocada.
—No me llames así —bufa apretándose las sienes.
—¿No es tu nombre?
—Mi nombre es Elizabeth. Aunque no es como si necesitases saberlo.
Con resaca o no, vestida o no, esta Elizabeth se parece mucho más a la estirada que ayer despotricaba en la barra que a la que agarraba mi mano para apartar los malos sueños.
Me levanto de la cama y recojo mis pantalones del suelo ignorando lo que su actitud ha dejado de mi erección. Se ve que a media noche el calor pudo conmigo y me desvestí de forma inconsciente.
—Este es un pueblo pequeño, y si vas a quedarte...
—No me lo recuerdes.
No me gusta esta Elizabeth. Bueno, en realidad sí me gusta, al menos ese cuerpo con curvas que se estira orgulloso con las manos en las caderas frente a mí mientras me abotono la camisa, pero su dueña, ahora mismo, no me cae demasiado bien.
—Estoy casi seguro de que nos encontraremos.
Por no decir que cuando se le estropee el microondas seré yo quien venga a cambiarlo, o que esas sábanas en las que va a estar durmiendo los próximos meses en realidad son mías.
—Y yo de que podremos ignorarnos.
¿De verdad ayer sentí en algún momento que había algo de fragilidad en ella?
Recuerdo sus dedos apretando los míos, su voz dolida, y solo por eso decido darle una oportunidad más.
—Oye, empecemos de nuevo. Mi nombre es...
—Desconocido de esta semana —dice con una mueca—. Lo que sea que pasó ayer no se va a repetir, ¿de acuerdo?
¿Lo que sea que pasó ayer? Bueno, querida Elizabeth, todos podemos ser unos chulitos impertinentes.
—¿Nada de lo que pasó ayer? —pregunto haciéndome el interesante—. Juraría que algunas cosas te gustaron bastante.
Parece pelear con su cerebro por algo de información, y es evidente que podría asegurarle que estuvimos follando en el balancín de la entrada con todos los vecinos mirando y no tendría más remedio que creerme. Esto puede resultar divertido.
—Mira, eres muy mono, pero...
—¿Soy muy mono? —cuestiono entre jocoso e indignado—. ¿Como los vídeos de gatos o la ropita de bebé?
—Más bien como un universitario con el traje de su graduación y un poco de barba para parecer más mayor —responde sarcástica.
—¿Y funciona? —pregunto pasándome la mano por la cara.
Puede que sea una estirada un poco estúpida, pero hay que reconocer que tiene su punto, y hasta me pone la desenvoltura con la que trata de librarse de mí.
—No lo suficiente como para que no te pida que te vayas ya de mi casa y te olvides de la dirección.
—Si tú supieras... —murmuro recogiendo mis zapatos.
Oigo sus pies descalzos seguirme por el salón y, por un instante, viendo un par de maletas abiertas sobre el suelo y su portátil en la encimera, estoy tentado a decirle la verdad. De hecho, llego incluso a detenerme y girarme para enfrentarla, pero es entonces cuando mis ojos encuentran unos cuantos diseños esparcidos sobre la mesa y todas las piezas encajan.
Por qué está en el pueblo.
Por qué Rose pensaba que sabía quién era.
Oh, joder, esto de verdad va a ser divertido.
—¿Te has olvidado algo? —pregunta frunciendo el ceño.
—No, es solo que creo que tienes razón.
—No lo dudo, pero ¿podrías ser más específico?
—Lo de ayer estuvo más que bien, todas las veces —matizo con un guiño rápido—, pero quizá sea mejor que nos evitemos el uno al otro.
—Tranquilo, prometo no ir en tu busca —contesta con cierta condescendencia.
Recorro la distancia hasta la salida mordiéndome la lengua, pero cuando abro y pongo un pie en el porche recuerdo el beso, y las palabras con trampa salen solas.
—Supongo que si acabas haciéndolo sabré que has conseguido recordar y vuelves a por más.
Y una parte de mí quiere que se acuerde y me busque, que veamos qué pasa sin todo ese tequila de por medio, pero la otra, la que acaba de lidiar con la bruja rubia que me mira queriendo empujarme a la calle, lo único que quiere es tener una baza más con la que torturarla cuando volvamos a vernos. Porque lo haremos. Vaya si lo haremos.
—Puedes esperar sentado.
Y con un giro de muñeca, empuja la puerta para cerrarla en mis narices.
Bajo los escalones del porche demasiado sonriente pese a que debo de ser el único del pueblo despierto tan pronto.
—No me va a hacer falta la silla.