—Elizabeth—
Me quedo mirando esos ojos azules que me son tan familiares sin saber qué decir. Supongo que siempre he sabido que este momento era inevitable, que antes o después se produciría el reencuentro, pero, como con tantas otras cosas, lo he ignorado y he seguido adelante.
Tal vez ese sea el problema, todo lo que has decidido ignorar para seguir adelante.
—Había oído que estabas de vuelta, pero me resistía a la idea de que estuvieras por aquí y no saberlo por ti.
Aunque pueda parecerlo, no es un reproche. No puede serlo cuando en su rostro veo la misma actitud tranquilizadora y comprensiva que tenía siempre mientras me decía una y otra vez: «No tienes que contármelo, solo deja que esté contigo».
Y es que muchas veces las miradas, el tono, dicen mucho más que las palabras. Por eso sé que Jo se muere por decirme que todo está bien, que lo entiende; porque ella siempre lo hizo, aunque muchas veces, como ahora, yo no mereciera tanta indulgencia. También por abrazarme, pero no lo hará, porque mi respuesta suena lo bastante débil como para saber que ya me siento lo suficientemente avergonzada. Si alguien conoce mis barreras es Jo, que estuvo a mi lado mientras coloqué cada ladrillo. Porque si yo dejé de ser una cría demasiado rápido, Jo se empujó a crecer todavía antes para sostenerme.
—Yo también me he resistido bastante a la idea de estar por aquí.
Es curioso cómo hay personas a las que puedes estar media vida sin ver pero a las que siempre estarás conectado. Con las que no necesitas explicarte para entenderte porque te conocen hasta lo más hondo, hasta tu parte más oscura y profunda, esa en la que ni tú mismo te atreves a mirar. También porque siempre sacan lo mejor de ti, incluso aquello que mucha gente ni sabe que tienes.
Jo es esa persona para mí.
Por eso me fui de aquí sin mirar atrás; ella era un recuerdo de todo lo que tenía que olvidar.
Por eso ella te dejó marchar, porque sabía cuánto necesitabas hacerlo.
Echando un vistazo al par de recipientes que hay en el suelo, cerca de sus pies, se muerde el labio para intentar no reírse. Siempre ha sabido llevarme mejor que nadie, evitar las confrontaciones, el exceso de sentimentalismos que, como no sé cómo enfrentar, acaban poniéndome a la defensiva. En eso, Cameron me recuerda mucho a ella.
—Escuché que no abrías la puerta cuando alguien se presentaba aquí con comida, así que me he dejado los pasteles de boniato en casa —afirma encogiéndose de hombros—. De todos modos, la cocina sigue sin ser lo mío, así que mandarte al hospital como regalo de bienvenida no me parecía el mejor reencuentro.
Mis labios se estiran en una sonrisa coordinada con la suya.
¿Cómo en apenas un minuto puedes sentir que no llevas trece años separada de otra persona?
¿Cómo, a pesar de que ya no somos dos adolescentes, puedo imaginarnos sentadas en el banco escondido del parque Lincoln, fumándonos un cigarrillo y criticando a la señora Fitzpatrick, nuestra amargada profesora de Literatura?
Porque hay amistades que son como cactus, resisten y resisten, se agarran a la tierra y se mantienen vivas, aunque es cuando las mimas cuando de verdad prosperan.
—Como no estoy segura de que el resto opine lo mismo —admito agachándome para recoger la comida que otro vecino anónimo ha dejado en mi puerta—, vamos a poner esto en cuarentena.
Finge parecer perpleja, y eso provoca que sonría más, porque me trae recuerdos de las tardes bajo las gradas del campo de béisbol del instituto, cuando me encantaba Neil Summers, el pitcher[2] de nuestro equipo, y ella no paraba de burlarse de mi obsesión por él poniendo caras como la de ahora.
—¿Estás diciendo que no te has comido nada de lo que han ido dejando en tu puerta?
Suena tan similar a aquellos «¿Estás diciendo que porque sabe lanzar la bola como un profesional también tiene que saber besar como tal?»...
—¿Crees que soy tan estúpida como para rechazar un buen pastel de carne? —cuestiono olisqueando uno de los recipientes—. Claro que si lo fui para que me gustase Neil Summers...
Porque resultó que sí, que besaba tan bien como lanzaba, pero también que, como con el béisbol, para llegar a ser de los mejores hay que practicar mucho, así que el mes y medio que salí con él estuve básicamente comiéndome las babas de medio instituto.
—Oh, no eres estúpida en absoluto, pero las dos sabemos que sí lo bastante orgullosa —asegura, suavizándolo con un guiño—. Y Neil... cambió mucho. Te lo digo yo, que acabé casada con él.
Oh, joder, eso no lo he visto venir.
Me he atragantado hasta yo.
¿Qué se supone que tengo que decir? ¿Que me alegro por ella? ¿Que espero que alguien le explicase el concepto «fidelidad» mientras preparaba sus votos?
Vamos a ver, ¿Neil y Jo? Pero si ella no podía ni verlo y a él... A él se lo llevó de aquí una universidad con una beca deportiva.
—Serás... —No hay un calificativo lo bastante ofensivo para la carcajada que suelta—. ¡Casi me lo trago!
—También te habrías tragado algo de Neil si no te hubiera abierto los ojos a tiempo.
Es genial. Necesitamos conservarla.
Si no fuera porque no lucimos demasiado parecidas a lo que éramos en aquella época, casi hasta podríamos fingir que somos de nuevo dos crías que se consideran más hermanas que amigas. Lástima que no lo seamos.
—¿Ahora también vienes a abrírmelos?
—Vengo a recordarte que si tú no quieres mirar, yo puedo volver a ver por las dos.
Y puede que Harper fuera más directa diciéndolo, pero el mensaje es exactamente el mismo, aunque mi reacción no. Esta vez no me quedo callada y avergonzada por no poder corresponder, esta vez me aparto de la puerta y la invito a entrar; a casa, sí, pero también «a mí». Porque a veces se construyen fortalezas para protegerse de lo de fuera, pero cuando te aíslas en ellas te das cuenta de que los peores enemigos los has dejado dentro, y no son otros que tú misma y tu soledad. Por suerte, Jo ya tiene mucha experiencia en lidiar con ellos, los conoció de primera mano hace ya muchos años.
—Me alegro de verte, de que estés aquí —dice dándome al fin un abrazo ligero pero sentido.
—Yo también me alegro de verte —admito estrechándola con un poco más de fuerza, pero soltándola enseguida.
Me mira con una sonrisilla, porque disfrazar las cosas serias de bromas siempre nos hace más fácil hablar de ellas.
—Pero no de estar aquí, ¿eh?
—Mi madre no me deja mentir —me justifico contagiada de su humor.
—¿Y te deja despreciar los regalos de sus vecinos? —pregunta avanzando hasta el sofá y acomodándose en él, lanzando una mirada a la comida que sostengo.
—Imagino que es una suerte que no esté aquí. —Soltando el pastel de carne, destapo las empanadillas todavía calientes y me dejo caer a su lado—. No le hubiera gustado verme tirar aquella lasaña que olía tan bien.
—¿De verdad tiraste una lasaña de Emmett a la basura?
No quiero ni preguntarle por qué sabe de quién era la lasaña, la ausencia total de intimidad en este pueblo es algo de lo que no necesito pruebas, por eso ni me preocupo por la respuesta que le doy y lo que pueda interpretar de ella. Estoy convencida de que no hay una sola persona en cien millas a la redonda que no sepa quién ha estado desayunando conmigo cada mañana.
—Fue culpa de Cameron. Es un manipulador de primera.
Y como si eso fuera a hacer que pareciera un poco menos bruja, le ofrezco las empanadillas justo después de llevarme una a la boca.
—Siento decirte que ni Cam es un manipulador ni tú una persona a la que se pueda manipular con facilidad —argumenta con cierto tonito aleccionador—, así que estoy por apostar que tiraste esa lasaña por puro orgullo.
Amén, hermana.
Lo peor de todo es que no está tan desencaminada.
—La primera vez que alguien llamó al timbre trayendo comida ni siquiera me molesté en recogerla del escalón en el que la habían dejado.
—No sé por qué no me sorprende —se burla hincándole el diente a una empanadilla—. Dios, Rose las hace cada vez más buenas.
—¿Son de la camarera de Monty’s?
Que no es que dude de su palabra, es que no recuerdo haber sido una persona ni medio amable con ella como para que no haya soltado hasta su último miasma en mi oportuno desayuno.
—Nadie más les pone cebolla caramelizada —explica entornando los ojos de placer al saborearla—. Pero no te vayas por las ramas y sigue.
Quizá haya algo más urgente que necesita saber.
—Creo que podría haber escupido dentro.
—¿Por tu desbordante simpatía con ella? —pregunta lanzándome una mirada elocuente—. Yo lo habría hecho. Ella posiblemente te haya puesto doble ración de cebolla y un poco de queso en polvo en la masa para que esté más sabrosa.
No es que no me fíe, pero suelto la que había probado sin mucho disimulo. No debería sorprenderme que mi espectáculo sea vox populi, pero...
—¿Es que no hay nada en este pueblo que no sepa todo el mundo?
—Nadie excepto Cam y tú sabéis cómo acabó la lasaña de Emmett en la basura, así que termina de contármelo. —Alzando una ceja, señala la empanadilla mordida que he dejado sobre una servilleta—. ¿De verdad no te la vas a comer?
Supongo que si ella está dispuesta a hacerlo es que no debe de estar envenenada y yo podría confiar un poco más en la bondad de la gente. En eso, o en que al menos son lo bastante inteligentes como para mantenerme alimentada en mi cueva y así ahorrarse ver en vivo mi maravillosa actitud de mierda.
Le doy un manotazo antes de que la alcance y me la meto toda entera en la boca.
—¿Contenta?
—Cómo no estarlo si casi me has escupido encima la mitad del relleno... —responde pasándose las manos por la cara y la ropa con algo de dramatismo.
Y después de unas cuantas quejas más, acabo contándole que el segundo día volvieron a llamar a mi puerta, no una, sino dos veces, pero yo seguí con la mirada fija en el ordenador, pretendiendo que no me crispaba los nervios que tratasen de cotillear poniendo como excusa la falsa amabilidad. Fue a la mañana siguiente cuando descubrí que el primer recipiente había sido sustituido por otro que contenía lasaña, y que además alguien había añadido unas galletas de avena y nueces. Y no, no fue porque me dignase a salir a por ellos, es que Cameron lo plantó en mi encimera cuando se presentó con el desayuno. El muy cretino calentó la lasaña mientras yo lo miraba sin entender qué hacía y, sirviéndose una ración, ese día desayunó lasaña con café. «¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó empujando un trozo hacia el tenedor con una de las galletas—. ¿Vas a dejarlo de vuelta en las escaleras ya empezado?»
Como Jo tiene razón y mi orgullo es más grande que mi inteligencia en algunas ocasiones...
En casi todas las ocasiones.
... cogí las galletas y la lasaña y las volqué en la basura. «Ale, ya me lo he acabado todito», dije con altanería, pero Cameron hizo como si nada, siguió comiendo y, sin mirarme, dio un par de palmadas en la cabeza de Thunder añadiendo: «A ver si hay suerte y mañana tocan costillas, ¿eh, amigo?».
No fueron costillas, ya ni recuerdo lo que fue, pero sí que lo recogí antes de que Cameron pudiera volver a jugármela. También que esa noche cené algo que no había enviado a Connor a comprarme por primera vez.
—La gente de este pueblo es realmente terca.
—Creo que sí. Después de todo, tú naciste aquí.
Y aunque sonríe al decirlo, esta vez el gesto no le llega a los ojos, así que supongo que incluso para ella es difícil hacer como si no hubiéramos sido extrañas todos estos años.
—Lo hice. Soy arquitecta. Una bastante buena.
Quizá parezca un dato pobre, una tirita demasiado pequeña para tanto silencio, pero si alguien puede valorar lo que significa, esa es Jo. Y lo hace, porque la satisfacción centellea en sus ojos cuando responde:
—Nunca dudé de que lo conseguirías.
Espera paciente a que decida qué más quiero compartir, y puede que mi incapacidad de demostrar afecto de una forma convencional pueda dar otra impresión, pero hay un logro que es más importante para mí que mi carrera profesional, y ella va a entenderlo.
—Tengo una familia.
Alarga su mano hasta que sus dedos rozan los míos y, tras dudar un segundo, los estrecha.
—Te la mereces. Tú y Maggie os la merecéis.
—Harrison es...
—¿Un buen padre? —ofrece para ayudarme.
Lo es. Con Harper; conmigo en la medida que le permito serlo. También es un maravilloso marido, pero no logro deshacerme de esa sensación infantil que tengo tan interiorizada de que, si lo admito, si digo lo importante que es para mí, lo protegida y querida que me siento por él, todo volverá a romperse.
—Lo admiro muchísimo.
—Elizabeth...
Siento la lástima que despierto en ella aunque pretenda camuflarla, el reconocimiento a la mella que sigue haciendo en mí el abandono, por eso me apresuro a hablar antes de que pueda decir algo que nos traslade al pasado.
—Y Harper es... Harper —explico sin poder evitar que mis labios se estiren al pensar en ella—. Creo que te gustaría.
—¿A quién no le gusta Harper Montgomery? —se burla con una risilla un poco nerviosa.
Se me olvida demasiado a menudo que mi hermana es una celebrity y el efecto que eso provoca en la gente. Solo que yo en ningún momento he dicho su nombre.
—¿Cómo sabes que...?
—¿Estás de broma? Harper habla a menudo de ti en sus redes, y yo se lo agradezco. Antes de eso era mucho más difícil seguirte la pista.
Bueno, parece que soy todavía peor amiga de lo que creía, porque yo nunca me molesté en intentar saber qué había sido de ella.
No podías mirar atrás. No te cargues con más culpa de la que mereces.
Sea como sea, no necesito profundizar en ello y sentirme todavía peor, así que me salgo por la tangente.
—Oh, no te dejes engañar por la cara de buena con la que sale en las revistas. Harper es una pesada que no se calla ni debajo del agua y una metomentodo. Eso sí, es tan asquerosamente guapa como parece, pero yo estoy convencida de que el universo será justo y envejecerá de forma prematura. Es tan ideal que ni siquiera vomita cuando se emborracha —digo chasqueando la lengua—. ¿Te lo puedes creer? Yo tengo aguante, pero ella... Es otro nivel, Jo. Y nunca admitiré haberlo reconocido, pero es que encima canta bien.
Ni siquiera me doy cuenta de que lo he soltado todo de carrerilla, de que podría hablar durante días enteros de Harper, hasta que veo la manera en la que Jo me mira. Feliz. Feliz por mí.
—Quieres a tu hermanastra.
Frunzo el ceño. No porque haya puesto voz a eso que yo no digo, sino porque no me gusta la palabra que ha usado. Así de extraña soy; no sé querer, pero no me gustan las etiquetas que pueden dar a entender que solo somos a medias; que Harper y yo no somos enteras la una de la otra.
—Mi hermana es mi persona favorita en el mundo.
—Me encantaría conocerla.
Y sé que no hay nada de fenómeno fan tras esa declaración, que es puro interés por mí, por mi vida y mi bienestar, y lo cierto es que, aunque con años de retraso por mi parte, ahora, sentada en este sofá, el sentimiento es mutuo.
—A mí me encantaría conocer a tus hijos. —Veo su confusión, la sorpresa y quizá una pizca de esperanza, así que me trago un poquito más de vergüenza y le cuento la verdad—: Te vi. Me crucé contigo, con vosotros.
Al fin un poco de valentía...
«Pues ojalá me la hubiera guardado, porque para ser alguien que huye de los sentimientos, el de culpa lo tengo demasiado bien interiorizado.»
Mientras su rostro cambia con aceptación, yo vuelvo a sentir ese ahogo que me atenazó al descubrirla en la acera de enfrente aquel día.
—Vaya.
Siento su decepción. Como si hubiera podido soportar todos estos años de silencio porque sabía que, aunque eso le dolía, a mí me permitía cerrar mis heridas. Pero yo acabo de reabrir la suya.
Si tan solo se hubieran curado... Si no te aferrases con tanta fuerza a las cicatrices...
Noto el desengaño poniendo rígido su cuerpo, y me apresuro a intentar justificar algo que ambas sabemos que no tiene justificación.
—Estaba enfadada, Jo. No quería estar aquí, no quería...
Levantándose, se estira la curiosa camiseta vintage como si arreglarse la ropa fuera una parte más de rehacerse por dentro, de recomponerse de lo que yo le he hecho.
—Supongo que no barajé la posibilidad de que tú no quisieras verme. Siento haberme presentado así. Yo... mejor me voy.
Es la primera vez desde que entró por la puerta que los años separadas pesan entre nosotras; que me planteo que quizá la Jo adulta no tiene por qué lidiar conmigo y con mis rarezas con buena cara como lo hacía la adolescente.
Pero te gustaría que lo hiciera.
«Sí, me gustaría que lo hiciera.»
Porque puede que hace años eligiera meterla en un cajón y no volver a mirar adentro, pero ahora estoy aquí, a su lado, y el cajón ya está completamente abierto, así que ¿por qué no sacar al menos las cosas buenas que se quedaron en él?
—No te vayas —pido alargando la mano y cogiendo la suya—. Me alegro de que estés aquí, de que hayas venido a buscarme.
No necesita mucho más que ese gesto desesperado para saber que no miento.
—Te creo. —Dando un par de toquecitos sobre mi palma, desliza su mano de la mía—. Pero tal vez necesitemos que seas tú quien venga a buscarme la próxima vez. Ya sabes dónde encontrarme.
Me quedo mirando la puerta durante casi un minuto después de que la haya cerrado tras ella.
Imagino que es lo justo; que una vez que Jo ha dado el paso, yo también debo demostrar que quiero caminar en la misma dirección, solo que ese «ya sabes dónde encontrarme» implica dirigirme directa al último lugar cerca del cual querría estar.