—Elizabeth—
Miro una vez más los planos esparcidos por la mesa mientras doy un sorbo a mi café. Sé que el proyecto es bueno, que he hecho un gran trabajo y que el señor Anderson va a estar más que complacido, pero no siento ningún tipo de emoción por ello; ni por lo que he creado ni por el éxito que sé de antemano que va a tener mi presentación de hoy. Suspiro con desgana y comienzo a reunirlos para enrollarlos.
—Y el premio para la reina en satisfacer las absurdas necesidades de empresarios pretenciosos es para...
—La loca de mi hermana, que tiene la costumbre, más loca todavía, de hablar con ella misma en voz alta.
Me vuelvo para descubrir a Harper despeinada y en ropa interior bajo el marco de las puertas francesas de mi despacho.
No es ninguna novedad que duerma en mi casa, pero sí que se levante a media mañana con aire de princesita consentida de los Hamptons que se ha corrido la juerga de su vida. Y que conste que no dudo ni por un segundo de la parte de la fiesta, aunque su forma ideal de divertirse se aleje hasta las antípodas de lo que el mundo se empeña en creer de ella.
—Perdón, no sabía que el listón de la normalidad estaba justo a la altura de pasearse por casas ajenas luciendo lencería.
—Nadie ha dicho que yo sea normal, pero al menos no me corono a mí misma —aclara con una chispa divertida en los ojos—. Estoy segura de que, si te dejo un poco más, podrías haber hecho incluso el discurso de agradecimiento.
—Claro que sí. —Llevándome una mano al pecho, miro mi taza de café como si fuera un Pritzker, posiblemente el galardón más prestigioso para un arquitecto, y aprieto los labios haciendo mi mejor esfuerzo por parecer emocionada—. Gracias al hormigón visto, al acero corten y, sobre todo, al ansia insana de cualquier hombre por demostrar que puede gastarse una cantidad absurda de dinero en un edificio más grande, más ostentoso y más innecesario que el de al lado. Vuestro falso recato a la hora de directamente sacaros los penes y medíroslos ha pagado mi maravilloso apartamento. —Limpiándome una lágrima imaginaria de la mejilla, alzo la taza cual Óscar de Hollywood y dejo que mi voz se rompa con dramatismo—. Gracias por condenarme a una vida sin creatividad ni opciones de crecimiento más allá del de mi cuenta bancaria, hacéis que cada día sea justo igual que el anterior.
Dejándose caer contra una de las hojas abiertas de la puerta, Harper se cruza de brazos observándome con perspicacia.
—Vaya. Guau. ¿Has hablado de eso con papá?
Me llevo la taza a los labios como si nada y la miro sobre el borde, evitando como siempre que la palabra «papá» salga de mi boca. Da igual cuánto sienta que Harrison es mi padre, esa palabra dejó de existir para mí hace demasiado tiempo.
—Hablar de qué, ¿de mis dotes para la actuación?
Avanza hasta alcanzarme y hace un gesto con la cabeza hacia los planos todavía extendidos sobre la mesa.
—De que odias lo que haces.
Frunzo el ceño y me vuelvo para seguir su mirada hasta mi proyecto, pero mis ojos se pierden en el par de bocetos a mano alzada que hay pegados en el ventanal delante de mi mesa.
Durante mis años de universidad, recuerdo dibujar a todas horas. Algunas veces, esbozos de grandes edificios como los que firmo ahora; otras, cosas en las que simplemente dejaba volar la imaginación. Como la enorme y pintoresca casa en un árbol cuyas líneas han atrapado mi atención. Como la que cuelga de un acantilado de una forma casi imposible y que se encuentra justo a su lado en mi ventanal.
—No odio lo que hago, amo mi trabajo, es solo que... no me gusta hacer versiones de lo mismo una y otra vez.
Hace un ligero asentimiento, aunque no parece nada convencida. Sus manos se deslizan sobre los planos, apartando unos y fijándose en otros. No estoy segura de lo que Harper puede ver, pero sé lo que yo podría detectar a cien kilómetros de distancia: apatía. No me malinterpretes, el trabajo es impecable y dudo que el señor Anderson plantee cambios en la propuesta que voy a presentarle, pero... solo es otro edificio más; sin chispa, sin vida tras sus acabados perfectos, sin una historia que contar.
Justo como su creadora, ¿no?
Fenomenal, ahora ya estamos todos metidos en la conversación.
Estoy aquí para servir...
Esa voz molesta que no sabe hablar si no es con sarcasmo, que se cree conocedora de todas las verdades humanas y divinas y poseedora de la razón universal —sobre todo en lo que a mi vida y mi persona se refiere—, es mi adorada voz interior. Sí, ese «adorada» plasma cuánto sintonizamos respecto al tema de la ironía.
Somos como gemelas siamesas interconectadas telepáticamente, Lady Mordaz.
En fin, puedes llamarla Patti —por Puñetera Arrogante Tocahuevos Tremendamente Indiscreta—, o ignorarla sin más, como hago yo la mayoría del tiempo.
Espero con paciencia el veredicto de Harper. Conozco lo suficiente a mi hermana, por mucho que no comparta ni un solo gen con ella, ni paterno ni materno, como para saber que sus pensamientos han viajado hasta nuestras elecciones de vida; tanto las que hemos realizado como aquellas que nos fueron impuestas. Finalmente alza la cabeza y, cuando sus ojos buscan los míos, en ellos hay demasiada comprensión como para que mi instinto de tomar distancia no se active.
—Siento ser repetitiva, pero... ¿has hablado de cómo te sientes con papá?
Por supuesto que no.
No lo he hecho porque creo que, en mi posición privilegiada, sería muy egoísta no valorar la parte buena de lo que hago y dejar que sueños adolescentes minen un futuro cómodo y seguro.
Comodidad y seguridad, la jaula ideal de cualquier mente creativa.
No lo hago porque, como hija del dueño de la empresa, aunque lo sea solo de corazón...
También por derecho desde que tu madre y él pronunciaron sus votos y pasaste a ser una Montgomery, por muy crecidita que estuvieras ya.
... no quiero ningún trato especial, tan solo hacer lo que se espera de mí, al igual que el resto de mis compañeros.
Mira a tu alrededor, querida.
Sí, sé que justo en este momento es bastante cínico que diga eso.
Solo a mí se me permite trabajar en casa y aparecer por la sede solo cuando tengo a bien dejarme ver o mi presencia es indispensable. Y quiero pensar que la certeza de mi hipocresía, de cómo me escudo en la respuesta fácil en lugar de ser del todo sincera conmigo misma, es lo que me hace responder a mi hermana como una auténtica zorra. Eso, y que mi tendencia a no enfrentar o airear abiertamente mis sentimientos y pensamientos me convierte en un puercoespín en modo autoprotección a las primeras de cambio.
—¿Le has dicho tú a tu madre lo que piensas de cómo manipula tu vida?
Eso ha sido desagradable y cruel incluso para mis bajos estándares.
En mi defensa diré que las palabras hasta se me han enredado en la lengua, por lo que me ha costado soltarlas, aunque eso no hace que resulten ni un poco menos afiladas.
—Vaya, sí que es un tema delicado si para eludirlo saltas a la yugular.
Y ojalá la lástima en su mirada fuera porque le he hecho daño y no porque sabe demasiado bien cómo soy; creo que me asfixiaría un poco menos.
—Mierda. Lo siento, Hardball.[1]
Puedo ser áspera como el esparto si siento que alguien roza mis muros, pero la disculpa es sincera. Por eso la he acompañado del tonto apodo que le puse hace años juntando sus dos nombres —Harper Valerie— de manera un poco libre por mi afición al béisbol.
Me sonríe y asiente sin rastro de reproche en sus ojos. Por eso siempre será mucho mejor persona y hermana de lo que yo seré jamás.
—No lo sientas; es la verdad. Sé que debería enfrentarme a mamá, o al menos alejarme de ella, pero sigo permitiendo que reviva sus años de gloria a través de mí, y lo más triste de todo es que ni siquiera sé por qué lo hago.
Suelto la taza sobre la mesa sin importarme si eso arruina alguno de mis planos y, aunque intuyo cuánto necesita un abrazo, opto por un gesto con el que me siento más cómoda: atrapo sus manos con las mías.
—Lo haces porque, cuando todo empezó, tú también amabas ese mundo. Pero en algún punto Amanda lo corrompió robándote el poder de decidir y algo mucho peor, la ilusión.
Suspira y entrelaza sus dedos con los míos, haciéndome creer que he conseguido aliviar un poco su carga poniéndole voz, pero nada más lejos de la realidad.
—¿Papá te ha robado la ilusión?
Tengo que apretar los labios con fuerza para luchar contra ese sentimiento que me trepa por las entrañas lleno de calor, un calor que nunca he sabido bien cómo gestionar. Incluso cuando el torbellino descontrolado en el que se ha convertido su vida está sobre la mesa, Harper es capaz de pensar en mí antes que en ella. Es su naturaleza, anteponer a otros, tener tanto corazón que podría curar la disfuncionalidad del mío con solo un latido, por eso me esfuerzo por dar un poco más de mí de lo que suelo encontrar seguro.
—No, Hardball. Harrison me ha dado todo: una familia, un hogar, a ti —afirmo tirando de ella y acercándomela tanto como mi carácter de mierda me permite—. Le dio a una cría con demasiada ambición y ninguna experiencia la posibilidad de llegar adonde estoy. No es su culpa que para trepar alto a veces haya que aligerar la mochila y dejar algunos sueños atrás.
Ni que perder de vista el suelo te urja tanto como para pararte a pensar si quieres seguir trepando.
Retirándose, Harper me mira a los ojos.
—A lo mejor no es tan bueno llegar muy arriba. A lo mejor es más bonito poder seguir soñando.
No sé si lo dice por ella o por mí, nos vale a ambas, pero nos hemos puesto demasiado intensas para mi nivel de tolerancia un lunes cualquiera a media mañana, así que rompo el momento soltando sus manos y mirándola de arriba abajo.
Harper es preciosa, dulce y una luchadora —de ahí el total sentido de su apodo—, pero lo que veo ahora mismo es a una chica sexy como el infierno al estilo Brigitte Bardot en pleno rodaje de Y Dios creó a la mujer. ¿Por qué ni su pelo parece un maldito nido?
La miro entrecerrando los ojos con un poco de rencor bien merecido.
Y una mierda «un poco». Pero no te culpo, que conste. Al menos no por esto.
—Estoy segura de que podría mudarme de este apartamento al ático si te sacase una foto ahora mismo y la vendiera al mejor postor.
Esa es su maldición; el «producto» en el que los medios y su madre han convertido a Harper Montgomery. Por suerte, es algo que todavía se toma con humor la mayoría de los días.
—También podría coger el ascensor y salir yo misma así a la calle.
Me dan ganas de reírme cuando la imagino saludando a unos cuantos fotógrafos a lo reina de Inglaterra con su conjunto excesivamente revelador.
—A partir de mañana sería tendencia ir en pelotas a trabajar.
—Ir guapa por dentro siempre es tendencia, Leli —afirma con tonito de resabidilla, usando mi no tan motivador mote. Luego se ajusta la cinturilla de las braguitas e imposta la cara de buenecita con la que a las revistas les encanta retratarla—. Además, no voy en pelotas.
—Sí para cualquiera sin dioptrías.
—¿Desde cuándo eres tan mojigata?
—Desde que no sé a qué labios mirarte cuando me hablas —afirmo haciendo que rompa en una carcajada.
—Supongo que entonces voy a tener que vestirme...
—Incluso ducharte —sugiero señalando el revoltijo sexy en su cabeza.
—... para ir a almorzar con mamá.
Contengo el aliento, fingiendo que esa confesión ha hecho tambalearse el suelo del apartamento.
—Oh, Dios, haber empezado por ahí. Creo que ese conjunto te queda ideal. Además, el amarillo es el color de la temporada.
—Te encantaría que me presentase así, ¿verdad?
—En realidad, lo que me encantaría sería ver la cara de Amanda si aparecieses así.
—Harper Valerie Montgomery, ¿es que quieres matarme de un disgusto? —dice imitando la estridente voz de su madre. Luego hace como que mira a su alrededor y esboza la sonrisa más exagerada y fingida que he visto en mi vida—. Sonríe, cariño. Nos están fotografiando.
Hago una mueca ante lo posible que me parece esa situación, y no me resisto a darle una salida, aunque sea una estúpida.
—Creo que tengo un bote de crema de cacahuete.
Harper es alérgica a algunos frutos secos, aunque por suerte no es una alergia fatal, «solo» se le pone la cara como una pelota de playa a la que han lanzado un kilo de tomates maduros y su respiración suena como el motor gripado de un coche de los ochenta.
—¿Y tentar a la suerte haciendo que aparezca aquí para buscarme?
Eso son palabras mayores.
No permitas que Belcebú llegue hasta nosotras.
Quiero a su madre en mi casa tanto como una enfermedad venérea, así que, aprovechando que hoy estamos más por la labor de bromear sobre el tema que de lamentarnos, pongo cara de horror y le señalo el pasillo.
—Ducha y ropa limpia ya. Te quiero preparada para salir por la puerta en veinte minutos como máximo.
—A eso lo llamo yo solidaridad de hermana. ¿No me vas a ofrecer ni un café?
Recojo mi taza y se la tiendo justo antes de comenzar a empujarla.
—Te puedes tomar lo que queda del mío de camino a la ducha.
Planta los pies en el suelo para oponer tanta resistencia como sea posible y me mira con ojitos suplicantes.
—¿Me puedo poner también uno de tus vestidos?
Ambas sabemos que solo bromea, así que le acaricio el pelo con condescendencia como si fuera una niña pequeña.
—Te haría falta crecer unos diez centímetros, a lo largo y a lo ancho, para que alguno te quedase bien, así que, pequeño Frodo, haz uso de ese armario que has ido llenando de tus cosas con bastante poco disimulo y sal de mi vista antes de que yo misma saque ese culo flaco a la calle, tapado o no.
—¿Pequeño Frodo? —cuestiona mordiéndose una sonrisa—. Eso es un golpe bajo.
—Tú eres baja. De ahí el problema.
—Eres cruel.
—Y tú un hobbit cuando no llevas tacones; uno que va a ir a almorzar en ropa interior como no se meta en la ducha en menos de medio minuto.
En sus ojos brilla la malicia, esa parte alocada y lanzada que todas esas personas que creen conocerla por unas cuantas fotos jamás llegarán a disfrutar, y me descubro riéndome incluso antes de entender por qué se lleva la mano a la espalda. Queda claro en cuanto se quita el sujetador y lo lanza sobre mi mesa.
—Puedes ser tan alta como el Empire State, pequeña Leli, pero por lo que pagarían por ver estas podría contratarte para construir uno nuevo.
Y, tirándome un beso, se vuelve y se va meneando su perfecto culo de forma exagerada.
Creo que me divertiría mucho más atrapada en la cabeza de Miss Modelitos.
La observo alejarse todavía riendo y, solo una vez que la veo desaparecer, me vuelvo hacia mis planos. Paso las manos sobre ellos, estudiando cada detalle, reconociendo la talentosa arquitecta en que me he convertido, al menos hasta que mis ojos se topan con el sujetador de Harper y, al apartarlo, me doy cuenta de que sus palabras se han hecho un sitio en mi cabeza.
Tal vez solo han ocupado el hueco que has tenido por un tiempo para ellas.
«A lo mejor no es tan bueno llegar muy arriba. A lo mejor es más bonito poder seguir soñando.»
A lo mejor...