—Cameron—
Cada pocos segundos compruebo que Liz siga pareciendo estar bien.
En cuanto ha bajado del viejo roble le he propuesto llevarla de vuelta a casa, pero se ha negado. Pese a que las ganas de sonreír y empaparse del bosque parecen habérsele quedado sobre aquella rama, atadas a lo que sea que la llevó muy lejos en solo un parpadeo, me ha exigido que sigamos. Así que, después de la parada improvisada, conduzco un poco más deprisa de lo que debería —y resulta cómodo por los baches— para tratar de llegar a tiempo.
—Oye...
Me lanzo a preguntarle si está bien, pero me corta antes de que pueda siquiera empezar.
—Sí —responde tajante con una de sus miradas.
—No sabes lo que te iba a decir.
—Sé exactamente lo que ibas a preguntar, y la respuesta es sí, o no estaría aguantando que llenases mi culo de moratones de la manera menos útil y placentera que se puede imaginar.
Divertido, tamborileo con los dedos sobre el volante por cómo parece que desearía haberse tragado la última parte y me muerdo la sonrisa, contento de ver que, aunque está volviendo a ser ella misma, arrogante y afilada, no se ha puesto a la defensiva. Casi lamento que estemos a punto de llegar.
—¿Y qué manera...?
—Calla y conduce —exige poniendo los ojos en blanco—. Y deja de mirarme cada dos segundos o voy a empezar a exigirte derechos de imagen.
Esta vez sí que me río, y ella se revuelve en el asiento, estirando los dedos y encogiéndolos sobre la piel desgastada. No es la primera vez que noto ese gesto.
—¿Y a cuánto se cotiza el vistazo? —insisto empujándola un poco más.
Me espero como respuesta desde un corte de mangas a una pulla tipo «Nada que tú puedas permitirte», pero la Liz de hoy parece decidida a sorprenderme.
—Lo del café y el bagel está muy bien, pero dado que hoy has visto más mercancía de la que deberías...
No sé a qué se refiere con «el café y el bagel», a no ser que sea una indirecta por haber dejado de llevarle el desayuno, pero no me resisto a interrumpirla para matizar lo otro.
—Por tu afán de exhibicionismo, no por mí.
—Lo que sea —concede con una mueca, aunque luego parece repensarlo—. O puede que justo por eso, por mi buena voluntad de... mejorar el paisaje —explica tras un segundo buscando las palabras—, creo que me merezco que me hagas la compra.
La miro confundido y, cuando me doy cuenta de que no bromea, que la pequeña bruja está usando sus bragas como excusa para que le llene la despensa, no puedo hacer otra cosa que carcajearme.
—No te lo crees ni tú —digo frenando y apoyándome en el volante.
Joder, estoy tentado a decirle que lo haría a cambio de ver lo que hay debajo de las benditas bragas. Que incluso le conseguiría cualquier mierda de estirada que se le ocurriera pedir solo por demostrar que «en este pueblo no parecemos haber cambiado de siglo», si pudiera meter los dedos o la lengua dentro de ellas, de ella. Pero no le compraré ni unas malditas galletas solo por lo endemoniadamente terca que es.
—No te mataría traerme una bolsa con unas cuantas cosas la próxima vez.
No, no lo haría, pero ya me aguanto bastante las ganas de pasar cada jodido día y llevarme toda esa comida que la misma gente a la que ella menosprecia deja ahí, como para encima fomentar más su insufrible encierro.
—Solo has salido de casa cuando yo te he sacado, ¿verdad?
Sé de sobra la respuesta, pero quiero que lo reconozca, aunque me recuerdo demasiado tarde que no debería subestimar su tozudez.
Estirándose un poco más en el asiento, cruza los brazos sobre su pecho.
—No me mires como si no supieras tan bien como yo que no me estoy perdiendo nada.
Lo único bueno que veo en su nueva burla es que parece como si esta vez la voluntad le temblase al soltarla.
¿Estará empezando a ablandarse? ¿A aflojar los grilletes que parecen retenerla dentro de ella misma?
Ojalá, pero como he hecho las veces anteriores, no me esfuerzo en llevarle la contraria, sino en demostrarle lo equivocada que está. De todos modos, para eso hemos venido hasta aquí.
—Hemos llegado —digo soltando mi cinto y abriendo la puerta.
—¿Vamos a ver más árboles? —cuestiona todavía con ese tonito molesto.
La ignoro caminando hasta la parte trasera, sabiendo que ella hará lo mismo y que las vistas le cerrarán la boca.
Estamos al otro lado del lago, pero desde aquí se pueden ver las máquinas paradas tras haber estado trabajando todo el día en los cimientos del hotel. Me apetecía enseñárselo. Creo que después del esfuerzo e ilusión invertidos le va a gustar verlo, y hacerlo me servía además de excusa perfecta para traerla a disfrutar del atardecer desde el mejor sitio posible. De ahí la prisa por llegar a tiempo.
Hago como que no noto la forma en la que sus ojos se agrandan viendo el sol casi rozando la línea del horizonte, y abato la portezuela trasera por si Thunder quiere bajar a correr un rato, aunque parece tan atrapado mirando a Liz como ella lo está examinando el entorno hasta dar con las máquinas y comprender adónde la he traído.
Me siento en la parte trasera, pensando demasiado tarde que debería haber cogido una manta, pero a Liz no parece importarle demasiado su vestido y, dando un pequeño salto, se sienta a un brazo de distancia de mí. Thunder lo hace justo a su lado, con la cabeza bien pegada a su regazo, y tengo que contener la sonrisa por la forma en la que los dedos de ella buscan su pelaje para acariciarlo casi de forma involuntaria.
No quiero presionarla, pero me muero por saber qué ronda su cabeza, aunque el gesto de su mano libre sobre sus lumbares y la forma en la que sus cejas se juntan hacen que mis prioridades cambien rápido.
—¿Te has hecho daño con el frenazo? —Niega con la mirada todavía perdida en el horizonte, dubitativa entre si fijarse en lo que será «su hotel» o en el descenso del sol—. ¿En el árbol? —insisto viendo que se empeña en no contestar.
—Esto es... Las vistas son...
—Las mejores del jodido mundo —confirmo muy consciente de que lo que yo contemplo es a ella.
En ese momento se vuelve hacia mí y, mientras sus pupilas se mantienen fijas en las mías como si tratasen de descifrarme, siento una cierta fragilidad o vulnerabilidad en ella que nunca antes había estado ahí; no estando sobria.
Dios, qué putas ganas de besarla.
Entonces se sacude de forma casi imperceptible y esa emoción en sus ojos desaparece a la vez que su voz pretende fingir despreocupación.
—Pasar horas con el bloc en el balancín del porche o en el sofá nunca ha sido la mejor idea para la espalda. —Me cuesta un segundo asimilar que es su respuesta a mi pregunta inicial, y luego se lanza a hablar como si cada palabra supusiera un poco más de distancia segura entre nosotros—. He estado dibujando tanto que incluso he pensado escribir a Harper para que empaque unas cuantas de mis cosas y me las envíe. Lápices, rotuladores, reglas, láminas... Todo eso que aquí no puedo comprar. Y esta vez no lo digo como una ofensa —se apresura a matizar—, sino porque de verdad son cosas bastante específicas y no creo que en ningún negocio del pueblo las vayan a tener.
—Puedes hacerme una lista y te las traeré de la ciudad. De todos modos, voy continuamente a por material.
Estirando el brazo, dejo que mi mano se pose al lado de la suya. Cerca. Lo bastante cerca para que mi meñique sienta el calor del suyo. Y el ansia de liarse en él, de convertirse en una jodida enredadera que se vaya apoderando de cada parte de su cuerpo hasta que solo seamos un gran nudo de extremidades, piel compartida y besos que trepan por todo el cuerpo.
Supongo que ella también lo percibe, el calor, quizá incluso las ganas, porque se retrae de la misma forma que lo hacen sus dedos forzándose en un puño.
—No tienes por qué molestarte. Necesito que me mande también mi mesa —afirma tragando, y sigue hablando de esa manera acelerada que no me cuadra mucho con ella—. No pensé que fuera a usarla mucho y ni me planteé traerla, pero como no parece que haga mucho más que diseñar, mejor hacerlo cómoda, ¿verdad? Aun así, te lo agradezco. Ha sido un gran detalle por tu parte. Y, ahora que lo pienso, creo que debería preguntarle a mi casera si tiene algún inconveniente en que mueva algunos muebles para colocar la mesa contra la ventana.
—Liz —intento que frene.
—La luz es mucho mejor así, ¿sabes? Aunque claro, también existe la posibilidad de que el sol moleste. Debería pensar bien en la orientación de la casa antes de...
—Liz —insisto posando mi mano sobre la suya. Da un respingo y, en cuanto sus ojos inquietos se fijan de verdad en mí, retiro la mano y miro al frente—. Te lo estás perdiendo.
Aunque intenta camuflar un suspiro, lo siento directo en la piel de mi cuello, pero me obligo a darle espacio. Al poco noto cómo su postura se relaja mientras ambos centramos toda nuestra atención en los tonos naranjas y rosados bañando todo lo que nuestros ojos alcanzan a distinguir.
—¿Sueles venir mucho aquí?
Apenas queda una pequeña porción de sol visible en el horizonte y, aunque es la parte más bonita del atardecer, me vuelvo hacia ella para ser tan sincero como lo fue conmigo en el roble.
—Vengo cada vez que me da miedo olvidar lo afortunado que soy por poder llamar a todo esto «hogar».
Cierra los ojos como si necesitase desconectar de todo para asimilar mis palabras, pero en lugar de abrirlos un segundo después y decir algo o simplemente ignorarme, deja que su cara caiga y pasa sus manos por ella.
—¿Crees que a estas alturas no sé que es jodidamente encantador? —gruñe no lo bastante bajo como para que no la entienda.
Me encantan sus rarezas, y esa costumbre suya de hablar consigo misma en voz alta es una de las que más.
Siento que las comisuras de mis labios empiezan a estirarse de tal forma que la puta sonrisa me va a partir la cara, pero Liz, que hoy parece empeñada en ser imprevisible, estampa sus labios contra los míos antes de que pueda asimilar el enérgico impulso de su cuerpo para alcanzarme.
Se supone que tendemos a magnificar aquellos recuerdos que nos agradan, pero aquel beso de borracha que me dio a la puerta de casa, incluso después de haberme brindado grandes momentos de inspiración manual, no le hace justicia ni por asomo a su verdadera manera de besar. Sus labios saben dulces, y su lengua es capaz de ser exigente y a la vez atraparte con la languidez de sus movimientos. Liz besando es... arrolladora y chispeante, quizá incluso algo burlona y arrogante. Liz es tan Liz besando como en todo lo demás.
Estamos tan perdidos en nuestro sabor que, sin pensarlo, vamos recostándonos hasta quedar medio tumbados en la parte trasera de la camioneta. Su cuerpo se presiona sobre el mío, recordándome todos esos sitios en los que necesito poner mis manos, mis labios, mi lengua. Es precisamente cuando siento sus dedos forcejeando con el botón de mis vaqueros y su boca volverse metódica, quizá incluso fría, cuando decido que, por mucho que desee esto, no lo quiero aquí; no «así».
Recreándome un instante en su labio inferior, la aparto ligeramente aprovechando que la cabeza de Thunder empieza a moverse demasiado cerca de las nuestras.
—Estás a punto de probar los besos de perro.
—Entonces acabemos dentro.
Mis dudas se ven reforzadas por la distancia que veo en sus ojos. Liz está excitada, pero también parece... desconectada. Y es justo por eso, por esa ansiedad que no se corresponde solo con el deseo, por lo que sé que no lo voy a hacer.
—Liz...
Me observa fijamente y su gesto se transforma en una máscara fría en cuanto asimila lo que trato de decirle. Incorporándose, baja de un salto de la camioneta y se recoloca el vestido mirándome más altiva que nunca. Esta vez su máscara y su distancia sí me molestan, y más porque sé que se las he puesto yo.
—Supongo que después de todo sí que haré esa lista de cosas para que me traigas de la ciudad. Creo que acabo de pagar por ellas.