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... pero salir jodidamente mal

—Elizabeth—

—Señorita Elizabeth, ¿quiere que paremos para que pueda tomarse un café o comer algo?

Levanto la mirada de la pantalla de mi ordenador y echo un vistazo por la ventana. Ni siquiera me he dado cuenta de cuándo nos hemos desviado a una carretera secundaria.

—¿Queda mucho?

Supongo que el viaje habría sido mucho más corto y cómodo si lo hubiera hecho en avión, porque digo yo que Sorpresilandia —como Harper llama a mi nuevo hogar temporal— no estará tan en el culo del mundo como para no tener algún aeropuerto medianamente cerca, pero solo hay una posibilidad real de que monte en uno de esos ataúdes metálicos de estabilidad dudosa...

Dudosa para ti. Al año viajan en avión más de cuatro mil millones de personas.

... y es que me droguen hasta la inconsciencia. Como no es legal del todo volar con un casi cadáver, el pobre Elliot tiene el cielo ganado conmigo y mis viajes de trabajo. Esta vez hasta hemos tenido que hacer noche por el camino; más de veinte horas en coche son demasiadas incluso para nosotros.

—Media hora como mucho.

—Entonces prefiero que lleguemos cuanto antes.

—Pero no comió nada cuando paramos a repostar. Tiene que estar hambrienta.

—Estoy demasiado nerviosa como para tener hambre.

Por eso me he mantenido ocupada todo el camino y apenas he levantado la mirada del ordenador. Por eso, y porque cada vez que mis ojos iban más allá descubría que no me gustaba demasiado la dirección que estábamos tomando.

—Relájese y descanse. Le vendrán bien las fuerzas extra cuando lleguemos.

No le doy importancia al consejo; poso la frente en la ventanilla y dejo los kilómetros pasar. Pero, a medida que los minutos corren, que nuestro destino se acerca, la familiaridad que me despierta lo que me rodea se me atora en el pecho a pesar de que han pasado trece años.

—Elliot, ¿cómo se llama el pueblo?

—No estoy seguro, señorita Elizabeth.

Eso no suena bien.

«No. Desde luego que no.»

—¿No estás seguro de saber hacia dónde llevas dos días conduciendo?

Las palmas de las manos comienzan a humedecérseme.

—Me he limitado a introducir en el GPS las coordenadas que me dio Adele de su casa de alquiler y a seguir las indicaciones.

Elizabeth...

«No.»

Trago con fuerza para intentar mantener la calma, pero, de repente, todo el secretismo está adquiriendo la forma de una bola de demolición que viene directa a por mí.

—Entonces mira qué pone en el GPS y dime adónde vamos —pido con un tono en el que ya no queda nada de cautela.

No sé qué me duele más, qué me hace más consciente del engaño, de la traición, si la lástima en sus ojos, o que mi nombre caiga de sus labios como una disculpa.

—Lo lamento, Elizabeth.

Y como si alguien quisiera burlarse un poco más de mí, el viejo cartel de madera aparece dándonos la bienvenida; ese que tuvieron que arreglar después de que le hiciera algún «retoque» con una brocha y un bote de pintura negra mi último año aquí.

Hogar, dulce hogar, Lizzy.