Antes de empezar
•Un dolor que me duele.
•Una larga y profunda desesperanza, un deseo de seguir aquí con los míos, en la casa, en las calles; luchar, ¿por qué claudicar?; unas pocas palabras, nunca las mismas, siempre deseosas, nunca quemadas, plagadas de angustia, desoladas, y a la vez, en busca de respuestas: “otra vez hoy, ¿cuándo mañana?”
•Una certeza incuestionable: “la muerte ha copado todo, crece dentro de mí. Me ningunea: sólo habla el dolor. Mientras vivo, ¿cómo saber cuándo se deja de existir?”
•Una realidad incontrovertible, “donde finaliza el yo sano empieza el yo enfermo”.
•Un cierre crudo, apoteósico, “no permitiré que la muerte me acabe antes de partir. Me quedaré con la vida, no con el dolor, no con el cuerpo roto, inservible, rasgado”.
•Una mirada ilimitada, unos guiños al ser amado, rodeados de tristeza, saturados de dolor, “unas palabras desde mi cuerpo: decir, antes de decir adiós, te amo”.
•Unas líneas, pocas, suficientes, descarnadas, “lo que digo no se escucha, lo que veo no me mira, lo que cojo entre mis manos escapa. ¿Mañana?, ¿la calle?, ¿café?, ¿crisparse ante la demolición del mundo? Lo mío ha dejado de ser mío. Sólo un último deseo: huir del dolor. No tolero más humillación”.
Palabras vivas, impregnadas de dolor y sabiduría, palabras que recuerdan y piden, palabras de todos los días:
—Estoy tranquila —dijo una niña con leucemia, lastimada por los procedimientos médicos habituales.
—¿Por qué? —preguntó el doctor.
—Cuando muera ya no tendré leucemia.
Si hay quien escuche, “un dolor que me duele”, la vida, aunque se nuble, no termina. En la Escuela del dolor ese y otros discursos son fundamentales: con el tiempo, con suerte, el dolor desaparece o se mitiga; años después, nuevas mermas, otras heridas, emergen. Enfrentarlas y sacarlas a la luz es prudente. Hablar con el dolor y de él es necesario. Granjear algunos imposibles facilita ordenar y hablar. El dolor es escuela, la enfermedad humilla. Quien logra construir una nueva vida a partir de sus lecciones, humildad la primera, es sabio.