Algunos significados del dolor

El dolor no es exclusivamente un acontecimiento médico. Dolor proviene del latín dolor, doloris, cuya raíz es el verbo latino doleré, que significa sufrir. Sufrir es una vivencia amplia; en su matriz acuna infinidad de situaciones individuales y sociales. El dolor es un suceso vital, grande e irresoluble en ocasiones, pequeño y efímero otras veces. De acuerdo con Epicuro, cuando hay oportunidad de saborear un placer conviene aprovecharlo, impregnarse de él. Al llegar los malos tiempos de la enfermedad y del dolor, el recuerdo del placer ayuda. Así mirado, las aflicciones, los cambios que interrumpen “lo normal”, lo previsible, son eventos que cuestionan al sufriente y lo obligan a preguntarse, a revalorar la vida previa, y a reubicar actos, movimientos, planes, sueños, valores e ideas acerca de la existencia y de la muerte. El dolor cuestiona primero y mueve después. El movimiento puede ser infinito. Son incontables las evocaciones que emanan del dolor. Así lo entiende X, mujer devastada por el suicidio de su compañero:

Todo llora dentro de mí. Una lágrima arrastra otra lágrima. Una lágrima deviene mil lágrimas. Sustituyen el lenguaje. Son palabras, tienen significados. Su voz es sui generis. Arrastran vivencias; miedo, alegría y tristeza son algunas. Las lágrimas nacieron junto con el ser humano. Su lenguaje es infinito, abigarrado, necesario. Para los bebés y los niños las lágrimas son indispensables; las cuencas rebosantes, las mejillas húmedas, las que escurren hasta la boca o bajan por la nariz conllevan mensajes. El lenguaje de las lágrimas antecede a las palabras. Las madres entienden mejor que los padres su significado. Esas lágrimas poseen ritmo, tiempo, reflexiones. Leerlas es tarea materna. Las nocturnas se refieren a la oscuridad, a la necesidad del calor de las manos; las diurnas evocan hambre, sueño. Cuando se trata de adultos amados o desamados el lenguaje de las lágrimas sigue otra cadencia. Lo mismo sucede con las que dan significado a la alegría, la tristeza, la emoción, el miedo.

Tras el suicidio de mi pareja —de mi vida— todo llora dentro de mí. Los ojos buscan y no encuentran. Las manos intentan tocar; no llegan, no alcanzan, las espera el vacío, el vacío profundo, ese del cual uno ha escuchado pero no ha reparado en él o no ha querido hacerlo; “es de otros, no de uno”, pensaba; “le sucedió a él, algo malo hizo”, me decía. Dolor y muerte zarandean —en algo semejan al desamor—: muestran las profundidades del vacío. Antes decía: “es de otros”, ahora digo: “es mío”. Antes no lloraba sin percatarme; ahora las lágrimas me alertan: Algo malo sucede. Cuando la muerte se apersona las fronteras se desdibujan, lo nítido desaparece, lo lejano se acerca. De repente, o quizá no tan de repente, los sucesos de otros dejan de ser ajenos, son de uno.

A nadie le gusta reflexionar en lo ajeno. Construimos cortinas, muros, esterilizamos el entorno. Mejor alejarse, no mirar, sesgarse, ¿para qué? “Es de otros, no de uno; ¿y cuándo uno se convierte en otros?”

El vacío aguarda, te envuelve. Un vacío infinito, un vacío más allá del vacío. Lloro por dentro. Una lágrima y después mil. Las lágrimas, aunque incontables, no anegan el vacío. El vacío es inmune. Nadie mira, nadie me mira. Mañana es lejos. Ayer es todo.

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El ser humano no podría existir sin dolor. Ni siquiera en la ficción es prudente dibujar personas libres de dolor. Se mira de otra forma y desde otro lugar a partir de él. Los cambios modifican a la persona, en ocasiones “para bien”, otras veces, “para mal”. Transcribo la voz de un enfermo, abogado y escritor: su lirismo evoca el dolor desde adentro, desde las entrañas:

La enfermedad me ha ayudado a descubrir mi alter ego. Dije adiós a mis enseres, a mis cosas. En Bhagavad Gita leí que el enemigo principal de la persona es el ego. La enfermedad desnuda, humilla, achica. Te despoja del yo, te muestra quién eres. Despojado, dejé al viejo yo, al soberbio alter ego, y olvidé las palabras huecas. Con la pluma, antes sana, ahora enferma, entiendo de otra forma la luz del amanecer. Cuando amanece, enfermo, frente a la luz del universo, regreso a mis entrañas.

En el arte, en cualquiera de sus formas, el impacto producido por el dolor en el proceso creativo es harto conocido. Para Friedrich Nietzsche el sufrimiento, al menos durante un tiempo, llegó a ser acicate: “nunca me he sentido más contento conmigo mismo que cuando he estado más enfermo, cuando he sentido el dolor más profundo”.

Evocadoras, por añejas y reales, son las observaciones vertidas por Robert Burton en Anatomía de la melancolía (1621):

La enfermedad, los achaques, trastornan a muchos, pero sin razón. Quizá pudiera ser por el bien de sus almas […] la carne se rebela contra el espíritu; lo que daña a la una, necesariamente ayuda al otro. La enfermedad es la madre de la modestia, nos recuerda que somos mortales, y al encontrarnos en medio de la pompa y la alegría de este mundo, nos da un tirón de orejas para que nos conozcamos a nosotros mismos. Príncipes, maestros, padres, magistrados, jueces, amigos y enemigos no pueden corregirnos por las buenas ni por las malas, pero una ligera enfermedad (al decir de San Juan Crisóstomo) basta para corregirnos y enmendarnos.

El dolor ubica. Le recuerda al ser humano que ni es inmortal ni es invulnerable; recordatorio que en muchos casos se traduce en movimiento, en creación. El dolor ubica: no es indispensable cavilar en la propia mortalidad pero sí deseable. “Algo”, quizá “algo bueno”, puede resultar a partir de ese trabajo. Algo, sin comillas, alejado de las propuestas rápidas y vacuas del “tiempo líquido” —Zygmunt Bauman dixit—, cuya imposición tiende a alejar al ser humano de su propio yo, de sus múltiples yoes y de los yoes de sus semejantes. ¿Cuántas personas se autodescubren al sufrir?, ¿cuántas puertas inimaginables, cerradas, abre el dolor? El dolor es un acontecimiento personal, en ocasiones imprescindible: al interrumpir el correr de la vida y la normalidad de los días, y mostrar cuán vulnerable es el ser humano, dialogar con uno es necesario. Hálitos impensables, fuerzas reprimidas y deseos escondidos emergen al lado del dolor. Un paciente, víctima de una enfermedad terminal, escribió:

El dolor ha sido mi maestro. Entre otros legados me ha enseñado dos cosas. Ignoraba ambas, o más bien, evadía afrontarlas. La primera es obvia: el cuerpo es una casa en constante reparación. Saberlo facilita confrontar enfermedades, muertes. La segunda no es tan obvia: el dolor, al mostrarte tu propia vulnerabilidad, mueve. Repasar tus quehaceres, lo hecho y lo no hecho, es imprescindible.

El dolor siembra. Incertidumbre y dolor transitan por senderos comunes. Su solución exige indagar, investigar. Paliar esos sinsabores requiere presencias, compañías, personas. Cuando se padecen enfermedades, la incertidumbre incomoda. Mejor una mala verdad que una verdad “a medias”. Mejor conocer el rostro del enemigo en lugar de imaginarlo. Quien afronta y vive su dolor y entiende los sucesos del cuerpo enfermo suele mejorar, o al menos encontrar algún consuelo; quien no confronta el problema padece más. Ser víctima del desasosiego propio de la incertidumbre es nocivo. Tocar a sus puertas y abrirlas acompañado es deseable.

El dolor significa y da significado; representa vida, tiempo, oportunidad, pérdida, ganancia. Quienes afirman que el dolor no sirve y es inútil se equivocan. Para quien sufre, además de abrirle puertas al doliente y revelarle resquicios desconocidos, el dolor le permite dialogar consigo mismo, con sus pares, y en algunas comunidades, sobre todo en países pobres o en sociedades marginadas, donde no se confía o no se puede acceder a la medicina, le abre el cobijo de los suyos. Esa suma ofrece un poco de alivio.

Apropiarse de la enfermedad y del dolor es prudente y necesario: el enfermo busca, se busca, pregunta, se responde y suple la mediocre relación contemporánea entre médicos y enfermos. En la medicina moderna el dolor no se atiende como es debido; el modelo médico se inclina por resolver la enfermedad y delega a un segundo plano a la persona. Antes del ser humano, los órganos; antes de la persona, la parafernalia tecnológica. Bien lo advirtió Michel Foucault en El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica (Siglo XXI, México, 1966). Para el filósofo, la medicina moderna inicia cuando los doctores cambian la pregunta: “¿qué le sucede?”, por la pregunta: “¿dónde le duele?” ¿Dónde le duele? minimiza la trascendencia del entorno, desprecia la historia de vida y le resta importancia a los avatares diarios del afectado. Separa el dolor físico de otras fuentes de agobio o preocupación. Minimiza las aflicciones de la persona y se centra en el dolor del codo o en las molestias abdominales. Han transcurrido más de cinco décadas desde las advertencias de Foucault. El panorama ha empeorado. Las distancias entre sus preguntas se han alargado. Imposible reconciliar ambos universos.

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El dolor encara múltiples facetas de la existencia. La persona, después de padecer, como sucede con los ríos de Heráclito, cambia. A diferencia de su lúcido hermano Prometeo (en griego, “pensamiento-adelante”), quien podía ver el futuro, Epimeteo (en griego, “que reflexiona más tarde”, “pensamiento-tardío”) veía con retraso los acontecimientos. Al desaparecer el dolor y mirar hacia atrás, las vivencias “después de” adquieren diversos significados: después de haber perdido, después de haber sufrido, después de haber mirado, después de finalizar la novela, después de abandonar el hospital… El dolor guarda una especie de sabiduría escondida; cuando se padece alguna merma la realidad se modifica, adquiere otros tintes, es “más real”. El dolor nos recuerda que existimos, que somos; en algo semeja a las enseñanzas de Epimeteo; mirar hacia atrás permite aprender y escribir y reescribir, “después de”.