Empatía, cuidado, compasión
Al hablar sobre dolor, la tríada compasión, empatía y cuidado es fundamental. Sumar esas cualidades define al ser humano “profundo”, aquel que se preocupa por sus congéneres y cuya vida se inscribe dentro de códigos éticos. Las interacciones entre compasión, empatía y cuidado hacen eco en Husserl: “El primer hombre es el otro, no yo”, y son también necesarias cuando se busca aligerar la angustia, por medio del viejo arte de acompañar.
Resarcir el malestar personal y social debería ser apuesta y obligación. De eso hablan todos: la mayoría de los políticos utilizando mentiras; los escasos ministros religiosos realmente comprometidos con su fe, entre ellos algunos con enormes y admirables compromisos, en ocasiones incluso pagando con su vida; los médicos por medio de sus artes (aunque muchos, lamentablemente, timan y engañan); los profesores con su sabiduría; los padres con su ejemplo; los periodistas con sus denuncias; los amigos con una palmada y prestando atención —bella cualidad ahora en extinción—, y los niños, cuyas sonrisas, caminares y preguntas son profundamente terapéuticos. El dolor personal o social es tema cotidiano, tan cotidiano como la vida. Así como es impensable el mundo feliz de Huxley, también lo es un mundo libre de dolor. Lo que en cambio no es impensable es atenuar el dolor de la persona —medicamentos, acompañar—, y el de la sociedad, sobre todo, disminuyendo las diferencias económicas que tanto humillan e imposibilitan cohabitar.
Han transcurrido muchos años desde que Fedor Dostoievski dejó asentado, en sus palabras, palabras que deberían ser nuestras, las bases, a partir de la literatura, de la ética y de la otredad. En Los hermanos Karamazov, Dostoievski clama: “Todos nosotros somos culpables de todo y de todos ante todos, y yo más que los otros”. Esa idea debería ser lema obligado en las escuelas primarias de todo el mundo. Un letrero dostoievskiano en los rellanos, en la dirección, en la puerta del gimnasio o en la cafetería del colegio sería buena pócima para inyectar ética. A partir de esa noción, los “dolores de la sociedad”, y de las personas, podrían confrontarse con otras armas gracias a valores éticos y a principios comunitarios. Aunque éste no es el espacio, robo —me robo— unas palabras: bien valdría la pena hacer de la ética laica una religión sin religión, un culto sin dioses, un compromiso personal primero, social después, en cuyo seno se inscriba la tríada compasión, cuidado y empatía como pilares para confrontar el dolor individual y el del mundo. Releo a Dostoievski. Viajar con una dosis de culpa, autoimpuesta, permite significar al otro, a los otros, a su rostro —como decía Lévinas—, a los dolores corporales y comunitarios. ¿Quién dijo: “Afirmo sólo por el hecho de comprometerme”? Busco en mis libros, en la red. No tengo éxito. Pregunto a mis amigos. No saben. Después de unos días le apuesto a la memoria: ¿fue André Malraux?
Ni la alteridad ni los principios básicos de la ética son antídotos contra el dolor, pero buena parte de los “dolores de la sociedad”, llamémosle pobreza, inequidad, injusticia, insalubridad, muertes prematuras, fallecimientos por hambre, carencia de agua potable, prostitución infantil y un largo etcétera, podrían atemperarse a partir del binomio otredad y ética. No sobra subrayar que los “dolores de la sociedad” son primero cánceres comunitarios —pobreza, narcotráfico, corrupción e impunidad—, y después, al diseminarse, razón de otros tipos de dolor individual —muertes por falta de medicamentos, fallecimientos por abortos en casa, suicidios por desempleo—. Regreso: sumar ética y otredad no curan, pero sí palian al ser y al mundo. Con frecuencia cito a Samuel Becket. El diálogo siguiente resume el mundo (me resume):
Cliente: Dios hizo el mundo en seis días y usted no es capaz de hacerme un pantalón en seis meses.
Sastre: Pero señor, mire el mundo y mire su pantalón.
Cuando la enfermedad de la sociedad contagia al individuo los remedios deben ser grandes remedios. Ejercer las obligaciones de la otredad, y de la ética laica, podría contrarrestar las mermas que la enfermedad comunitaria le produce al individuo así como las fracturas que el individuo enfermo le produce a la comunidad. Esa bidireccionalidad, donde la sociedad enferma daña a la persona y el individuo enfermo daña a la comunidad, es signo de nuestros tiempos. El reto es inmenso: interrumpir el flujo nocivo, enmendar, cortar la retroalimentación no voluntaria entre sujetos dañados y comunidad incapaz de abrigar es necesario.
Gracias a la tríada compasión, empatía y cuidado es factible entender algunas razones del dolor. Si la compasión se ejerce con sapiencia, familiares, médicos y enfermeras deben intentar comprender las sensaciones y experiencias de los pacientes para así responder a sus demandas. La compasión, explican Tom L. Beauchamp y James F. Childress en Principles of Biomedical Ethics (Oxford University Press, 6a ed., 2009), no debe confundirse con la empatía, ya que “la empatía no siempre presupone compasión”. Los autores subrayan que algunos artículos médicos, y otros dedicados al cuidado de la salud, se enfocan, en la actualidad, a la empatía y poco a la compasión, lo que puede devenir un “error al considerar que la empatía por sí sola es suficiente para humanizar la medicina”. Ese concepto debería extenderse hasta abarcar, en la medida de lo posible, a las personas vinculadas con el dolor de los otros de Lévinas, de enfermos por enfermedad, y de enfermos por culpa de los males de la sociedad.
En Memoria del mal, tentación del bien. Indagación sobre el siglo XX (Península HCS, Barcelona, 2002), Tzvetan Todorov escribe, en el título dedicado a Vasili Grossman (vide supra): “La libertad es el primer valor humanista; la bondad, el segundo. En efecto, el hombre solo no es hombre completo, ‘el individualismo no es la humanidad’, los hombres se hacen el objetivo de su acción y no sólo su fuente. Ahora bien, la cumbre de la relación con otro es la aparición de la simple bondad, el gesto que logra que, por nuestra mediación, otra persona sea feliz”. Habrá, obviamente, quienes discrepen en el orden de los valores humanistas propuestos por el pensador búlgaro-francés. Hay quienes consideran que bregar por la justicia y aspirar a la felicidad son las dos grandes metas de la ética; otros escribirán la palabra igualdad. A pesar de cualquier desavenencia en el tema dolor, la propuesta de Todorov, la bondad, al igual que las señaladas por Beauchamp y Childress, es una cualidad que invita al ser humano a comenzar por el hombre.
La compasión, saberse entendido y arropado, puede ayudarle al doliente a comprender su problema; asimismo, colabora en la (re)inserción de éste a la vida. Los médicos, enfermeras y familiares que no son compasivos no satisfacen ni las necesidades ni las expectativas de los enfermos. De acuerdo con Beauchamp y Childress, “la compasión suele enfocarse en el dolor, el sufrimiento y las incapacidades de los afectados”, incomodidades factibles de atemperar si personas cercanas al enfermo buscan caminos para mitigar sus afectaciones.
Sin embargo, si la compasión “es exagerada” —mal entendida—, puede generar un escudo protector inadecuado que le reste posibilidades al demandante para salir al mundo y confrontarlo. Usar el dolor para sobrevivir es frecuente, “usarlo mal” conlleva riesgos —páginas atrás compartí tres breves historias clínicas—. Es labor de la familia cercana y de los médicos dimensionar la magnitud del problema y otorgarle al dolor el significado adecuado, sin sobreproteger y sin exagerar el papel que éste adquiere al convertirse en “dolor para existir”. La compasión bien ejercida atenúa molestias y puede ser un puente para mejorar las condiciones del enfermo y disminuir su sufrimiento.
La empatía suele ayudar a muchos enfermos. Su definición: “Identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro”, o la creada por Howard M. Spiro en “What Is Empathy and Can It Be Taught?”, capítulo incluido en el libro Empathy and the Practice of Medicine, editado por Howard M. Spiro et al. (Yale University Press, New Haven, 1993): “Empatía es la sensación que personas u objetos despiertan en nosotros como proyecciones de nuestros sentimientos y pensamientos”, explican algunas razones por las cuales los enfermos mejoran en entornos empáticos.
La empatía, continúa Spiro, se torna evidente “cuando ‘yo y tú’, se transforma en ‘yo soy tú’, o por lo menos en ‘yo podría ser tú’ ”. El juego entre las palabras (personas) yo, tú, y sus interacciones, tú como yo, yo podría ser tú, yo como tú, yo en ti, tú en mí, entiendo tu dolor y te comprendo, son elementos fundamentales si prevalece el leitmotiv de la terapia, el diálogo entre personas, sobre las conclusiones emanadas de estudios de laboratorio y gabinete. Ese juego entre personas, y entre las personas con sus ámbitos (sociedad), es vital en el manejo del dolor individual y comunitario.
El filósofo de origen judío Martin Buber ahondó en los mismos caminos. En su libro Yo y tú (Nueva Visión, Buenos Aires, 1977) Buber juega con las interrelaciones entre “el yo con el tú” y “el yo con el ello”. La primera parte, intitulada “Las palabras principios”, arranca con una serie de frases cortas, cuyos significados son la semilla del libro. Dice, entre muchas ideas:
Las palabras fundamentales del lenguaje no son vocablos aislados, sino pares de vocablos.
Una de estas palabras primordiales es el par de vocablos Yo-Tú.
La otra palabra primordial es el Yo-Ello, en el que Él o Ella pueden remplazar a Ello.
Para Buber son dos las formas de relación, Yo-Ello y Yo-Tú. En los vínculos Yo-Ello, Buber se refiere al otro ser como un “Ello”. “Ello” es lo que está enfrente de la persona, delante de quien la observa y sobre la cual se piensa; quien observa al “Ello” puede o no desearlo, puede o no manipularlo o explorarlo y, a la postre, buscar o no entenderlo y tratar o no de ayudarlo. El simple hecho de pensar en lo que le sucede al “Ello” es suficiente para establecer una relación Yo-Ello. En la relación Yo-Tú, explica Buber, el nexo es muy estrecho: une a las personas. En Yo-Tú, yo estoy en la otra persona (o en un animal, o en una flor, o en una cosa). A diferencia del vínculo Yo-Ello, en el Yo-Tú el yo no usa al tú, no busca entenderlo, no lo examina desde la distancia: el yo esta en él, dentro de él, sin distancia de por medio. Esa relación no disminuye la individualidad de cada una de las personas pero sí implica estar el uno con, en, el otro. La entrega, en el vínculo Yo-Tú, a diferencia de la relación Yo-Ello donde sólo una parte y no la totalidad de la persona se ve involucrada, es absoluta.
El ideario de Buber, cada vez más lejano, imposible hoy en día, plantea una serie de vínculos éticos entre personas conocidas y otras no necesariamente cercanas. Huelga decir que la cercanía y la responsabilidad de los seres humanos hacia otros, y hacia el mundo, mejorarían si esos conceptos se vertiesen, como ya escribí, desde la escuela primaria o en la hipotética Escuela del dolor.
De acuerdo con Spiro, médico científico preocupado por la relación entre doctores y pacientes, y por la pérdida (casi total) del humanismo médico, los galenos contemporáneos (Spiro murió en 2012) prefieren la ecuanimidad sobre la empatía y el auge de la tecnología sobre las personas; esa tendencia opaca el valor de la clínica —escuchar, tocar, mirar, conocer, acompañar—. De ahí la vieja idea que sostiene que la medicina no es una ciencia sino un arte, no sólo por la frecuente inexactitud de los exámenes de laboratorio y gabinete, sino por las diferencias entre los seres humanos. “No hay enfermedades, hay enfermos”, sostiene un viejo y veraz dictum, al cual agrego, por ser cada persona distinta, los enfermos manifiestan sus males de acuerdo con su forma de ser, con su historia. Tampoco sobra recordar que antaño algunos profesores consideraban a la clínica como una suerte de magia. Los magos, otra especie en extinción, cumplen su empresa con pasión, emoción, entrega, placer. Otrora, eso hacían los viejos clínicos: sin andamiajes científicos curaban con artilugios mágicos.
Quienes ejercen oficios donde la escucha es fundamental lo saben: una dosis de empatía es crucial para coadyuvar en la solución de problemas críticos. Médicos, enfermeras, abogados, sacerdotes tienen más éxito si son empáticos. Detalles como la cantidad de dinero necesaria para pagar una deuda, para recibir auxilio espiritual o resolver la avería del automóvil para transportar a los hijos a la escuela son ejemplos cotidianos. Ser escuchado con atención e interés, para quienes requieren empatía, sea por dolor, por deudas morales, por quiebras espirituales u otras razones, es fundamental. Sentirse arropado deviene mejoría.
Aunque transferencia es un término del ámbito del psicoanálisis —acto por medio del cual el paciente proyecta y transfiere hacia el analista parte de su vida emocional—, en la clínica, y en la vida diaria, los enfermos transfieren —se depositan es término adecuado— a su médico, gracias a las palabras, guiños, ademanes, silencios y miradas, sus preocupaciones y miedos. En la clínica la palabra más frecuente es dolor. Transferir esa carga y asumir que llegó a buen puerto le permite al enfermo depositarse en el médico. Ese vínculo es fundamental: a partir de él surge “una dosis de empatía”. Quienes la encuentran, a través de la escucha, de una llamada telefónica, o gracias a una palmada “bien dada”, suelen mejorar sin o con pocos medicamentos, y sin la necesidad de exámenes o radiografías. Muchos diagnósticos, incluyendo los relacionados con el dolor y sus causas, se hacen, debido al intercambio y al significado de las palabras, utilizando el mejor instrumento médico: la historia clínica.
Empatía y compasión no compiten, se complementan. La primera requiere escucha, acompañamiento, “yo podría ser tú”, transferencia; la compasión —arropar, abrazar— mejora las causas del sufrimiento sin que el interlocutor tenga que depositarse en la persona. Combinar ambas, y cuidar a quien demanda soluciones para sus dolores, es arte y vocación humana, de ninguna forma exclusiva de la profesión médica. Pensar y repensar en la necesidad del dolor para existir, sea físico —si el paciente lo siente es real— o anímico —si el enfermo no lo percibe pero el médico lo sospecha es adecuado indagar—, siempre será tema vigente. Al igual que Don Quijote, quien, como decía Luis Cernuda, nunca se cansaba de vivir, el dolor siempre será, junto con la muerte, tema perenne.
Desenrollar el tejido urdido en torno al dolor es arte. Medicina, ya lo dije, es ciencia y arte. Ambas se retroalimentan, se complementan. Aunque la robótica médica avanza a pasos acelerados nunca podrá sustituir el oficio médico ni logrará satisfacer las demandas “humanas” de la persona. Ante la decadencia del espíritu humanista de la medicina, y de la sociedad en general, es necesario revisitar las bases cuyo ideario se fincaba en fomentar la relación entre médico y paciente.
En la vida moderna los galenos se decantan por la tecnología en lugar de cultivar los vínculos con el enfermo, la familia huye y se desintegra por falta de tiempo o por incapacidad para acompañar, los políticos (casi todos) hurtan y maltratan y los religiosos (muchos) mienten; la suma de esos traspiés deviene números negativos y propicia que la sociedad se difumine con celeridad. Presos de esas lacras quedan los enfermos cuyas necesidades requieren atención y tiempo. Ni las resonancias magnéticas ni la ingeniería genética son compasivas o empáticas. Ayudan y orientan enormemente pero no curan. La empatía tampoco cura pero acompaña. Los enfermos buscan compañía y cuidado de los seres cercanos y de los profesionales de la salud.
Nunca he pensado, seguramente por falta de información, al comparar idiomas, que uno sea más rico que otro. Los conocedores de las etimologías de diversos lenguajes probablemente no concuerden conmigo. No importa. La palabra care en inglés abarca rubros no incluidos en cuidado. Care significa cuidado, cautela, custodia, detenimiento, preocupación, protección. Sinónimos o palabras afines a cuidado son esmero, solicitud, interés, atención. Uso el término en inglés sin menospreciar la sinonimia de cuidado; lo hago en honor de la escuela Ethics of Care (Ética del cuidado). Si el tema central es dolor, y el apellido sufrimiento, o a la inversa, el cuidado es básico.
La ética del cuidado es femenina; la ética ejercida por el sexo masculino se preocupa, esencialmente, por derechos y obligaciones. Interesante rubro cuando dolor es el tema: las mujeres cuidan más y mejor. Basta pensar en el útero lleno de vida y futuro; basta observar al bebé anclado en los pechos de la madre, absorbiendo amor, murmurando mientras mama, tocando con sus manitas los senos ingurgitados o siguiendo con la mirada los vaivenes de la cara materna. No hay quien no lo haya experimentado: observar los vínculos entre madre y bebé es un regalo de la vida. Juego con la imaginación: ¿algún día los genetistas descubrirán genes diseñados para cuidar?, y, de hacerlo, ¿esos genes se localizarán exclusivamente en el cromosoma X? Interesante la moral de la religión judía. Si el hijo o la hija proceden de una madre judía y de un padre de otra religión, el vástago es judío; cuando el padre es judío y la madre no, el producto no se considera judío.
La psicóloga Carol Gilligan, en su libro In a Different Voice (Harvard University Press, Cambridge, MA, 1982), sugirió que “las mujeres hablan con una voz diferente, una voz que la ética tradicional ha ahogado”. Ella descubrió la “voz del cuidado” ( voice of care) mientras realizaba algunas investigaciones con mujeres y niñas. Según Gilligan, “esa voz subraya y enfatiza las asociaciones empáticas con otros, cuyo eje no es la primacía y la universalidad de los derechos individuales, sino el vigoroso sentido de ser responsable”. La ética del cuidado radica en cuidar (caring for) y ocuparse (taking care) de otros. El cuidado, sobre todo el cuidado femenino, aprendo de Gilligan, es fundamental en el alivio del dolor. Ocuparse del dolor de una persona, cuidándola, es un acto encomiable, útil, terapéutico y, sobre todo, admirable.
En consonancia con las ideas de Gilligan resuena la experiencia de Biruté M. F. Galdikas, experta en la vida de los orangutanes. Galdikas se instaló en Borneo en 1971 junto con su primer marido. En una entrevista — El País, suplemento Babelia, 13 de julio de 2013— cuenta: “Para mí, estudiar y rescatar orangutanes no era un proyecto ni un trabajo, sino una misión”. Galdikas, al hablar de su mentor, Louis Leakey, dice:
Louis consideraba a las mujeres como una especie distinta, estaba firmemente convencido de que las mujeres eran más observadoras que los hombres. Eran más perceptivas, afirmaba, y más capaces de apreciar detalles que, a primera vista, podían parecer insignificantes. También eran más pacientes. Por último, decía, las mujeres no provocaban agresión entre los primates como sucedía, aunque fuera involuntariamente, con los hombres.
Las ideas previas son importantes si se piensa en las implicaciones de la palabra atender; los enfermos buscan atención como preámbulo de ayuda. La idea de Gilligan es fundamental para quien desee detenerse un momento y reflexionar acerca de las diferencias entre la voz y la ética del cuidado femenina en contraposición con la ética masculina, que se ocupa, como ya escribí, de obligaciones y derechos. Esa división no es absoluta ni excluyente; en uno y otro sexo se dan ambas acciones.
Las interacciones entre compasión, empatía y cuidado son vastas. Su mezcla deviene, en personas enfermas o portadoras de dolor, esperanza, alivio y, con suerte, una especie de cura. Estas herramientas humanas —brazos humanos— no compiten con las herramientas creadas por humanos, i.e., resonancia magnética, clonación o biología molecular. Actúan de otra forma. “De otra forma” es un término magnífico. Recurro a él cuando es menester parar y no hablar ni teclear. Todos cultivamos nuestros “de otra forma”: ofrecen un respiro, un tiempo para pensar. Los enfermos recurren a ese espacio más que los sanos. “De otra forma” tiene varios significados, por ejemplo:
no mensurable,
no sujeto a grandes estudios epidemiológicos,
no comercializable,
no motivo de publicaciones en grandes revistas médicas.
“De otra forma” conlleva diversas lecturas. Destaco las de quienes, por su oficio, deben escuchar. La trilogía formada por compasión, empatía y cuidado se aprende con el correr de la vida. La suma de esas cualidades puede disminuir la erosión producida por el dolor. “De otra forma” invita a entremezclar las virtudes de la empatía, la compasión y el cuidado. “De otra forma” son palabras; entresaco algunas de la historia clínica de un enfermo crónico, siempre deprimido, siempre necesitado de alguien: “Las palabras dichas, las miradas cruzadas, la mano sobre el hombro, el silencio sin prisa, son ráfagas para el alma que aguarda”.
Esas cualidades son tan viejas como el ser humano. Por no ser redituables ni ser parte de los intereses actuales, no están y nunca estarán “de moda”. Las maravillas de la tecnología y sus productos han desplazado esa sabiduría; la trilogía, ahora en desuso, por no escribir olvidada, (casi) no forma parte de los programas de estudio de las escuelas de medicina. A pesar de su decremento y del escaso interés en revitalizarla, el contacto humano sigue siendo, como lo explican muchos estudios, elemento fundamental en el bienestar psicológico y abrevadero para resarcir algunas heridas. Cuidar y responsabilizarse del enfermo no requiere instrumentos, requiere sensibilidad.