Dolor: ¿quién escucha?
Dolor y vida comparten cotidianidad. La presencia, en ocasiones diaria del dolor, ya sea personal, de un ser querido o por el mundo desgajado es vasta. La vida diaria, apacible, sigilosa, poco cuestiona: se asume sin preguntar, corre sin tropezar, sigue sin voltear. Al irrumpir el dolor, el silencio placentero de la salud finaliza. Las mortificaciones copan la cotidianidad, la zarandean y transforman su rostro. Fracturan la inconsciencia de la vida sana. ¿Quién mejor que Juan Sebastián Bach para explicar esos encuentros preñados de desencuentros?: “Las disonancias son tanto más fuertes cuanto más cerca están de la armonía”.
Dolor y vida se inscriben en el mismo renglón. Ambas corren en el mismo sendero. Cuando la enfermedad resquebraja la vida, algunos sufrientes acuden a las palabras, a la pintura o a la danza para compartir sus mermas. En “Cómo”, del poemario Dolor de Vladimír Holan, la Palabra asume su irreductible necesidad:
Siempre he buscado la palabra
que no hubiera sido dicha más que una sola vez,
incluso la palabra que hasta el momento no hubiera sido pronunciada.
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Rebasado por sus trastornos, el único remedio para Daudet fue entrar en Daudet: el dolor físico y la desesperanza se apoderan de él, lo seccionan, le impiden salir de él, lo convierten en una persona ensimismada, abrasada por sus penas. Daudet es dolor y dolor es Daudet. El mundo externo no existe. El dolor neuropático, como ya escribí, característico de la sífilis, aleja todo e imposibilita cualquier alegría. Al padecer, algunas personas se refugian en su propio ser, entran en su persona. Daudet entró en Daudet. En ocasiones, ése es el único y, a veces, el último refugio. Ahí, adentro, cuentan y se encuentran, lloran y se desgarran; con el tiempo, algunos aceptan y otros se desmoronan y desaparecen.
“Hay que morir tantas veces antes de morir”, Daudet retrata con sus palabras las miserias de muchos enfermos. Si bien en la actualidad los logros médicos son inmensos y la mayoría de las personas encuentran cómo solucionar o disminuir sus dolencias, no siempre es así. Muchos optan, motu proprio, por morir cuando el dolor consume la vida y sepulta las esperanzas. Aunque en la actualidad deberían ser pocas las personas que sigan el curso de Daudet, hay quienes, incluso con tratamientos adecuados, fallecen presas de dolor. En países pobres, lamentablemente, son incontables los enfermos que carecen de atención médica adecuada, de los cuidados paliativos apropiados para finalizar la vida sin dolor. En 2003 un grupo de investigadores ingleses, encabezados por el doctor Scott A. Murray, publicó en una revista médica — British Medical Journal— un estudio donde comparan la experiencia de la muerte en países ricos y pobres. Sus hallazgos, predecibles, cuestionan: mientras que los pacientes de Kenia deseaban morir para no sufrir más y librarse del dolor, los enfermos escoceses querían fallecer con tal de no padecer más los efectos adversos del tratamiento médico.
El acmé de los dolores incurables es el suicidio de parejas, inexplicable para la mayoría, necesario e incuestionable para algunos. ¿Es válido suicidarse con la pareja, tras haberlo platicado, si en ambos dominaba la lucidez? Si la razón no es por motivos rituales u ofrendas religiosas, sino por el peso de la enfermedad y la certeza de que nunca se mejorará, el acto es injuzgable e imposible de calificar como “correcto o incorrecto”. Algunas parejas lo hacen si ambos están muy enfermos, otros lo llevan a cabo si uno padece enfermedades neurodegenerativas, muy pocas —el caso de Arthur Koestler y su esposa es paradigmático— si uno de ellos sufre una enfermedad terminal y el otro considera imposible continuar sin su pareja; unos más lo hacen cuando la vejez es insoportable y sus miserias agotan todo atisbo de vida o alegría. Si el dolor, en cualquiera de sus formas, es inmanejable, a pesar de fármacos, médicos y familia, el suicidio de parejas puede ser la última opción.
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No conozco “datos duros” acerca de cuáles son, en diversos países, las quejas fundamentales de los enfermos que acuden a la consulta de un médico internista, figura encargada de escuchar “todas” las aflicciones del enfermo. El dolor es, en cualquiera de sus formas, tema siempre presente y, en ocasiones, la razón principal de la visita, asociado o no a otros problemas. En el ejercicio diario de la medicina el galeno se enfrenta a pacientes cuya queja fundamental es dolor. Ésa es una de las razones por las cuales en los últimos años han proliferado revistas médicas dedicadas al tema así como especialistas entrenados en paliarlo (algólogos).
A veces, dilucidar el origen del síntoma es complejo. Para el paciente su queja, su dolor, siempre es real. Ningún enfermo acepta que sus dolencias son irreales; a nadie le satisface la opinión médica cuyo diagnóstico asegura que el malestar es fingido. Muchos enfermos desesperados recorren consultorios, ciudades y países en busca de opiniones doctas con tal de discernir el origen de sus dolencias. El “récord”, en mi experiencia, escribo sin ironía, es… ¡veintisiete médicos!
A pesar de los inmensos avances de la medicina, sucede que médicos, empapados de saberes múltiples, y otros especialistas, como fisioterapistas, acupunturistas o psicoterapeutas, no logran definir el origen del dolor ni en la consulta ni gracias a estudios de laboratorio y de gabinete. Confrontar al enfermo, y sentenciar: “su mal es meramente emocional”, es inadecuado. Cualquier doctor avezado entiende los daños emanados de esas palabras. Es vital, en cambio, que el entorno del enfermo, la familia, los amigos y los profesionales comprendan sus vivencias, saber que “vive su dolor”, y que lo utiliza y ejerce por razones personales, con frecuencia vitales para él.
Acompañar a quien demanda esa atención es obligación médica y no médica. Compartí páginas atrás tres casos de enfermos cuyos problemas: migraña, alcoholismo y pobre autoestima, eran indispensables para sobrevivir. Ejemplos sobran. Agrego el de una mujer de cincuenta años, quien padecía anorexia nervosa desde los veinte años. A pesar de haberse casado, procrear dos hijos y recibir diferentes apoyos, la enferma recaía con frecuencia. Nunca logró desprenderse de la depresión. La caquexia era grave. Con frecuencia debía ser hospitalizada, casi siempre contra su voluntad. Infecciones, deshidratación, alteraciones en las sales del cuerpo eran amenazas constantes. “Yo no le sé a eso de la vida”, fue la frase con la cual resumió, meses antes de morir, a los cincuenta años, el doloroso periplo de su existencia. Al lado de su historia, entre otras notas, vacié algunas palabras: “He dejado de tener sed. Mi cuerpo ya no requiere agua. Basta la sangre”.
Desafortunadamente, la práctica médica se ha desvirtuado. Los valores, otrora simientes de la profesión —acompañar, no abandonar, ser empático, escuchar—, han quedado relegados y pronto no serán motivo de preocupación entre el gremio. Los escasos médicos interesados en la ética médica y en la relación médico paciente irán desapareciendo, y con ellos los discursos acerca del humanismo médico y su trascendencia. El doctor debería arropar y guiar al enfermo con dolor, a la persona cuya casa-cuerpo se ha erosionado y fragmentado.
El cuerpo adolorido, el cuerpo como resguardo, requiere contacto: visual, cutáneo, oral, amistoso. Contacto como extensión de palpare. Imposible aseverarlo, pero, así como Aldous Huxley planteó en Un mundo feliz un mundo nuevo, utópico, diferente, es posible que en el futuro cercano seamos testigos de “otro nuevo mundo feliz”, donde la cercanía y el calor entre personas no requiera ni miradas ni escuchas ni contacto físico, sino aparatos de toda índole. Frente al dolor, acercarse, tocar, sigue siendo fundamental. Edvard Rudebeck, citado por Iona Heath en su libro Ayudar a morir (Matz Editions Argentina, 2008), lo dice bien:
…la forma en que la misma sensación física de una mano que nos toca el hombro se interpreta de manera completamente diferente si se trata del contacto de un ser querido en casa o del contacto de un extraño en una calle oscura. El mismo acto físico deriva en reacciones físicas totalmente distintas; en un caso, de satisfacción, en el otro, de pánico.
El auge de las telecomunicaciones, las incontables páginas en internet sobre salud, la afición de no pocos enfermos de autodiagnosticarse utilizando combinaciones de palabras en la red, los médicos dispuestos a diagnosticar y tratar vía Facebook o por medio de tuits, son instrumentos contrarios a la palpación y a la escucha.
Así como las palabras unen o desunen, el contacto físico es fundamental entre los seres humanos. En el contexto del dolor ese nexo es vital. Las personas enfermas por enfermedad y las sociedades enfermas por miseria mejoran cuando reciben medicamentos o despensas alimentarias. Mejoran también al percibir el contacto físico del familiar, del médico o del político genuinamente comprometido. Sin duda, sustancias similares a las endorfinas circulan en ambas modalidades de acercamiento. ¿Quién no ha percibido el poder terapéutico de la mano que toca o del lenguaje de las manos mientras se pasean sobre el cabello de una persona enferma o triste? El tacto, el contacto, es una de las experiencias humanas más básicas y fundamentales. Son cruciales las observaciones de René Spitz, psiquiatra y psicoanalista, en la década de 1940.
Durante la segunda Guerra Mundial Spitz cuidó y estudió a recién nacidos hospitalizados que habían perdido a sus progenitores. Sus observaciones fueron sorprendentes: los bebés que estaban más cerca de la central de enfermeras y recibían contacto físico adicional sobrevivían en mayor porcentaje y en mejores condiciones al compararse con los que estaban lejos. La alimentación y la higiene en uno y otro grupo eran idénticas; la diferencia la determinaba el contacto extra (palabras, caricias, sonrisas) ofrecido por las enfermeras a los pequeños cercanos a la central. De acuerdo con Spitz, los bebés absorbían la voluntad de vivir.
En su espléndido libro, La soledad de los moribundos ( FCE, México, 2009), Norbert Elias, al estudiar las percepciones de los moribundos, aborda el problema de la falta de contacto característico de nuestra época.
En la actualidad —escribe Elias— las personas allegadas o vinculadas con los moribundos se ven muchas veces imposibilitadas de ofrecerles apoyo y consuelo mostrándoles su ternura y afecto. Les resulta difícil cogerles la mano o acariciarlos a fin de hacerles sentir una sensación de cobijo y de que siguen perteneciendo al mundo de los vivos. El excesivo tabú que la civilización impone a la expresión de sentimientos espontáneos les ata muchas veces manos y lengua.
Las observaciones de Spitz y Elias son complementarias y ad hoc cuando de tejer sobre el dolor se trata. Escuchar, acompañar y tocar son antídotos contra el dolor. Así lo percibí tras escuchar a un enfermo abandonado en su hogar: “la soledad ha infectado mi alma. Duele más el abandono que mis huesos carcomidos”.
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Imposible soslayar, al hablar sobre el dolor “para existir”, la autoridad otorgada por algunos enfermos a sus médicos. La autoridad genuina, a diferencia del poder autoritario, se otorga, no se busca, no se compra. Tener autoridad es una gran deferencia. En el libro The Enigma of Health (Stanford University Press, California, 1996), Hans-Georg Gadamer lo explica con claridad: “…el punto de partida no será la autoridad que detenta la institución, es decir, el prestigio de la profesión por expresarlo de alguna manera. Considero que esto se da a la inversa: es el enfermo quien espera autoridad del médico; más aún, quien la reclama. Se trata casi de una exigencia”. El poder autoritario es una forma de cáncer: basta repasar la malignidad de incontables políticos, banqueros y ministros religiosos. En cambio, autoridad es privilegio y responsabilidad. Si impera la congruencia, religiosos, profesores, médicos y luchadores sociales tienen autoridad. Para los enfermos la autoridad médica es necesaria y el poder autoritario es funesto. No en balde Pier Paolo Pasolini escribía Poder con mayúscula. De acuerdo con su visión apocalíptica, Poder es sinónimo del dios contemporáneo, y del último dios. Los médicos paternalistas y autoritarios no escuchan.
Todos los seres humanos requieren autoridad. René Descartes olvidó incluir a la autoridad en el Tratado de las pasiones del alma. Para quien la necesita, al igual que la admiración, el odio, el amor, el deseo, la alegría y la tristeza, la autoridad deviene una suerte de pasión: el enfermo intenta mejorar si percibe el interés de su médico. Las personas endebles requieren autoridad. Los enfermos la buscan denodadamente. Para algunos, el médico es “la figura”. En él se apoyan y desean ser llevados de la mano por su médico, por su médico amigo. Muchos se depositan ad libitum, sin cortapisas; quienes necesitan comprensión no cuestionan, se entregan.
Tener autoridad obliga. Los pacientes la reconocen en algunos médicos por su conocimiento, por sus habilidades, por su capacidad de escuchar, por su ética y lealtad. Autoridad implica responsabilidades éticas: ser fiel al enfermo y conducirse éticamente es imprescindible. No cumplir compromisos con laboratorios u hospitales desprovistos de ética es también obligación; incluso, al aflorar diferencias diagnósticas o terapéuticas con colegas, los médicos deben mantener su fidelidad hacia el enfermo.
El vínculo amistoso entre médico y enfermo es fundamental. Ese vínculo se encuentra amenazado por los intereses oscuros de abogados y compañías aseguradoras, por los estímulos económicos ofrecidos por algunos consorcios hospitalarios o laboratorios médicos que atentan contra la ética, por el peso mediático y la presión ejercida por compañías farmacéuticas, y por el tiempo enjuto con el que cuentan los médicos en los hospitales gubernamentales.
Es también prudente cuestionar el maravilloso pero en ocasiones sordo avance de la tecnología médica. Maravilloso por su capacidad de penetrar y entender los rincones más íntimos de la célula. Sordo, no por la aparatología, sino por la tendencia médica de suplir mirada, escucha y palpación por las ofertas propias de la biotecnología. Sin duda los médicos de los sesenta o los setenta del siglo pasado quedarían atónitos ante los logros de la biotecnología contemporánea. Quedarían igualmente perplejos ante las características de la “nueva medicina”: médicos que no miran y no conocen a sus enfermos; consultorios donde ni el galeno ni el enfermo sabe el nombre de la persona con quien habla; expedientes donde exámenes de laboratorio y gabinete suplen notas y comentarios médicos. No mirar el dolor equivale a apartar al enfermo y a ignorar a la persona portadora de la patología.
Michel Foucault acuñó décadas atrás el término biopoder. Lo utilizó para referirse a la práctica ejercida por las naciones modernas de “explotar numerosas y diversas técnicas para subyugar los cuerpos y controlar a la población”. De acuerdo con Foucault, el biopoder convertía la vida en una suerte de objeto administrado por el poder. Cuando el biopoder forma parte del ejercicio médico, la persona, su ser íntimo, queda relegado. Temas cruciales, como el dolor, donde la plática es fundamental, son soslayados. El biopoder, y otras formas de Poder nocivo, Pasolini dixit, como la biopolítica, son vigentes y se reproducen con celeridad. La apuesta, desde la medicina amistosa, desde el paciente agobiado, desde la miseria de muchas sociedades, sería buscar los mecanismos para contrarrestar las formas nocivas de Poder.
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Comprobar el poder terapéutico del “cariño amistoso”, de la compasión, de la empatía, o de la confianza es fácil: no pocos pacientes mejoran, o “curan un poco”, si se depositan en profesionales dueños de esos atributos. “Sólo con verlo es suficiente para sentirme mejor”; “cuando salgo de su consultorio me siento aliviada”, son frases que cualquier médico comprometido con su enfermo ha escuchado más de una vez. Empatía, compasión y confianza son, frente al dolor, vivencias indispensables.