¿Quién es el enfermo?

¿Quién es el enfermo? debería ser materia obligada en los currículos universitarios. ¿Cuántos médicos en la actualidad saben quién es la persona que acude a consulta? Seguramente pocos. Al deslindarse de la vida del enfermo, los médicos adultos son incapaces de enseñarles a sus alumnos que detrás del diagnóstico hay un ser humano.

Bien lo dice Anatole Broyard en Intoxicated by my Illness (Fawcett Columbine, Nueva York, 1992), al referirse a su doctor:

Yo quisiera que el fuese mi Virgilio, deseo que me conduzca a través de mi purgatorio o infierno, señalándome hacia dónde ir […] quisiera que penetrase dentro de mí, mirando alrededor, desde dentro, como lo hace un casero con su inquilino, tratando de mirar más lejos […] Él debería escrutar el entorno, llevándome de su mano, y él debería poder sentir lo que yo siento. Entonces él podría encontrar algunas ventajas a pesar de mi situación. Así podría convertir las desventajas en ventajas […] Para el médico típico mi enfermedad es un incidente rutinario, mientras que para mí es la crisis de mi vida. Yo me sentiría mejor si tuviese un médico que al menos percibiese esta incongruencia. Yo no le pido que me ame ni espero que sufra conmigo. No demando siquiera mucho de su tiempo: lo único que deseo es que medite sobre mi situación por cinco minutos […] y que escrute mi alma al igual que mi carne, para comprender mi enfermedad, ya que cada persona se enferma de acuerdo con su forma de ser.

Anatole Broyard padeció y murió como consecuencia de cáncer de próstata. Su experiencia, narrada magistralmente en Intoxicated by my Illness (Ballantine Books, EU, 1993), fue triste: sus médicos lo operaron y después lo abandonaron. No habían escuchado nada acerca de Virgilio. No sabían quién era Broyard, quién es Pérez, quiénes son Putin, Berlusconi, Ahmadineyad o Avigdor Lieberman, ni mucho menos quién era el enfermo. Los médicos de Broyard no tenían la capacidad de entender; no se trataba de ignorancia o descuido. La razón era peor: no comprendían porque no contaban con las herramientas para hacerlo. Y no comprendían porque era imposible entender y acercarse a lo que les resultaba ajeno y distante: el enfermo, la persona.

Poco importaba si Broyard era carpintero, financiero, escritor, si debía la renta, si tenía hijos, si vivía su esposa, si había tenido amantes, si además del cáncer de próstata había otros diagnósticos, no histopatológicos, no quirúrgicos, no epidemiológicos, no de esa plaga llamada estadística y que tanto les gusta a algunos galenos. Los médicos no entendían si había otros motivos de enfermedad o de vida, si la enfermedad había enfermado a la vida o era un mero, y quizá incluso, accidente necesario. Necesario para vivir atado a él y atando, a su lado, gracias a las células enfermas, a los amores y pasiones de su vida. Atado a él para despedirse y decir adiós con dignidad cuando el tumor hubiera desplegado todos sus instrumentos y sustancias para someter, y vencer, una a una, poco a poco, de cien en cien, de millón en millón, a todas las células sanas y a todas las sustancias bondadosas que permiten gozar la vida y desear el día. Los médicos entendían y comprendían las imágenes radiográficas e histopatológicas; no comprendían las razones anteriores, los motivos que produjeron la mutación celular.

Aunque algunos cánceres tienen explicación, pulmón-tabaco, vejiga-tabaco, piel-sol, leucemia-radiación, muchos no la tienen: ¿por qué el cáncer de próstata acabó con Broyard en vez del cáncer de estómago? Sus médicos, más allá de la consabida razón: “es por la edad”, de la mentada frase: “debería haberse sometido a estudios cada año”, o de las certezas médicas en cuanto a los motivos celulares por los cuales, de repente, en un tris, la salud se rompe y las células de esa glándula bastante inútil se transforman y acaban, en otro de repente, aunque a veces no tan de repente, no sólo con la vida de la persona, sino con sus expectativas y las de los suyos; los galenos, repito, no entendían, no tenían cómo hacerlo, las razones para enfermar de cáncer de próstata en vez de cáncer de alma.

Los doctores del crítico literario no comprendían, digamos, casi por último —uno siempre regresa—, aunque no por último, si acaso existían otros vericuetos broyardianos incontrovertibles para no someterse a los dictados del bisturí y elegir el camino de quienes desconfían de la medicina contemporánea y optan por no tratarse, o de quienes buscan consuelo en la medicina alternativa, o las razones de algunos enfermos de cáncer cuya voluntad elige rendirse ante los designios del tumor y aceptan, por temor a los efectos adversos de la quimioterapia y a la crudeza de la indignidad, el curso natural del cáncer, sea el que sea: muerte, dolor, incontinencia, penumbra, miedo.

Otros broyards, vindican su autonomía, optan por resignarse y no hacer nada. Otros más, tras escuchar que el tumor de fulanito desapareció después de rezar, apuestan por Dios, y si la decisión se sustenta también en lo que dijo un amigo de otro amigo, o lo que comentó un amigo de un primo lejano pero que habló para preguntar: “¿cómo vas?”, o en un programa matutino donde la fe puede contra todo, buscan cualquier remedio no médico para confrontar su mal.

Aunque sea infrecuente, algunos tumores desaparecen misteriosamente. En ocasiones, las células malignas se desdicen, se esfuman, y los médicos, atónitos, incrédulos, sin saber ni por qué, ni cómo, ni cuándo, ni si son ciertas las evidencias frente a sus ojos, quedan algo más que estupefactos al revisar los estudios de laboratorio o de gabinete, y constatan, boquiabiertos —“debemos publicar el caso”—, la remisión espontánea del cáncer, la curación del enfermo sin cirugía, sin quimioterapia, sin doctores al lado, sin vomitarse sobre la bata limpia, sin someterse a los enfados del galeno por la caída del índice Dow Jones y sin que el paciente haya circulado por los largos, larguísimos pasillos de los hospitales…

El problema de algunos enfermos es inmenso: muchos galenos, como los de Broyard, ni siquiera entienden los infinitos significados de los puntos suspensivos. Escuchar los deseos y la historia del enfermo siempre es prudente. Los médicos deberían tener la facultad de saber cuándo es adecuado no pelear con los artículos que dicen “sí”, y cuándo es prudente escuchar al enfermo cuando dice “no”.

* * *

En la actualidad los doctores saben mucho sobre las enfermedades y poco o nada sobre la biografía del enfermo. Curar o modificar la patología es fundamental; conocer y saber parte(s) de la historia del enfermo es también crucial. Las personas, no las enfermedades, curan mejor o sanan si al lado de la receta: “dos tabletas cada ocho horas por cinco días, después de los alimentos”, se prescribe, por medio de la palabra o el tacto, una pócima sobre la muerte de la esposa: “aunque ahora es imposible aceptarlo, el tiempo te permitirá mirar hacia atrás; su enfermedad los había destrozado. Ambos vivían esperando la muerte”.

Décadas atrás, en algunas escuelas médicas, los alumnos se alimentaban de pequeñas dosis de filosofía, de literatura, o incluso actuaban buscando emular las quejas y dolores del enfermo. Esas incursiones, literarias o dramáticas, contribuían a “humanizar” al galeno en ciernes y le permitían entender el dolor desde muchos ángulos. “Entender el dolor” puede ser una frase desafortunada. “No se entiende, se vive”, explicaría la mayoría de los enfermos. Quizá, como bien lo dicen algunos pacientes armados de elementos químicos, literarios y vivenciales, sea posible escribir, e interpretar, a dueto, con su médico al lado, los múltiples significados encerrados en la frase “entender el dolor”, tal como lo escuché al dialogar con un enfermo, quien escribía para platicar con su alter ego, para implicarlo en sus vivencias, para hacerlo partícipe de sus desarreglos: “No permitas que otros signifiquen o interpreten tu dolor. Lo que él sabe y dice es suficiente. Escúchalo y dialoga con él. Después habla con quien desee saber lo que vives y cómo lo vives. Tampoco te arredres ni seas noble con la muerte: no permitas que te borre o te mate antes de morir”.

La mayoría de los doctores interesados en la ética médica, preocupados por mantener una “relación humana” con sus enfermos, y no a través de máquinas, observan, casi derrotados, cómo otros factores, ya citados, llámense tiempo enjuto, tecnología médica, compañías aseguradoras y demandas de abogados, han vulnerado y resquebrajado la relación médico-paciente. Las palabras de Broyard son las palabras de incontables enfermos. Sin apego, el dolor tarda más en curar, regresa con celeridad y violencia; sin la tan vanagloriada relación médico-paciente la medicina sirve menos.

Las máquinas, aunque precisas, no siempre revelan todo. Las relaciones humanas, aunque imprecisas, revelan nichos fundamentales, inalcanzables para la biología molecular, e impenetrables para los rayos más potentes. Cuando dolor es el tema, confundir al médico es fácil; algunos enfermos que temen ser etiquetados como depresivos o ansiosos suelen modificar (o inventar) sus síntomas. Si el médico busca encontrar las causas del dolor por medio de la aparatología, es frecuente que el fracaso —no hay diagnóstico— o el error resulten en detrimento del enfermo: si un primer examen no revela el origen del problema se solicita otro, y después un tercero, y si al cabo del cuarto y quinto examen, cada vez más sofisticados, no se llega el meollo, el médico implica a un segundo y después a un tercer colega. Hace años se utilizaba el término “error en cascada” para referirse a esa situación: si no basta un examen se solicita uno más y así sucesivamente; entre más exámenes se pidan y mayor sea el número de médicos implicados, mayor el riesgo de cometer errores (iatrogenia).

Espero que la apuesta del matemático británico Alan Turing, basada en la capacidad de engaño de las máquinas sobre los humanos, no suceda. Según el “test de Turing”, un ordenador será inteligente el día que pase por ser un ser humano durante un intercambio de cartas (hoy, de correos electrónicos). Sin soslayar la admiración hacia Turing, la medicina, los médicos, deben apostar en sentido inverso: los doctores podrán seguir ejerciendo su oficio mientras sean libres y no dependan totalmente de las máquinas, o dicho de otra forma, el ser humano seguirá siendo libre si tiene la capacidad de burlar a las máquinas.