Resiliencia. Unas notas
Erróneo sería no hablar de resiliencia cuando dolor es el tema. Erróneo no incluirlo en esa hipotética Escuela del dolor, no sólo por el significado del concepto, sino por sus posibles implicaciones en el tratamiento de otros enfermos con afecciones similares. No existe ni existirá una Escuela del dolor donde las recetas sean universales, tipo un mundo feliz —recetas huxleianas; cada enfermo padece y vive su mal de acuerdo con su historia, y cada uno cuenta con sus instrumentos para combatirlo—. Páginas atrás escribí: “no hay enfermedades, hay enfermos”, enseñanza magistral de los maestros devotos de la clínica y no del laboratorio. Tenían razón: cada persona vive su mal como vive su vida y cada persona confronta su padecer de acuerdo con el bagaje con el que viaja.
A pesar de las dificultades para construir una Escuela del dolor, la idea es válida: las personas resilientes, y dentro de ese grupo los enfermos, sobre todo quienes padecen males crónicos o estuvieron al “borde de la muerte”, son maestros. Generan, sin percatarse, sin proponérselo, una cierta maestría. Después de haber vencido peripecias negativas, y tras haber confrontado temores y angustias, crean habilidades por medio de las cuales miran desde otros ángulos y hablan desde otro lugar, desde su lugar y del lugar de los otros de Lévinas.
Resiliencia proviene del latín resilio y significa volver atrás, rebotar, volver de un salto, resaltar. Múltiples son las definiciones de resiliencia; destaca, por sencilla: “Capacidad del ser humano para hacer frente a las adversidades de la vida, superarlas y ser transformado positivamente por ellas”, a lo que agrego: “…y tener la capacidad de modificar las experiencias negativas en circunstancias positivas”. Brian Walker, en “What is Resilience?”, artículo publicado en Project Syndicate (5 de julio de 2013), extiende el concepto a la naturaleza y ofrece otro concepto: “resiliencia es la capacidad de un sistema para absorber la alteración, reorganizarse y seguir funcionando prácticamente como antes”. La idea de Walker alimenta la discusión: tanto el ser humano como la Naturaleza son dúctiles, pueden reacomodarse y reorganizarse y transformar fenómenos negativos en experiencias positivas.
Las personas resilientes hacen de lo malo algo bueno, y enseñan, aunque no lo busquen, con su ejemplo, su forma de confrontar tropiezos y afrontar bretes. Extraen de las desgracias una sabiduría cuya simiente nace de la propia experiencia. La resiliencia, igual que la autoridad genuina, no se enseña con palabras ni en las aulas; la vida es la maestra. Mucho se aprende al observar las respuestas de personas en condiciones adversas frente a agravios, amenazas, pérdidas. Pobreza extrema, víctimas de maltrato físico o psíquico, prisioneros de campos de concentración, víctimas de catástrofes naturales y de genocidios, abandono afectivo o la pérdida súbita de un ser querido, son condiciones predisponentes. Las enfermedades deben incluirse en ese grupo.
Algunos enfermos, tras sobrepasar adversidades físicas o anímicas —ignoro el porcentaje, no existen estudios al respecto—, convierten sus experiencias dolorosas en mensajes positivos; son portadores de la sabiduría emanada de las enfermedades. La experiencia de enfermos resilientes puede ayudar a otras personas con males similares. Algunos hospitales cuentan con clínicas de autoayuda donde se comparten vivencias y se ofrece apoyo. La voz de un enfermo, escuchada por otros enfermos, transmite mensajes provenientes desde la experiencia íntima: sus notas y tonos son distintos. Quienes han recorrido la senda de la enfermedad siembran empatía, apoyo, comprensión y sirven como modelo para quienes inician su periplo o enfrentan dificultades para confrontarlo. Retomo las palabras de un enfermo crónico, poeta y ensayista, a quien le gustaba escribir para comprender sus males (y, seguramente, para compartir sus reflexiones):
Recibo lo que la vida me dio. Lo hago mío, lo vivo, lo transformo. A partir de mi enfermedad, aunque sea otro, no soy otro. La enfermedad horada y construye. Revela sitios desconocidos y palabras escondidas, algunos dolorosos, otros reconfortantes. Miro hacia atrás. Enfermo lo sé: la vida me sonrió. Mientras hablo contigo, hablo conmigo, lo hago desde adentro. Miro con la enfermedad a mi lado. Miro a partir de las vivencias del dolor como forma de vida, ora bajo control, ora agazapado, a veces derrotado, otras veces con la cara en alto. Quédate con mis palabras. Mi alma, las almas de quienes habitan dentro de mí y dentro de ti son mi legado. Quédate con mis vivencias.
Boris Cyrulnik (Francia, 1937), por judío, sufrió desde la infancia los atropellos propios de la ocupación nazi: sus padres lo depositaron en una institución para salvar su vida. De ahí pasó a otros sitios donde permaneció escondido hasta el final de la epopeya alemana. De acuerdo con sus estudios —es neurólogo, psiquiatra, etólogo—, la resiliencia permite a algunas personas reubicarse y construir después de haber sufrido. Quienes renacen, tras haber padecido alguna enfermedad grave llevan en su equipaje de viaje, en su cuerpo-maleta, recetas, consejos, encuentros y desencuentros, esperanza y tristeza. Llevan también, en su expediente clínico, en su bagaje de vida y de enfermedad, una serie de informes y pócimas llenas de experiencias propias, algunas veces transferibles. Los dolores comunes, cuando se comparten, si bien no curan, se comprenden desde la perspectiva de la experiencia del otro, cuyo sufrimiento, siguiendo a Cyrulnik, permite tejer a cuatro manos.
Algunos pacientes renacen al sanar y otros modifican porciones de su ser al vencer la enfermedad. Esas personas se convierten en maestros por ser resilientes. Sus expectativas y miradas difieren de quienes no han sido víctimas de patologías. Escucharlos puede ser gratificante. Enseñan mucho. Las personas resilientes, en este caso los enfermos, tienen la virtud —gran virtud— de aceptar la realidad impuesta por la enfermedad. Pese a los despojos tienen, o generan, la capacidad de encontrarle sentido a la vida, y, en el camino impuesto por la patología, forjan una inquebrantable fuerza que les permite mejorar. Es infrecuente escuchar en enfermos resilientes quejas con respecto a su situación o a su destino. No suelen preguntar: “¿por qué yo?”, “¿qué hice para merecer este castigo?”
Quien sana, sobre todo si la enfermedad fue grave y prolongada, renace, contagia y hace del dolor escuela. Cuando esa sabiduría se comparte con otras personas afectadas por procesos similares contribuye a mejorar el estado general del enfermo. Los médicos deberían contar con el apoyo de pacientes resilientes dispuestos a dialogar con nuevos enfermos. Esa terapia empática y compasiva, de igual a igual, es fundamental para los médicos interesados en el concepto Escuela del dolor.
Resiliencia y Escuela del dolor encuentran eco en las vivencias personales de algunos pacientes. Si quien habla forma parte del universo de enfermos desahuciados, de personas enfermas desde la niñez, con patologías devastadoras que atentan contra la palabra normalidad, donde los médicos saben que los alcances del esfuerzo terapéutico son magros, la voz y las enseñanzas de enfermos resilientes son fundamentales. Comparto una historia.
En octubre 2012 Ben Matlin, en The New York Times, escribe un sentido y provocador artículo, “¿Suicidio por elección? No tan rápido”. A partir de sus vivencias alerta contra los posibles excesos de la eutanasia. Matlin, víctima desde el nacimiento de atrofia muscular espinal, nunca caminó ni logró erguirse. A pesar de esas y otras dificultades seguía, a sus cincuenta años, en 2012 escribiendo y hablando “desde adentro”. Con el paso de los años, impedido, le dictaba a una computadora: sus manos, así como el resto de su musculatura, dejaron de funcionar. La mitad de los enfermos como Matlin fallece antes de cumplir dos años. Matlin está casado y tiene hijos; escribe, comparte, observa, emite juicios. Es resiliente.
“La semana próxima —escribe Matlin— los votantes en Massachusetts decidirán si aprueban o no el suicidio asistido. Como librepensador apoyo ese esfuerzo, pero como una persona discapacitada no lo apoyo.” El autor ha vivido cerca de la muerte; en más de una ocasión, cuando ha estado gravemente enfermo, sobre todo la última vez, los médicos le plantearon el problema a su esposa como un callejón sin salida. “No hay más que hacer” fue el dictum médico.
Después de pasar un tiempo prolongado en la unidad de terapia intensiva, y gracias al cuidado amoroso de su esposa, hijos, y del personal médico y de enfermería, Matlin sobrevivió y seguía, en 2012, escribiendo. Compartía su vida y sus escritos con seres cercanos. “Los médicos —escribe Matlin— no entienden ni valoran adecuadamente el concepto calidad de vida.” En una frase demoledora resume su postura: “Yo soy más que mi diagnóstico y mi pronóstico”. Renglones adelante remata: “El suicidio asistido puede tener intenciones nobles, pero en discapacitados es fácil juzgar inadecuadamente”. La mirada de una persona resiliente en temas tan complejos como la eutanasia o el valor que cada quien otorga a su vida, a su calidad de vida, es imprescindible.