Autolesión

Interesante y relativamente nuevo es el problema de la autolesión. En el libro Autolesión. Qué es y cómo ayudar (Ficticia, México, 2011) Dora Santos explica: “La autolesión es un acto deliberado que destruye o altera el tejido del cuerpo dejando una marca que dure al menos una hora. Se define como una conducta repetitiva que intenta aliviar el dolor emocional y la tensión fisiológica provocada por emociones intolerables; no es un intento de suicidio”.

Las personas que se autolesionan son incapaces, al menos en el momento cuando se producen algún daño, de manejar conflictos o vivencias que las rebasan, con frecuencia insoportables, y para los cuales no cuentan con mecanismos suficientes para enfrentarlos. Al autoinfligirse dolor logran funcionar y evitar, por algún tiempo, las afrentas que les incomodan. Una persona puede autodañarse de muchas formas; la mayoría suele recurrir a una o más vías, en ocasiones al mismo tiempo, otras veces lo repiten durante mucho tiempo. Para algunos la única forma de encontrar paz (su paz) y de disminuir la angustia es autolesionándose. De acuerdo con el estudio de la doctora Santos las vías y la frecuencia son: cortarse 85%, golpearse 32%, quemarse 30%, pincharse/rascarse 12%, arrancarse el pelo 7%, morderse 5%, tallarse 3 por ciento.

La autolesión puede ser “pequeña” o “grande”; en el segundo caso es frecuente recurrir a algún tipo de ayuda, la mayoría de las veces médica. El daño típico debe diferenciarse de la autolesión psicótica —daño que se producen personas con perturbaciones graves con respecto a su concepto de realidad—, y de la autolesión orgánica, explica Santos, “que es un comportamiento relativamente común en individuos con retraso mental y en distintos síndromes de índole genético como el autismo”. En el caso típico, la persona se produce dolor (“autodolor”) cuando factores como angustia, soledad, tristeza, miedo o enojo rebasan la capacidad de la persona para lidiar con esos entuertos.

Para algunos autolesionarse es una forma de confrontar el dolor, una forma atípica pero cada vez más vigente. En el siglo XXI la sensación de soledad no debe ser más frecuente que antaño pero sí su profundidad: los seres humanos cuentan con menos tiempo y las relaciones han cambiado; charlar, acompañar, caminar, hablar con personas visibles, tangibles, que gesticulan y se enojan o alegran, y no por medio de algún aparato, es infrecuente en la actualidad. La aparatología ha sustituido la mirada, el tacto, al abrazo. La soledad deviene aislamiento, tristeza y depresión.

Autoproducirse dolor para lidiar con otro tipo de dolores e incompetencias es una de las razones de la autolesión; ésta recuerda el daño que se producen algunos religiosos para ofrecerse, justificarse, solicitar perdón o autoflagelarse por haber incurrido en conductas o acciones mal vistas por Dios o por los preceptores religiosos. Algunos de ellos, al autoflagelarse, buscan recomponer su vida ante Dios; quienes se producen daño para aliviar el dolor emocional lo hacen para aferrarse a la vida, gracias al castigo al cual se someten. Aunque la autolesión no es una epidemia, su prevalencia, en ascenso, es motivo de preocupación para algunos epidemiólogos.

Un grupo de investigadores publicó en 2012 en la revista médica inglesa The Lancet el trabajo “Premature death after self-harm: a multicentre cohort study”, donde analizan los casos de 30 950 personas que se produjeron autolesiones y en los cuales la mortalidad era mayor al compararse con la población general. La mortalidad aumentaba debido a accidentes, suicidios o envenenamientos intencionales (producidos por la misma persona). Debido al incremento de la autolesión en la población, los investigadores consideran que el dolor autoprovocado merece mayor atención por parte de la sociedad, de médicos y psiquiatras.

Recuerdo el caso de una enferma muy deprimida, víctima de maltrato familiar. Cuando padecía vejaciones, sin contar con herramientas para responder, se pellizcaba en diferentes partes del cuerpo hasta producirse sangrado y acudía pronto a la consulta:

—¿Qué le sucedió?

—Me picó un alacrán.

—¿Otra vez?

—Me quedé dormida en el jardín durante varias horas. Me desperté al sentir ardor en el brazo.

—Ya le había sucedido algo similar. Acudió a consulta hace tres semanas…

—En esa ocasión me tropecé en la calle y me lastimó un clavo, ¿lo recuerda?

—Sí, aquí lo tengo anotado. Hace dos meses también vino a verme porque tenía dos dedos quemados. Me dijo que se había quedado dormida con un cigarro encendido y que no respondió al dolor por haber ingerido dos somníferos potentes.

Cuando tardaba en buscar ayuda, las heridas solían estar infectadas:

—¿Cuándo se lastimó? La herida está infectada, huele mal…

—Hace una semana. Se me cayó una pesa mientras hacía ejercicio.

—¿En el hombro?

—Estaba acostada, no aguanté el peso.

—Es una herida extraña…

—Soy muy descuidada…

Los enfermos que se autolesionan y se producen dolor, o quienes buscan llamar la atención ingiriendo fármacos para suicidarse, lo hacen para solicitar ayuda y por la imperiosa necesidad de continuar viviendo. Esa necesidad, inexplicable para el grueso de la población, es fundamental para ese subgrupo; llamar la atención es una suerte de caparazón y una vía para reinsertarse en la vida. Los afectados, debido a sus lesiones, buscan recargarse en otras personas. Las heridas visibles atraen la vista y obligan; quien las ve, pregunta, y con suerte, escucha y se compromete.

Recuerdo a Ricardo, un enfermo a quien conocí cuando él tenía cincuenta y cinco años. En ese entonces se había divorciado en tres ocasiones, y a pesar de contar con una gran herencia económica la había casi dilapidado. Acudía con frecuencia a consulta. Cada vez contaba otro problema, ninguno de ellos serio, ninguno requirió hospitalización o interconsultas con otros médicos. La mayoría de las visitas acudía acompañado por algún familiar —hija, hermana, ex esposa— o por un amigo o amiga. En cada consulta gustaba narrar sus desgracias, viejas y nuevas; siempre buscaba la complicidad de sus interlocutores: “¿Verdad que no conoce a ninguna persona con tantas enfermedades?”; “¿le podría explicar a mi hermana por qué el destino ha sido tan cruel conmigo?”; “¿por qué me sucede a mí, doctor, si no hago nada malo, ni siquiera me desvelo, no bebo?”; “mi familia dice que invento; usted sabe que no es así, doctor; casi siempre hay alguna alteración en el laboratorio, y la mayoría de las veces encuentra, al revisarme, alguna anomalía, ¿verdad, doctor?; por favor, ¿podría explicárselo?…”

Ricardo buscaba, denodadamente, compañía, compasión, escucha. Sus preguntas y dolores expresados con vehemencia frente a los suyos buscaban comprensión, afecto. La inmensa mayoría de las personas que fingen tener una enfermedad no lo aceptan porque sus mermas, para ellos, son absolutamente reales; desde el punto de vista médico sus síntomas y molestias no corresponden a una enfermedad “real”, es decir, a una patología descrita por médicos. Es complejo definir cómo debe actuar el galeno. Este tipo de afrentas no son fáciles. Por supuesto, individualizar cada caso es lo primero. Confrontar a la persona y decirle que miente no es buena práctica. Dialogar y explicar lo que sucede —pruebas de laboratorio negativas o normales y exploración del enfermo normal— es ejercicio imprescindible. Tener en mente las necesidades del enfermo, a pesar de no corresponder a ninguna entidad clínica, es lo correcto. El enfermo busca: sea cáncer su apuesta —“cancerofobia”—, o un dolor en las axilas absolutamente inexplicable, requiere ayuda.

Ricardo gozaba de una dosis de funcionalidad cuando en la consulta percibía que su acompañante y yo entendíamos sus quejas y ofrecíamos alguna salida. En nuestro mundo líquido, Bauman dixit, en un ambiente cada vez menos verbal, menos proclive a la escucha y donde el acto de tocar y acompañar han sido casi olvidados, los Ricardos son víctimas de su propia soledad y de la soledad social.