Dolor: otras lecturas
Dolor y enfermedad siempre han sido motivo de múltiples lecturas, interminables afinidades y discrepancias entre sufrientes, médicos, filósofos, literatos, científicos. Al hablar sobre dolor y enfermedad ¿alguien queda fuera? Conforme transcurre la vida, todos, en forma directa, o por tener vínculos con otras personas, somos recipiendarios de alguna forma de dolor.
Literatura, poesía, música, pintura, arqueología, medicina, epístolas y danza se han ocupado del tema desde tiempos inmemoriales, tan inmemoriales como el primer corazón roto por desamor o la primera herida en la piel tras la caída del primer Adán, la primera Eva, el primer fracaso o el primer éxito. El dolor está en todos y en todo. Un mes antes de fallecer, Günter Grass, Premio Nobel de Literatura, comentó en la que a la postre fue su última entrevista: “El dolor es la primera causa que me hace trabajar y crear”.
Las ideas sobre los posibles vínculos entre arte, dolor y enfermedad ofrecen perspectivas diferentes. Hay quienes aseguran que existen nexos entre creación y enfermedad mientras otros lo niegan. Si el dolor es físico, crear es difícil. El dolor paraliza. La libido regresa al ceder la molestia. En cambio, cuando tristeza, melancolía o depresión amagan, algunos artistas crean a partir de la zozobra; la muerte autoinducida es un ejemplo extremo. En 1970 el escritor Yukio Mishima escogió morir vía seppuku. El mismo día de su muerte Mishima le envió a su editor su última novela: La corrupción de un ángel (Noguer y Caralt, España, 2000), una suerte de legado ideológico; en la novela clama contra la sociedad japonesa, decadente en lo espiritual y en lo moral. En su última entrega manifiesta su desencanto hacia el mundo y su dolor por lo que veía y padecía. Su desasosiego terminó cuando la daga penetró su abdomen. Mishima, apabullado, triste —como se entrevé en La corrupción de un ángel— por la pérdida de valores espirituales, finalizó su dolor gracias a su muerte. Imposible juzgar.
Las premoniciones propias de la enfermedad, de los malestares, de las pérdidas —incapacidad física, muerte, desasosiego, miedo—, pueden alimentar la creatividad. Significar la existencia en vida, o más allá de la vida, vincula dolor y creación. Se desea, se construye, se imagina a partir de las mermas. Bien lo dice el haikú de Hyakuri:
Cuando muera,
lo que vea será
la luna brillante.
Bien lo expresan también las palabras finales de una historia clínica:
Desaparezco. No hay más. La vida me ha amputado. Quedan los recuerdos,
—un abrazo,
—un beso,
—los pasos recorridos mil veces, el mismo sendero,
—un papel donde las palabras reproducen las otras Palabras, las Palabras no escritas, las Palabras
siempre imaginadas:
letra por letra dejo mi vida, en ti,
en lo nuestro, en la inmensa alegría de
los ayeres compartidos.
La tristeza del adiós escuece, no
aniquila, no borra.
Queda la memoria, mi yo en tu yo.
Quizá no desaparezca.
* * *
Padecer no es sencillo. Susan Sontag, en Ilness as Metaphor and Aids and its Metaphors (Anchor Books, Nueva York, 1988), después de hacer un recuento de literatos que padecieron y/o murieron por tuberculosis, entre quienes destacan Kafka, Shelley, Keats, Chopin y Molière, escribe:
La tuberculosis es una enfermedad que produce euforia, incremento del apetito y del deseo sexual […] Antaño se pensaba que la tuberculosis era afrodisiaca y que le confería al afectado grandes poderes para seducir […] Sin embargo, muchos de sus síntomas son engañosos —la viveza proveniente de las mejillas rosadas que semejan salud, cuyo origen es la fiebre propia de la tuberculosis— y un resurgimiento de vitalidad que más bien puede ser signo de la cercanía de la muerte.
Se transita por algunas enfermedades de forma metafórica. Cada persona inventa, de acuerdo con sus necesidades y sus capacidades, espacios sui generis, “casas llenas de metáforas”. Vivir en ellas sirve. Son parapetos ad hoc: las metáforas finalizan cuando la patología adquiere nombre y el afectado cura, mejora o fallece. En Illness as Metaphor, Sontag reflexiona: “La forma más sincera de contemplar una enfermedad (y la forma más saludable de estar enfermo) es la que está más depurada de todo pensamiento metafórico y la más resistente a él. Aun así, es casi imposible residir en el reino de los enfermos sin dejarse influenciar por las siniestras metáforas con las que han pintado su paisaje”.
Metáforas, paradojas y elucubraciones de todo tipo son elementos consustanciales de la enfermedad. Quien se enfrenta al desorden del cuerpo traza continuamente palabras e ideas acerca de su situación, ora con crudeza —autolesión—, en ocasiones con viveza —poemas, pinturas—, otras veces armando y desarmando metáforas. Sea cual sea el camino elegido, el mundo de las metáforas es útil para algunos enfermos. Comparto algunas:
•No hay vida sin enfermedad. Prefiero no sanar: mis familiares se han acercado a mí.
•Mi piel, escribió una enferma que padecía escleroderma, es como un vestido que se encoge. Hoy me colgaré de la escalera.
•Creo que he mejorado. Ya no me rechinan las rodillas, ahora rechinan mis zapatos.
•Veo buitres sobrevolando mis sueños.