Dolor, palabras, lienzos

En algunos creadores, víctimas de dolores anímicos, no físicos, la enfermedad puede convertirse en motor. Ver morir, ser parte del dolor y de la muerte de otras personas con enfermedades similares reacomoda, mueve. En el caso de los escritores citados por Sontag, víctimas de tuberculosis, las altas temperaturas características de la enfermedad generan, en algunos casos, excitación e incluso euforia. Excitación plagada de preguntas, temores y de otro tipo de dolores, muchas veces inentendibles —“¿por qué yo?”—, y otras veces comprendidos y asimilados como parte de la vida —“mi dolor y mi enfermedad son enormes. No prolongan la vida, prolongan la muerte”—.

El dolor siempre será una vivencia inexacta, no sólo por las alteraciones bioquímicas o por los órganos afectados; lo es porque la naturaleza íntima de los seres humanos es un mundo inabarcable. Ejemplo paradigmático es Fernando Pessoa, (re)fundador de la melancolía.

Jerónimo Pizarro, estudioso colombiano de la obra del poeta lusitano, traductor de Escritos sobre genio y locura, opina sobre Pessoa: “Para él, que poseía una formación autodidacta en psiquiatría, pero que llegó más lejos que cualquier psiquiatra portugués de la época, el genio se corresponde con una cierta dosis de locura, con cierta bipolaridad”, y agrega: “El desequilibrio psíquico que acarrea este tipo de locura del genio es, para Pessoa, un cierto tipo de equilibrio superior al que se accede a través del arte”. Al lado de Pessoa militan muchos creadores, entre ellos Charles Méryon, Virginia Woolf, Vincent Van Gogh y Friedrich Hölderlin. Reflexionar acerca de los vínculos entre dolor y arte y en las posibilidades terapéuticas (y necesarias) del arte es interesante.

En La montaña mágica, de Thomas Mann, la vida transcurre en un sanatorio para tuberculosos en los Alpes suizos, al cual el Nobel acudió para visitar a su esposa, quien era atendida por un mal pulmonar, quizá tuberculosis. La tuberculosis le sirve de pretexto a Mann para explorar algunas vetas sobre la enfermedad, la muerte, la estética, el dolor, y para reflexionar sobre el tiempo y sus vínculos con la vida de los enfermos internados en el hospital.

En la novela, Ludovico Settembrini, humanista y enciclopedista italiano, le explica al joven Hans Castorp el significado y los alcances de una “Liga para la Organización del Progreso” cuyo leitmotiv es buscar formas y crear instrumentos para alcanzar el perfeccionamiento del organismo humano así como los caminos para lograr el “bienestar de la humanidad, en otras palabras, combatir y eliminar el sufrimiento humano”. Con el fin de lograr ese propósito, explica Settembrini, recurrirá a la sociología, materia indispensable para entender el sufrimiento, lo cual lo lleva a hablar de “sociología del sufrimiento”. “En una veintena de volúmenes —dice Settembrini— de formato de diccionario enumeraré y estudiaré todos los casos de sufrimiento humano que puedan imaginarse, desde los más personales e íntimos hasta los males que derivan de hostilidades entre clases y desacuerdos internacionales.”

Influenciado, e incluso abrasado por su incapacidad para mostrarse públicamente como homosexual, Mann busca, en boca de Settembrini, lúcido e incómodo personaje de su obra, entender, por medio de la “sociología del sufrimiento”, los avatares del dolor, las formas de sobrellevarlo, atraparlo y compartirlo. Luchar contra el dolor podría ser el lema de la enciclopedia imaginaria de Settembrini. La montaña mágica fue publicada en 1924. La “sociología del sufrimiento” sigue siendo tema vigente, tanto en el individuo como en la sociedad.

Mann era una persona sana. Esconder su homosexualidad seguramente era fuente de dolor y desasosiego. Quizá, especulo, las incomodidades fruto de esas malas vivencias fueron matriz para escribir y hablar acerca del dolor y la enfermedad. Además de la tuberculosis, se ocupó en El doctor Fausto de la sífilis, y en una de sus primeras novelas, Alteza Real, escribe escondido en la voz de uno de sus personajes: “Mi salud es mala. No puedo decir que desgraciadamente, pues estoy convencido de que mi talento está inseparablemente unido a mi enfermedad del cuerpo”. Algunas personas presas de dolor, convencidas de que la enfermedad siembra ideas, ante su incapacidad para desarrollar otro tipo de actividades, encuentran sosiego en el arte y en la posibilidad de expresarse, vía música, literatura o danza. Acoplar enfermedad con actividad creadora deviene mejoría.

Para Graham Greene la escritura y su bipolaridad se complementaban, se retroalimentaban. En algunas de sus novelas pinta bien esa necesidad; en la vida real, la vive: además de escritor fue, durante la segunda Guerra Mundial, espía. La bipolaridad marcó parte de su creación y algunos de sus vaivenes políticos. Greene era consciente del peso de su enfermedad, y de la carga incómoda y dolorosa propia de sus desequilibrios: “Desafortunadamente, la enfermedad que uno padece es también material para escribir”. Para contrarrestar su bipolaridad Greene escribía sin cesar; su producción fue vasta: “Escribir es una forma de terapia; a veces me pregunto cómo logran escapar de la locura, de la melancolía y del pánico, que son estados propios de la condición humana, los que no escriben, ni componen ni pintan”.

Quizá Greene exagera respecto de la locura pero acierta cuando considera a la escritura como una forma de terapia. De acuerdo con sus biógrafos, la idea del suicidio rondó con frecuencia su vida. En algunas de sus novelas esa pulsión quedó plasmada, y se dice que en más de una ocasión el autor de A Burnt-Out Case ingirió somníferos en exceso con la intención de poner fin a su vida. El novelista británico sobrevivió a sus crisis maniacodepresivas y a los dolores propios de esos episodios gracias a la pasión que la escritura ejercía sobre él. Deben ser muchos los enfermos, famosos o no, cuya vida se lastime menos, o al menos se sobrelleve, gracias al poder terapéutico del arte. Algunos creadores perviven por su oficio y otros no se suicidan por el compromiso que deviene crear. Cuando se padece y sufre, verterse y entregarse a alguna actividad creadora puede ser la única vía para aferrarse a la vida.

Difícil afirmarlo, pero quizá Greene no se suicidó porque siempre tenía mucho por escribir; para él la actividad creadora fue un antídoto contra el sufrimiento. Algunas escuelas de medicina utilizan el arte para ayudar a sanar a las personas o para mitigar sus penas; en otras, los alumnos leen textos vinculados con el dolor, los comentan, escriben notas, y en ocasiones incluso realizan pequeños ejercicios de actuación buscando emular los sentimientos de los enfermos.

Graham Greene conocía, por su compromiso hacia los derechos humanos, y debido a sus cuadros depresivos, las diversas caras del sufrimiento. Hace algunos años se describió el síndrome de desgaste, nombre médico creado para designar el desgaste y agotamiento, tanto físico como psíquico, que sufren las personas —médicos, enfermeras, secretarias— cuya actividad se centra en atender a otras con la finalidad de satisfacer sus demandas. Quienes padecen esta enfermedad padecen cansancio, irritabilidad, somnolencia, falta de atención, ansiedad. El nombre, síndrome de desgaste, proviene de la novela A Burnt-Out Case: curioso homenaje para el gran novelista.

No pocos enfermos se desgastan y se alejan del torrente de la vida. May escribió una nota:

Siempre llega la noche, sin luz el dolor no me mira. Si poco me muevo sufro menos. No duermo tranquila. Paz es palabra lejana. No pretendo negar el dolor, sólo aspiro a sufrir menos. Escapar de él, por momentos, es suficiente. Aparcarlo es un regalo. Escabullirme, engañarlo, desaparecer por un rato, ¿cómo hacerlo?

Ir al baño, contestar el teléfono, leer el periódico… todo me cuesta. Lo sencillo ha dejado de ser sencillo. En la noche mi cuerpo pide menos. Se contenta si no le exijo que me lleve. Peso menos, peso mucho. Pesan vida y piernas. Moverse es un triunfo, ¿para qué? Mi cuerpo se dobla, mi cuerpo no puede.

—Estoy agotado —me susurra.

—Te entiendo —le respondo.

—¿Cuánto pesas?

—Peso poco. ¿No lo sientes?

—Pesas mucho —me dice mi cuerpo mientras jala aire.

—Peso menos. La enfermedad me ha chupado, ¿qué no ves?

—Pesas mucho. Mis rodillas apenas pueden. No tengo fuerza. ¿Cuánto tiempo seguiremos juntos?

—No lo sé. Sigo enferma. Perderé, seguro, algunos kilogramos.

—¿Para qué movernos si podemos seguir en el mismo sitio?; ¿por qué seguir si no tiene caso seguir?

—Sí —respondo sin saber por qué digo sí—. No sé —agrego sin saber por qué digo no sé.

—La fatiga me mata —agrega.

—¿Qué hacer? —le respondo.

—Aguantar, al final llega la noche.

Otro enfermo, desgastado, escribió:

Algunas pérdidas son irreparables. El mal te come. La enfermedad oscurece la vida, desordena la casa. El silencio del cuerpo desaparece cuando el mal ocupa alguna porción de éste o modifica cualquier función. Se acaba el silencio. Llega el ruido. Se marchita la feliz inconsciencia de la salud. El ruido de las pérdidas es atronador. Ser enfermo no es fácil. Muchas cosas cambian. Cambia uno, cambia todo. Cambiar (aceptar) con el cambio (atenuarlo) es el reto.

El caso de Gustave Flaubert y su mirada sobre el dolor es interesante. Flaubert, hijo de médico, vivía cerca del hospital donde laboraba su padre. Sufrimiento y muerte eran constantes en el entorno. En más de una ocasión presenció alguna intervención en la sala de disecciones, fenómeno que sin duda contribuyó a su sensibilidad. A sus vivencias infantiles y juveniles, ligadas a la profesión de su padre, debe agregarse la epilepsia, mal con el cual convivió durante muchos años. En sus manuscritos son más las tachaduras y las enmiendas que las palabras preservadas. ¿Es válida la siguiente hipótesis?: aunque la epilepsia le impedía escribir con fluidez, contribuía a la profundidad y la grandeza de sus escritos.

Además de la epilepsia fueron acicate, tanto para sus depresiones y tristezas como para su actividad creadora, su histeria —así lo describen sus contemporáneos—, la mala relación con su padre, quien deseaba ver a su hijo coronado como abogado pues consideraba que la literatura era una actividad inútil, así como la angustia que sufrió a los cincuenta años cuando los prusianos invadieron su ciudad y se alojaron en su casa. La frecuente ingesta de alcohol también lo perturbaba: “La única manera de vivir aceptablemente es ahogándose en la literatura como si se tratara de una interminable orgía”. Sus conocidos resaltan la neurosis de Flaubert; para él era imposible convivir por tiempo prolongado con la gente. Su neurosis, dolor al fin y al cabo, le obligaba a encerrarse en sí mismo. Ese encierro le permitía trabajar obsesivamente.

La primera crisis epiléptica de Flaubert, a los veintidós años, pese a no manifestarse después durante muchos años, lo marcó y fue motivo continuo de preocupación y dolor: “Mi vida activa acabó a los veintidós años […] Tengo mis nervios que no me dan reposo”. Ese temor y su neurosis, que crecía sin coto, así como la muerte temprana de su padre y una hermana aislaron a Flaubert. Su desasosiego era fuente de sufrimiento. “Había un desgarramiento atroz del alma y el cuerpo. Tengo la convicción de haber muerto varias veces”, le escribió a su amante, Louise Colet. Neurosis y miedo a nuevas crisis epilépticas fueron compañeras perennes de Flaubert.

Respecto de los posibles vínculos entre actividad creadora y enfermedad no hay acuerdo. Algunos estudiosos, como el doctor Philip Sandblom, quien expone sus ideas en el magnífico libro Creativity and Disease. How Illness Affects Literature, Art and Music (Marion Boyars Publishers, Nueva York, 1992), consideran que hay una suerte de diálogo entre dolor-enfermedad y pulsión creadora. Su estudio, erudito y sencillo, ofrece muchos ejemplos. Según Sandblom, hay momentos en los cuales el dolor, a pesar de sus lastres, estimula la actividad creadora. Para otros, el dolor impide la libido e imposibilita la actividad creadora. Desde mi punto de vista sí existen vínculos entre enfermedad y creación. Dolor físico y anímico difieren. El primero, cuando es intenso, atenaza, interrumpe, impide; al disminuir, permite. El segundo, el del alma, incluso mientras se padece, busca caminos —pintura, escritura— para mejorar. Otras veces, si las penas rebasan las alegrías hay quien recurre al suicidio para poner coto a sus sufrimientos. Es la matriz íntima de la persona la que determina si el dolor enciende o apaga la libido de la creación.

Las amenazas, provenientes de cualquier pérdida —dolor es pérdida—, mueven y cuestionan. Hace años, en un pequeño texto sobre arte y enfermedad, escribí: “Las medicinas curan sin alterar la conciencia del enfermo; el arte mejora porque modifica”. Con el rigor propio de la distancia reitero esa idea: algunas personas encuentran en el arte un gran paliativo, diferente del ofrecido por doctores o medicamentos. Cuando la sanación o la mejoría provienen de palabras, lienzos, música o ballet, el camino recorrido adquiere otro significado. “Curarse uno mismo”, vía arte, implica mirar adentro y cambiar, desde las entrañas, con el yo, con el alter ego. Poco antes de morir María, dejó escrito en el epílogo de su libro diario:

Sumergirse dentro de uno mismo, aunque duela, sirve. La enfermedad, siempre ajena, desconocida, es un intruso: Irrumpe en la vida diaria, atemoriza. Incorporarla a la cotidianidad es deseable, permite convivir mejor con las pérdidas y con uno mismo. Quiero dejar de no vivir, de no ser quien era. ¿Cuándo sabes que no eres quien eras? Nadie te lo dice. Hay un punto de inflexión difícil de reconocer. Lo sabes cuando lo anormal suple a lo normal, lo sencillo se vuelve complicado y los actos cotidianos impensados requieren esfuerzos extras para realizarse. Hoy todo pesa, no puedo cargar con la vida. Vida y muerte me pertenecen. Mis últimas palabras tienen destino: Tocar tu boca, decir adiós.

El dolor físico mina el deseo mientras se padece; cuando cede o se controla, puede devenir en personas dedicadas a literatura, música, pintura o cualquier arte, una nueva e inédita fuerza. Es factible, lo dirá la ciencia en el futuro, que el mundo del arte y los placeres intrínsecos inherentes a esa actividad generen cambios químicos implicados en el proceso creador tal como sucede en los deportistas, cuya sensación de bienestar se debe a la producción de sustancias denominadas endorfinas, similares a los opiáceos.

Otros enfermos, no artistas ni escritores, destinan espontáneamente algunas horas a pintar o a escribir para menguar sus mortificaciones. Saberse vulnerable provee esa fuerza. La cortedad de la vida se entiende cuando enfermedades graves o la muerte acechan. El dolor no es filosofía pero inclina a la persona a reflexionar en conceptos lejanos o impensados. Vulnerabilidad es uno de ellos. Saberse vulnerable activa y es fuente de preguntas e inquietudes. Muchas certezas desaparecen o dejan de serlo. Seguridad no es ya un espacio inviolable. Las células enfermas descomponen los tejidos sanos, siguen su camino. No hay fin, no hay alto. El dolor enciende alertas: nadie es invulnerable. Así lo percibió un enfermo:

Para sobrevivir, o para no dejarse morir, los enfermos deben insertarse en su nueva realidad. Cuando llega el mal y toca la enfermedad, las viejas realidades, las que nos poblaron, las que habitamos, cambian o pierden sentido. Todo es finito, todo acaba, estoy agotado. Pronto mañana no será más. Quiero vivir, ¿cómo?, mi cuerpo no puede, no me escucha. Lo muevo y no se mueve, lo toco y no se percata. Quiero vivir, ¿cómo?, el cuerpo no responde.

El dolor del alma puede ser simiente para crear. Como paradigma de ese vínculo se cita con frecuencia a Vincent Van Gogh. A su lado militan muchas figuras. Comparto tres ejemplos. En todos existe interrelación entre creación y enfermedad.

Frida Kahlo pintó y grabó sus dolores en algunos cuadros. La columna rota, producto de sus traumáticas experiencias, de las cuales nunca se libró, es vivo retrato de su dolor. A los diecisiete años, el autobús en el que viajaba fue embestido por un tranvía. Su columna quedó dañada. Fue sometida, como escribí páginas atrás, a treinta y dos cirugías. Las huellas físicas, el dolor crónico, la incapacidad para tener hijos, su dependencia, sus mermas morales, su tristeza y su depresión quedaron plasmadas en ese y otros cuadros. La columna rota es testimonio vivo de sufrimiento. El cuadro rezuma dolor. No es necesario hurgar demasiado ni ser crítico de arte. Basta detenerse unos minutos frente a él para comprender el dolor de Kahlo. Observar su columna fracturada, los clavos por doquier, el más largo justo sobre el corazón, sus lágrimas, la mirada perdida, el exceso de vello en los labios y el corsé como único sostén exponen sus aflicciones. Kahlo buscaba exorcizar sus penas mediante ese y otros óleos.

Lo que me dio el agua es otro cuadro donde Frida se pinta y pinta sus dolores. Kahlo nació con espina bífida, defecto congénito que le producía dolores en piernas, pies, e incluso úlceras en las extremidades. Esas heridas, usualmente muy dolorosas, se observan en Lo que me dio el agua: úlceras y cambios tróficos son evidentes en ambos pies. El dolor corre junto a la sangre de la cadena del tapón de la bañera. Su sangre mana, pinta, contagia; la sangre en la bañera sigue el destino de todos los líquidos: fluyen al fin de todos los mundos.

En 2007, para conmemorar el centenario del nacimiento de Frida, se publicó un bello libro, Frida Kahlo: 1907-2007 (RM, México, 2007). Transcribo unos párrafos de mi autoría dedicados al cuadro El sol y la vida:

En El sol y la vida cohabitan la eternidad y la certeza de que vida y arte nunca fenecen. Conviven la imaginación desbordada y la ausencia de límites. El feto por nacer aguarda en el útero de la naturaleza, el ojo de la Tierra llora mientras los ojos del sol observan. Las nervaduras suben y bajan; las hojas acogen la voz de la pintora y cobijan la imaginación desbordada de Frida, quien pinta lo que vive y sufre lo que pinta. La lágrima, al asomarse, recuerda que el dolor es parte del esqueleto herido, y alimento y tierra para que la imaginación ilimitada intentase mitigar sus tribulaciones psíquicas y sus querellas corporales, en ocasiones contra la vida, en ocasiones por la vida. Pedazos de ella misma, retazos del alma, telas por zurcir.

Por esos trazos circula la sangre de Kahlo. El cuerpo apenas concebido invoca las palabras pendientes —vida, muerte, pasión, maternidad, naturaleza, lienzos—. Los ojos evocan, entre recovecos, el reclamo del alma: mitigar el sufrimiento, paliar el dolor y restaurar la piel para impedir que las heridas continúen supurando. Las pinturas germinan a partir del dolor, del humor cuya vitalidad le facilitaba sobrevivir a las pérdidas y a los deseos de su psique, ora alegre, ora triste. Quizá por eso la salud hubiese sido para Frida una nueva y dañina enfermedad.

* * *

William Styron narra, en su libro-autorretrato Darkness Visible: A Memoire of Madness (Random House, Nueva York, 1990), originalmente concebido para una serie de pláticas sobre trastornos emocionales en la escuela de Medicina de la Universidad Johns Hopkins, sus peripecias e ideas suicidas producto de la depresión. En el libro ahonda en la vida de otros creadores como Albert Camus, Roman Gary, Ingmar Bergman, Virginia Woolf o Primo Levi, cuya existencia y obra estuvieron marcadas durante algún tiempo por alteraciones similares; Woolf, Gary y Levi se suicidaron.

Hay quienes han conjeturado acerca de una mayor frecuencia de suicidios en personas dedicadas a la creación artística. Aunque es imposible aseverarlo, quizá exista una cierta, pequeñita proclividad hacia el suicidio: pasión, melancolía, clarividencia, sufrimiento, entrega absoluta y adicciones podrían ser causas subyacentes. De todas esas circunstancias gozan y padecen buena parte de los creadores.

En el prólogo de Suicidas. Antología (Opera Prima, Madrid, 2003), Benjamín Prado destaca algunos motivos por los cuales grandes escritores optaron por suicidarse, no porque hubiesen fracasado en la escritura sino más bien porque no pudieron lidiar con circunstancias adversas de la cotidianidad. Sylvia Plath, después de varios intentos, incapaz de afrontar el dolor por haber sido abandonada pone fin a su vida: abre las llaves de gas de su estufa y se encierra en la cocina. Stefan Zweig se suicida junto con su esposa por medio de fármacos —existe una teoría poco aceptada de que fue asesinado—. Acostumbrado a una vida exitosa, conocedor y parte de la intelectualidad austriaca, no soportó el exilio impuesto por el nazismo. Entre su Austria y Petrópolis (Brasil), la distancia (y el olvido) era infinita.

Paul Celan y Primo Levi, ambos supervivientes del Holocausto, decidieron quitarse la vida cuando la culpa por haber sobrevivido superó las razones de la vida. Ernst Hemingway utiliza una escopeta para terminar el sufrimiento producto de la hemocromatosis, del alcoholismo y de la depresión. Cesare Pavese se cuelga, de acuerdo con Prado, debido a su incapacidad para seguir viviendo, mientras que Virgina Woolf se sumerge en el río Ouse para escapar de la locura que la asfixiaba.

El listado previo incluye algunos escritores suicidas. No pretende establecer vínculos entre profesión y tendencia suicida. Algunos escritores cargados de oprobios ponen fin a su vida cuando les resulta imposible sobreponerse a sus problemas, aunque, bienvenido el disenso, quizá lo contrario sea la hipótesis correcta: la escritura fue su vínculo con la vida y la razón por la cual no terminaron con ella tiempo antes.

Cuando Styron no consiguió lidiar más con su enfermedad buscó internarse. A diferencia de los creadores citados por él y que optaron por suicidarse, la pulsión de vida pesaba más. Atrapado y rebasado por la depresión se hospitalizó. “Sin duda —escribe en Darkness Visible— el hospital fue mi salvación, y no deja de ser paradójico que en este austero lugar de puertas cerradas y alambradas encontrara el reposo que no pude encontrar en la tranquilidad de mi granja para refugiarme de la tempestad que bullía en mi cerebro.” Renglones adelante, se lee:

Cuando recuperé la salud y pude reflexionar en el pasado a la luz de mi triste experiencia, comencé a darme cuenta de que durante muchos años la depresión se había posado junto a los límites exteriores de mi vida. Uno de los temas persistentes en mis obras había sido el suicidio: tres de mis principales personajes se habían suicidado. Al releer, por primera vez, en mucho tiempo, algunas secuencias de mis novelas —los paisajes en los que mis heroínas habían recorrido el camino de la fatalidad— me sorprendí de ver lo acertadamente que había creado el paisaje de la depresión en la mente de estas jóvenes, describiendo en forma que sólo podía ser instintiva, movido por un subconsciente ya muy dañado por los trastornos de ánimo, el desequilibrio psíquico que las llevó a destruirse.

En Darkness Visible Styron se desnuda: escribe su propia historia clínica y transforma su vivencia en autoanálisis. ¿Cuántos escritores, recargados en el lenguaje de la vida, lejos del vocabulario médico, trazan en sus textos historias clínicas? Alejandra Pizarnik se quitó la vida a los treinta y seis años. En varios poemas escribió tramos de su historia clínica. Dos poemas:

En la otra madrugada

Veo crecer hasta mis ojos figuras de silencio y desesperadas.

Escucho grises, densas voces en el antiguo lugar del corazón.

Como yo la quería

Morir como muere un animal pequeño.

En los cuentos para niños.

Eso tan terrible,

lleno de hermosura.

* * *

Los escritos de Styron son su diván. Algunos párrafos sangran. El libro es un tratado no médico sobre los demonios de la depresión. El diagnóstico no fue sorpresa. En 1954, recién cumplidos veintinueve años, escribe, en la famosa revista Paris Review: “La escritura es una terapia para las personas que perpetuamente tienen miedo a un sinfín de amenazas, como yo lo he estado la mayor parte del tiempo”. Al lado de Styron abro mi cuaderno de notas; apuntes, ideas, reclamos, voces de enfermos pululan en sus páginas: “He olvidado mi dolor. La Palabra, las palabras, me persiguen. Curo mi tristeza gracias a las letras”.

Durante años la depresión fue una sombra en la vida de Styron. Imposible no tener en cuenta el sobrio y agudo trazo del desequilibrio emocional de muchos de sus personajes. Conocedores de su obra afirman que Styron padecía un sufrimiento indescriptible cuya cura, o aplacamiento, radicaba en la escritura.

Styron escogió vivir. Preparó su pócima. Las “memorias de su locura” fueron atemperadas gracias a la escritura. Eligió las palabras sobre la soga, los barbitúricos, o las vías del metro. Sus palabras fueron antídotos contra el dolor, sus reflexiones conducto para salir del infierno al cual había descendido cogido de los brazos de la depresión. La escritura superó los beneficios de los antidepresivos. La crónica de sus dolores, miedos, agobios y pérdidas retrata las tinieblas en las cuales se encontraba sumido y no lograba superar. Gracias a las palabras Styron logró salvarse. Su vínculo, como el de otros escritores o creadores, con el lápiz o la paleta era vital. Por medio de ese deseo —escribir, componer música, pintar—, y la pulsión creadora, Styron, e infinidad de artistas, superan la depresión y las ideas suicidas.

La lucha de Styron me recuerda la lucha de dos enfermos. Lucha es término adecuado. Lucha en el sentido puro y real: no permitir que la muerte que se gesta adentro, en la sangre, en el ánimo, venza a la vida; no cejar ni claudicar por la depresión. Esas batallas se confrontan mejor y se ganan cuando la libido hacia la vida, a pesar de las caídas, pervive gracias al pasado creador o al afán de continuar indagando.

Un enfermo joven, abogado y poeta, depresivo, preñado de miedo, quien saltaba de un médico a otro en busca de consuelo o de certezas imposibles de encontrar, consiguió, con lápiz y papel, con palabras a las que recurría cuando se hundía, aparcar la muerte:

Camino sin rumbo. Voy de la nada a la nada, de una nada desconocida a una conocida. Enfermo descubro el inmenso universo: nada e infinito son semejantes, quizá idénticos. La primera es inasible, el infinito inalcanzable; nada e infinito son absolutos. La enfermedad descubre otros universos. El tiempo del mundo queda relegado. Sólo importa el tiempo de la enfermedad.

Incontables pasos inútiles. Reina la confusión. Un día me llama la muerte, otro me susurra la vida. Hoy, las pequeñas verdades llenas de luz, los cortos instantes llenos de vida, al menos hoy, me abrazan.

Regreso. Dejé el papel siete días. El dolor no cede, penetra todo. Un día negro, el siguiente más negro. Algo se quiebra dentro de mí. No sé si es el alma, el cuerpo, o ambos. Escucho cómo rozan los huesos, me asusto. Es algo así como un crujido. Quieto no oigo ni ese ni otro ruido; me escucho. Pienso en mañana, en el dolor sin sentido, en la muerte que aguarda. Ahí, en la muerte-mañana, infinito y nada son palabras yermas.

Otro enfermo, cuya historia de vida contenía más alegrías que tristezas, optó por despedirse con decoro. Dejó notas, pláticas y recados por doquier, así como un diálogo inacabado, ¿irreal?, ¿ficticio?, ¿real?, diálogo…

—Excavo en mis recuerdos —dijo P.

—¿Por qué lo haces? —pregunté.

—Morir lleno duele menos. Partir dejando el menor número de recovecos y reclamos y pendientes y deudas y enojos y desamores y rincones no visitados y palabras no dichas y palabras no escritas y pleitos no finalizados, es mejor: quienes se quedan, sufren menos.

—No entiendo.

—No quieres entender. No quieres escucharme.

—Ni lo uno ni lo otro. Más bien, no puedo escucharte.

—Morir sin deudas, convencido de la indignidad de lo que sigue, asumiendo, hasta donde sea factible el final, lastima menos a quienes te acompañan.

—Tus palabras son crudas.

—No le temo tanto a la muerte como a la ausencia de vida. Me quedan restos de vida, no más. Quiero aprovechar las fuerzas que aún tengo para dejarles a mis seres queridos, para dejarte a ti, recuerdos bellos, no dolorosos. Hacerlo suaviza la crudeza de la muerte. ¿Qué me queda? Palabras, encuentros con amigos y familia, conmigo, con el pasado…

—¿Qué ganas con eso?

—La enfermedad me ha amputado la libido del presente. Persiste el amor hacia el pasado. Excavo en mis recuerdos para decir adiós sin tanto dolor. Lo hago por mí, por los míos.

A pesar del tumor maligno que le robaba fuerza, P luchaba por dejarle a los suyos una imagen menos cruda. Dedicó sus últimos meses a repartir y a compartir. Escribió notas, recados y regaló todos los enseres y pertenencias que amaba. Ningún objeto amado quedó huérfano; todos los acompañó con palabras. Intentó no obviar a ninguno de sus seres queridos: familia, amigos, compañeros de trabajo.

—La muerte no perdona. Dejar lo mío, mis recuerdos, partes de mi persona, los planes inacabados, los nietos maravillosos lastima mucho; es, ¿verdad?, el preámbulo del fin. Hacerlo, sin embargo, sirve: empaña el triunfo de la muerte.

* * *

Entre muchos autores posibles —Cesare Pavese, Paul Celan, Virginia Woolf, Danilo Kis, Horacio Quiroga, Stefan Zweig…—, concluyo este apartado con Alejandra Pizarnik. En el prólogo de Alejandra Pizarnik. Prosa completa (Lumen, Barcelona, 2001) escribe Ana Nuño:

No es la vocación de un prólogo contradecir o desalentar al lector. Sería deshonesto y aun descortés, sin embargo, no poner de pórtico a la prosa reunida de Alejandra Pizarnik una advertencia: vosotros que entráis en este universo habéis de abandonar los lugares comunes que acompañan el nombre de esta escritora. Son los mismos, por cierto, que lastran la recepción de las obras de otras escritoras: locura y suicidio.

Coincido con Nuño. Sin embargo, mi sin embargo, cuando el final es suicidio, en el caso Pizarnik, no es posible separar obra y elección.

El suicidio es el máximo ejercicio de libertad y la escritura también es una actividad donde priva la libertad. En ese tamiz, pluma y barbitúricos, lápiz y soga, se emparentan. Finalizar, motu proprio, como hizo Pizarnik, con su vida, impide separar acto y escritura. La advertencia de Nuño es prudente: sí, es prudente leer la vida y obra de Pizarnik sin calificar, sin estigmatizar y sin condenar, pero es imposible leer y no obviar su pulsión hacia la muerte. El reto es leer entre líneas.

La lectura entre líneas invita a indagar más y de otra forma. Por ejemplo, para quienes gozan, aunque en ocasiones se arredren, con la poesía de Alejandra, es una pena enterarse de la cortedad de su vida (1936-1972). Otro ejemplo. Leer, en la revista Sur (número 326 de septiembre de 1970-junio de 1971), algunas de sus opiniones: “La mujer no ha tenido nunca los mismos derechos que el hombre…”, y “La poesía no es una carrera; es un destino”. O bien, enterarse de sus ideas reflejadas en una entrevista: “Creo que en mis poemas hay palabras que reitero sin cesar, sin tregua, sin piedad: las de la infancia, las de los miedos, las de la muerte, las de la noche de los cuerpos…”

La historia de Pizarnik, como todas las historias, se fraguó antes del embarazo de su madre. Hija de inmigrantes judíos europeos creció bajo el estigma con el cual lidian las personas que abandonaron su terruño por razones ajenas a su voluntad. Quienes viven sólo bajo la égida del núcleo íntimo de la familia, sin primos, sin tíos, sin familiares-niños con quienes compartir durante la infancia las calles, sin la mesa extendida repleta de personas con apellidos similares durante fiestas, aniversarios, duelos, suelen madurar impregnados por diversas dosis de melancolía, tristeza, timidez, nostalgia. Pizarnik vivió y fue víctima del exilio involuntario de los padres. La mayoría de las personas, me incluyo en la lista, que crecen no en el país que les hubiese correspondido nacer llevan a cuestas el dolor del exilio, en ocasiones mucho, otras veces poco. El recuerdo de la tierra original siempre escuece.

En la biografía de Pizarnik se lee que, además de tartamudear, hablaba con acento europeo, sufría acné y sobrepeso. Esas circunstancias, en la niñez, propician burlas y estigmatización (hoy se llama bullying), y son simiente para la exclusión, la autoexclusión y, en casos extremos, la sensación de humillación como acmé de esa mezcla. Su autoestima era pobre. Acudió durante años a psicoanálisis y se recargó en las anfetaminas, sea para bajar de peso o mejorar su libido.

La suma de esos sinsabores devino depresión. Sus poemas reflejan esos lastres: soledad, muerte y dolor son temas recurrentes. El reconocimiento temprano y la amistad de grandes literatos como Octavio Paz (prologó Árbol de Diana), Julio Cortázar y Rosa Chacel no fue suficiente para evitar que sus depresiones la condujesen al suicidio. Tras dos intentos fallidos, mientras gozaba de un permiso del hospital psiquiátrico en el cual se encontraba recluida, ingirió suficientes barbitúricos. Su suicidio puso fin a sus dolores. Su poesía y su prosa reflejan su vida. Copio dos pequeños poemas (Alejandra Pizarnik Poesía completa, Lumen, España, 2000):

Encuentro

Alguien entra en el silencio y me abandona.

Ahora la soledad no está sola.

Tú hablas como la noche.

Te anuncias como la sed.

* * *

Fiesta

He desplegado mi orfandad

sobre la mesa, como un mapa.

Dibujé el itinerario

hacia mi lugar al viento.

Los que llegan no me encuentran.

Los que espero no existen.

Y he bebido licores furiosos

para transmutar los rostros

en un ángel, en vasos vacíos.

* * *

La poesía de Pizarnik, más que su prosa, refleja una lucha interna, voraz, despiadada, para acomodar su vida a la vida del mundo: “Me quieren anochecer, me van a morir”; “Yo he dado el reino de mi edad a la noche de los cuerpos para saber si hay una luz detrás de la puerta cerrada”. Otra vez Ana Nuño: “…la escritura concebida como espacio ceremonial donde se exaltan la vida, la libertad y la muerte, la infancia y sus espejismos, los espejos y el doble amenazador…” Pizarnik inventó gracias al lenguaje un modo de estar en la vida. Su lenguaje inmenso era infinito. Quizá nunca se hubiese agotado. En cambio, su vida agotó su lenguaje.

* * *

La universalidad del dolor —no hay quien no lo padezca en algún momento de su vida—, su presencia ancestral —surge con el ser humano—, su poética —no hay poeta sin versos dedicados al dolor—, su necesidad —no hay quien no lo busque en algún momento de la vida— y la imperecedera lucha del ser humano por comprenderlo y manejarlo —son incontables los investigadores y médicos dedicados a entender y paliar el dolor— son constantes universales del dolor. Su suma lo convierte en materia obligada y nunca acabada. Aunque muchos tipos de dolor son idénticos, la percepción individual tiene enormes variaciones. Estoico, macho, hipocondriaco, umbral alto, umbral bajo, valiente, cobarde son términos utilizados para describir a quienes lo padecen.

El dolor siembra ambigüedad e incertidumbre. Ambos sucesos, innatos en el ser humano, son bienvenidos: a partir de ellos se construye, se pregunta. Las dudas y la falta de conclusiones mueven. El dolor es un abanico inmenso. Su país, de tela o sangre, de papel o cáncer, de piel o desamor, es infinito; todo, absolutamente todo, cabe en el abanico dolor. Leerlo y buscar cómo entenderlo, a partir de la vitalidad de la ambigüedad y las bondades de la incertidumbre, requiere múltiples lecturas.