El tiempo del dolor
El tiempo del dolor, su percepción y la forma de vivirlo difieren no sólo entre personas, sino en la misma persona. Los seres humanos, igual que las aguas del río de Heráclito y las aguas de todos los ríos, cambian. En sus cauces, en sus peces, en la arena, en los deshielos, en los barcos, en invierno, en verano, todo cambia. El llanto del bebé se esfuma de inmediato con el canto de la madre o gracias a la leche, cuyo viaje del pezón a la boca hambrienta del recién nacido es el clímax de la vida y apoteosis de la existencia. El dolor pasajero en la primera infancia cura pronto gracias al afecto y a las caricias de la madre. El desamor de la juventud sana con un nuevo amor. Las molestias cotidianas en la adultez, secundarias a enfermedades crónicas, se deben entender y aceptar como condición de vida, mientras que la aparición de un nuevo dolor en la vejez puede presagiar el final o algún mal irremediable. Otras circunstancias, encuentros-desencuentros, pobreza-riqueza, soledad-amistad, ilusión-depresión, son determinantes en la vivencia del dolor. Lo mismo sucede con la percepción individual del dolor —“mi umbral es muy alto”— y con el significado que cada quien le otorga a la salud.
En el formidable libro de Hans-Georg Gadamer, The Enigma of Health (Stanford University Press, 1996, traducido del alemán), el longevo y brillante filósofo dedica unos párrafos al dolor.
En los últimos versos que escribió Rainer Maria Rilke —escribe Gadamer—, quien falleció como consecuencia de una grave e incurable enfermedad de la sangre, expresó que debido a los punzantes y desgarradores dolores se sentía aislado. “Ay vida, vida, estar afuera”, escribe Rilke para subrayar cómo el dolor nos aísla del vasto mundo exterior y nos encierra en lo que es puramente interior.
Rilke murió como consecuencia de leucemia. Durante su enfermedad escribió varios poemas. El dolor y las molestias secundarias a su enfermedad separaban a Rilke del mundo externo y le impedían continuar en el torrente de la vida. Muchos enfermos se aíslan o se fugan de la vida externa, de las circunstancias del día y de los avatares del mundo; fugarse es sinónimo de coraza, de parapeto. No “estar afuera”, se lamentaba Rilke. No salir, sentirse atenazado, es otra de las caras del padecer.
Sándor Márai, en Diarios. 1984-1989 (Salamandra, Barcelona, 2008), ofrece una visión demoledora de sus últimos años:
No tengo planes de suicidio, pero si el envejecimiento, la debilitación, la pérdida de mis capacidades avanzan al mismo ritmo, es bueno saber que podré acabar con ese humillante deterioro en cualquier momento, y no tendré que temer lo peor: terminar en uno de esos vertederos institucionales, en un hospital o una residencia de ancianos. Sin embargo, hay que tener suerte incluso para eso, porque la apoplejía puede impedir la huida.
No “estar afuera” tiene dos rostros: uno proviene de la enfermedad: dolor, náuseas, indignidad, fatiga; el segundo es parte del cruel universo de la estigmatización: muchos enfermos son señalados y aislados. Aunque ese desprecio era más frecuente en el pasado, en la actualidad, como lo comenté páginas atrás, no son pocas las personas que sufren tanto por la enfermedad como por la estigmatización. Rilke escribió su epitafio. En él retrata su asfixia:
Rosa, oh contradicción pura en el deleite
de ser el sueño de nadie bajo tantos
párpados.
* * *
Algunos enfermos, atrapados por el dolor, experimentan vivencias similares a las de Rilke. El dolor los encierra y les impide vincularse con lo que fue su vida, su entorno, sus calles. Ese (auto)aislamiento magnifica las molestias, incrementa la soledad, y termina convirtiéndose en un círculo vicioso; cuando no se logra salir del círculo sobrevienen cuadros depresivos que complican el manejo del dolor. La mezcla dolor-depresión es muy nociva: en ocasiones no es posible regresar al mundo externo. Algunos médicos han creado una suerte de escuela donde se invita al enfermo a narrar su padecimiento, a escribir y escribirse, a construir una narrativa de la enfermedad cuya simiente sea el propio ser, su percepción, su vivencia, su yo dañado. Buscar adentro, no en libros ni en internet, acerca de la naturaleza de su mal, puede ser terapéutico. El “yo dañado” es tema amplio, tan amplio como la vida. El peso de los miedos, la magnitud de las dudas y la pérdida de las certezas son sucesos frecuentes en muchas enfermedades y rostros del “yo dañado”. Otra vez Márai: “A veces me siento como un recuerdo de mí mismo”.
A lo largo de éste libro he transcrito algunas oraciones de pacientes, suyas o interpretadas y modificadas por mí. Con los enfermos, verbatim, citar “palabra a palabra”, o bien, seguir la “reproducción exacta de una sentencia, frase, cita u otra sentencia de texto desde una fuente a otra”, no es posible. En cambio, a partir de sus palabras y elucubraciones es posible crear un lenguaje a cuatro manos, donde la mirada, la mirada dolorosa, se estampe con precisión. Verbatim, en la clínica, cuando dolor es el tema y dos personas los interlocutores, es una actividad enriquecedora y terapéutica. Es otra forma de “yo en ti”.
Las palabras de los pacientes narran la vida a partir de su dolor y sus miedos. Mis palabras interpretan sus palabras: la voz de ida y de regreso es un instrumento útil para comprender lo que hay detrás y a los lados del diagnóstico. Artritis reumatoide, cáncer de esófago, diabetes mellitus son términos médicos ad hoc; gracias a ellos se conduce al enfermo. Esos diagnósticos son el acmé de la ciencia, pero no reflejan el clímax de las interacciones de las voces. Las palabras, otra vez, de ida y vuelta, son tanto o más importantes que las etiquetas diagnósticas. Sumergirse en la enfermedad y compartir y contar el dolor es un acto necesario, un ejercicio donde médico y enfermo entremezclan ideas y palabras para construir una narrativa.
Con frecuencia juego con la provocadora idea de Ludwig Wittgenstein: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Esa idea retrata algunos rostros de la enfermedad. El mundo deformado, la vida claudicante, el cuerpo desaseado, amputado por la patología, requiere reinventarse, requiere otro lenguaje. Nuevas palabras, nuevas voces; heridas recientes, debilidades inéditas. “En ocasiones me vivo casi muerto”, escribió un paciente. Coger la pluma con la mano que claudica y acercarse al desorden provocado por la enfermedad es necesario. Pensar en el mundo inédito del cuerpo dañado ofrece otras perspectivas: permite mirar los límites del mundo y del propio ser desde otros ángulos: “Tengo mis oídos apagados. Antes todo sonaba, ahora todo calla”.
Hace años Max Shein, ser humano indispensable, primero mi pediatra y después de mis hijos, me dijo: “los médicos somos historiadores”. Tenía razón. A los pacientes les gusta —necesitan es buen término— contar su vida; si lo hacen a partir del dolor la narran de otra forma, con otros tintes, con sus lápices y palabras que, como la voz, circulan sin cesar. Con el tiempo, por las citas médicas que se acumulan, algunos doctores, y algunos enfermos, tejen historias y se convierten en cómplices. Arthur Kleiman, en The Illness Narratives: Suffering, Healing and the Human Condition (Basic Books, Nueva York, 1988), y Arthur W. Frank, en The Wounded Storyteller. Body, Illness and Ethics (The University Chicago Press, 1997), comparten sus ideas sobre los efectos benéficos de hablar y narrar. Escribe Kleiman:
La construcción del relato de la enfermedad y su narración predominan sobre todo entre las personas mayores. Con frecuencia entretejen la experiencia de la enfermedad en la trama aparentemente compacta de sus relatos de vida, cuyo desenlace revisan de manera constante. En la última etapa de su vida, mirar hacia atrás constituye buena parte del presente. Esa mirada retrospectiva sobre los momentos difíciles de la vida es tan fundamental para la última etapa del ciclo vital como lo es soñar para los adolescentes y los adultos jóvenes […] Asimilada a un relato de vida, la enfermedad ayuda al paciente mayor a ilustrar los mejores y los peores momentos de la vida […] Es importante que la persona que cuida al paciente sea testigo de un relato de vida, legitime su interpretación y afirme su valor.
El dolor busca. “Yo he dado el reino de mi edad a la noche de los cuerpos para saber si hay una luz detrás de la puerta cerrada”, escribió Alejandra Pizarnik. El enfermo narra: plasmar en palabras o en música o en pintura los significados del dolor ayuda; la carga pesa menos, la herida encuentra otras vías donde mejorar:
“No quiero entrar a mi ataúd ni llegar a la otra orilla de la vida y decir: ‘el dolor me abrasa, me acaba’. Quiero llegar a mi última morada tan lleno y entero como sea posible y decir, al lado de la muerte, hasta aquí, hasta siempre. Ha llegado el tiempo de parar: Me voy lleno de ustedes.”