Prólogo
Bien pudo el autor de esta obra haber empezado declarando con gran dramatismo y solemnidad, como lo hizo el médico francés Marc-Antoine Petit (1766-1811) en un discurso sobre el dolor que pronunció en el hospital Hôtel-Dieu de Lyon:
Ciudadanos, vengo a hablaros por un momento de uno de vuestros enemigos; del eterno enemigo del género humano; de un tirano que golpea con igual crueldad a la infancia y la vejez, la debilidad y la fuerza; que no respeta ni talento, ni rango; que jamás es enternecido por el sexo o la edad; que no tiene amigos a quienes perdonar ni esclavos que tratar con consideración; que ataca a su víctima en medio de sus seres queridos, en el seno de los placeres, y sin temer la brillantez del día o el silencio de las noches; contra el cual la previsión es vana y la defensa insegura, y que parece armarse contra nosotros de todas las fuerzas de la naturaleza. 1
Para fortuna nuestra, el estilo de la escritura contemporánea —al menos en los buenos autores, como el de la obra que aquí nos ocupa— tiende a dejar un poco de lado esos inflados vuelos retóricos en favor de mayor atención a la sustancia del tema tratado. Pero el tono solemne no hubiera desconvenido enteramente en el caso presente, porque este libro aborda uno de los problemas fundamentales de la existencia humana: el dolor. Hasta puede decirse que es la experiencia que más perentoriamente nos obliga a mirar de frente, sin tapujos y a plena luz, los rasgos esenciales de nuestra condición de seres humanos, con sus excelsitudes y sus miserias. Pero esta experiencia es sumamente difícil de poner en palabras; hay quien dice que es esencialmente incomprensible e incomunicable, incapaz de ser englobada por el lenguaje.
Quienes tras haberlo padecido escriben sobre el dolor, generalmente terminan lamentando su incapacidad de transmitir fielmente la naturaleza de sus sensaciones. No es el menor mérito de la presente obra que su autor, el doctor Arnoldo Kraus, demuestra que la palabra tiene un papel central en hacernos comprender este fenómeno. Si no en describir su índole radical para satisfacción de quienes priorizan lo intelectual por encima de todo, al menos en arrojar luz sobre algunos aspectos de la compleja experiencia dolorosa, y, sobre todo, en incitarnos a romper la valla de soledad y enajenación que aprisiona a los pacientes que viven bajo la insoportable tiranía del dolor. Una de las más valiosas lecciones de este libro es, para el que sabe escuchar, que “gracias al lenguaje, es posible comprender los significados y las percepciones del enfermo”. Destaco también esta frase que encuentro en uno de los postreros capítulos: “El dolor transformado en palabras duele distinto”.
¿Qué es, en rigor, el dolor? El diccionario de la Real Academia Española de la lengua dice: “sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior”. Admite también una segunda acepción: “un sentimiento de pena y congoja”. La circularidad es el pecado original de las definiciones de diccionario, y nunca tan palmaria como en este caso. Porque decir que una cosa es molesta y aflictiva es tanto como decir, vía un corto rodeo, que es dolorosa: de manera que el dolor —¡quién lo hubiera dicho!— es lo doloroso. Pero lo que queremos saber es cuál es la naturaleza íntima del fenómeno, lo indispensable para que el dolor sea lo que es, y a tal punto necesario que sin ello no podría ser. En una palabra, la esencia del dolor. Sólo que en este respecto, como es bien sabido, los diccionarios suelen ser insuficientes. A poco que reflexionemos, comenzamos a sospechar que no hay palabras enteramente capaces de entregarnos lo que buscamos.
Empecinados, dirigimos nuestro cuestionamiento a quienes sufren el dolor, y constatamos un hecho interesante: que para ellos es un monstruo, un maligno ser destructor. En el imaginario del sufriente, el dolor se encarna en un ente malévolo. El escritor austriaco René Fülop-Miller observó que las palabras que todavía en la época actual usamos para referirnos al dolor son las mismas que siglos atrás se usaron para describir la posesión por demonios o por espíritus malignos. 2 Decimos que hay algo que nos quema, atenacea, corta, raja, muerde, pica, distiende, golpea, corroe, punza, oprime.
Según este lenguaje metafórico, el dolor es posesión: es algo que ha invadido el cuerpo enfermo y que, desde algún oscuro rincón de la carne, lo hiende, lo devora y lo consume. Bajo la acción del cruel y misterioso invasor, nos dice el doctor Kraus, el enfermo a veces siente la necesidad de retraerse en sí mismo, y cita el ejemplo del escritor francés Alphose Daudet, quien torturado por el dolor de lesiones neurosifilíticas se convirtió en “una persona ensimismada, abrasada por sus penas […] Cuando se padece, algunas personas se refugian en su propio ser. Entran en su persona. Daudet entró en Daudet”. Diríase que van en busca del “intruso” que los tortura (de hecho, Daudet usó el término “invasión” para referirse al mal que lo torturaba), y ante la incapacidad de expelerlo, de lanzarlo fuera, no les queda más remedio que someterse a su terrible poder, aceptar resignadamente la más abyecta sumisión. “Ahí, adentro, cuentan y se encuentran, lloran y se desgarran, y, con el tiempo, aceptan.” En otras palabras, descubren que el torturador es su propio cuerpo; que no hay “intruso” que viene de fuera; que el cuerpo quema, lacera, golpea o desgarra la propia conciencia que lo habita; se hiere a sí mismo. Ésta es una de las mil paradojas del dolor: que su imperio nos convierte en verdugo y víctima al mismo tiempo.
En un esfuerzo por capturar el dolor con palabras, recurrimos a la terminología profesional. La medicina nunca se queda corta en locuacidad; en 2 500 años de discurso ininterrumpido ha logrado acuñar suficientes términos para entendérselas con mil formas de sufrimiento. Pero frente al dolor, demuestra la misma insuficiencia que el lenguaje común. Si decimos que el dolor de la migraña es “de origen vascular”, dependiente de la distensión de terminaciones nerviosas con las pulsaciones arteriales; si decimos que el dolor de la gota es “de origen inflamatorio” causado por irritación nerviosa debida a depósitos de ácido úrico y sus derivados en los tejidos, ¿habremos logrado una cabal descripción de la esencia del dolor? El enfermo de migraña que siente su cabeza próxima a estallar, como si la tuviera atorada en el hueco entre dos placas metálicas que un diabólico dispositivo estrecha poco a poco, hasta hacerle aullar de dolor; el gotoso que siente como si alguien hundiera un clavo a martillazos en las pequeñas articulaciones de su pie, o como si un mastín rabioso lo mordiera, hincando sus enormes y afilados colmillos en lo profundo de su carne, hasta triturar los huesos; estos infelices ¿quedarían satisfechos de que la terminología técnica de la medicina da cuenta exacta de lo que es el dolor, su dolor? Seguramente no. Ni la modalidad específica de su dolor, ni los múltiples ecos, retumbos y susurros que suscita el dolor en el alma del enfermo quedarían reflejados en el lenguaje técnico médico.
Para el médico, el dolor es un fenómeno neurológico que resulta de un estímulo determinado que afecta a determinados receptores, y que se transmite en el organismo a lo largo de conductos nerviosos en esta forma o aquella. Para el sufriente, el dolor es mucho más; es también, entre muchas otras cosas, el miedo y la angustia que lo acompañan. Si el dolor es un “síntoma” quiere decir que algo anuncia, que algo señala o significa. ¿La muerte, tal vez? El paciente pregunta, angustiado: “¿Estoy muy grave, doctor?; este dolor, esta punzada, ¿es cosa seria?” Lo que realmente quiere saber es qué significa la sensación dolorosa en el contexto global de su existencia; la pregunta real es: “¿me voy a morir de esto?” Y el galeno explica que el dolor se debe al paso de un cálculo a través del conducto colédoco, o al espasmo vascular de cierta arteria de nombre críptico, o a reacciones químicas entre las enzimas pancreáticas y la grasa del mesenterio. En sus explicaciones, con frecuencia suelta términos que el paciente no conoce y que no lo ayudan. El lenguaje médico, en lugar de reforzar las murallas y organizar la resistencia contra el invasor, es infamantemente derrotado por éste, se arrodilla frente al victorioso enemigo. Más de un enfermo ve su dolor empeorar después de la docta explicación. En La muerte de Iván Ilich, el extraordinario relato en que el genio de Tolstoi describe, mejor que muchos de los más renombrados clínicos, las etapas por las que atraviesa un enfermo en su camino a la muerte, nos enteramos de cómo se siente Iván Ilich acabando de oír a su médico: “El dolor, ese dolor sordo, lancinante, que no le dejaba ni un minuto de reposo, tomaba una importancia más considerable en correlación con los enrevesados discursos del doctor”. Es que, nos explica el doctor Kraus, la mayoría de los pacientes concluyen que el dolor es algo que “no se entiende, se vive”.
La experiencia clínica del autor del presente libro le ha enseñado que la importancia de las reverberaciones del dolor es comparable a la del dolor mismo. Sabe que el miedo y la angustia son consustanciales al dolor: “el dolor como fuente de miedo, y miedo a tener dolor, se engarzan y se reproducen con facilidad”, nos dice. “Miedo al miedo —añade— es una patología no descrita”, y con admirable perspicacia observa que esta inédita patología puede explicar cuadros de síntomas desconcertantes, que ni la exploración física, ni los exámenes de laboratorio, ni la sesuda deliberación de otros especialistas esclarece.
No es lo mismo dolor que miedo, angustia, desesperación, o soledad. Este libro no disfraza ni confunde las distinciones entre estos conceptos. El autor declara que, estrictamente hablando, “dolor no implica necesariamente sufrimiento”, pues este último “conlleva conceptos morales”. Pero para el sufriente todo es uno: el dolor es la angustia; el dolor es el miedo; el dolor es también la frustración de no poder atrapar su aflicción con la palabra. A mayor abundamiento, la percepción del dolor no es igual en todos; para algunos, el dolor es la humillación de verse reducido a la impotencia; para otros es expiación, es decir, el castigo merecido por alguna falta que piensan haber cometido; para otros más, la vergüenza de sentirse disminuido y marginado por los otros, los afortunados que no son víctimas del dolor. Todas estas reverberaciones psíquicas son generalmente comprendidas bajo el rubro de “sufrimiento”.
En la feliz expresión del doctor Kraus, “el tema central es dolor, y el apellido sufrimiento”. Nombre y apellido: dos apelaciones distintas que aluden al mismo ser. Pero, puesto que el dolor físico importante va siempre acompañado de una repercusión psíquica, es una falacia desentenderse de esta última y pretender que el dolor humano puede comprenderse sin tener en cuenta los múltiples efectos del sufrimiento. El sufrimiento es al dolor como el eco a una detonación: algo que lo extiende, lo reitera, y con frecuencia lo magnifica. El sufrimiento es el dolor del dolor: el dolor al cuadrado.
En la clásica obra de Darwin sobre la expresión de las emociones, hay esta sobrecogedora descripción de la expresión física del dolor:
En el hombre la boca puede estar estrechamente comprimida, o más comúnmente los labios están retraídos, con los dientes apretados o frotándose unos contra otros. Se dice que en el infierno hay “rechinar de dientes”, y yo personalmente he oído el rechinar de los molares de una vaca que sufría de inflamación del intestino […] En el hombre los ojos, de mirada salvaje, están fijos como en asombro horrorizado, o las cejas fuertemente contraídas. El sudor baña el cuerpo, y algunas gotas escurren por la cara. La circulación y la respiración están profundamente afectadas. De ahí que las narinas estén dilatadas y con frecuencia temblantes, o el aliento puede detenerse hasta que la sangre se estanca en la faz purpúrea. Si la agonía es severa y prolongada, estos signos cambian; les sigue la postración, con desmayo o convulsiones. 3
Tal espectáculo nos conmueve profundamente. Se necesitaría un corazón de piedra para que la vista de un padecimiento de esta magnitud no nos mueva a compasión. Un hombre presa del dolor, con la boca seca, pálido, gimiente, se retuerce y aprieta con sus manos la parte adolorida: en el universo de lo simbólico, está tratando de arrancarse con sus propias manos la porción del cuerpo que le duele, extraerse la víscera que lo tortura, amputarse el miembro que lo martiriza, y arrojarlos fuera. Y sin embargo, por muy conmovedor y perturbador que pueda parecer, el dolor sigue siendo una experiencia fundamentalmente incomunicable. Yo no sé —no puedo saber— qué tan agobiante, qué tan lacerante sea esa experiencia. No estoy en su cuerpo; no soy el sufriente. El dolor es una vivencia subjetiva e inherentemente intransferible.
Es así como el dolor nos ofrece una mirada de uno de los rasgos más angustiosos de la condición humana: que somos seres aislados; que estamos solos, separados unos de otros. La “simpatía”, en el sentido prístino de esa palabra (del griego syn + patheia, sentir con: sentir lo mismo que la otra persona), es imposible. Extendemos la mano; tratamos de contactar al Otro, y hay fugaces momentos de la vida en que tenemos la ilusión de haber logrado ese contacto. Pero la in-transferibilidad del dolor nos recuerda la impenetrabilidad de la barrera que separa, cual invisible coraza, al ser humano de su prójimo. No se puede sufrir con el que sufre. Dice un filósofo contemporáneo; “se puede sufrir al lado de él, pero con un dolor diferente”, 4 no con el mismo dolor. El dolor no es compartible.
Lo que esto significa para la víctima del dolor es una mayor soledad. Es como si ocurriera una fractura en la continuidad que antes existía con los otros. Más o menos conscientemente, se sentirá incomunicado, aislado de la comunidad a la que pertenece. Esta desconexión le pesa como una orfandad, y no puede sino empeorar su dolor. Añádase a esto que la paciencia de los seres humanos es limitada. Lo que inicialmente es compasión se vuelve intolerancia a medida que el dolor se vuelve crónico. No estamos hechos para soportar una gran tensión por mucho tiempo. Si al principio nos conmovemos ante el espectáculo de un sufrimiento agudo, nuestro estado anímico es muy otro cuando ese sufrimiento se extiende en el tiempo. Así es como somos. Lo que fue piedad se convierte en impaciencia; la tensión duradera se torna un pesado fardo que a duras penas aguantamos. En consecuencia, el aislamiento del paciente aumenta, y su dolor se intensifica.
A todo esto el doctor Kraus responde que el sufrimiento puede aliviarse y que los remedios incluyen la compañía, la compasión, el solícito cuidado del enfermo, y —no hay que olvidarlo— la palabra. Oigámoslo: “el leitmotiv de la terapia es el diálogo entre personas, y no las conclusiones emanadas de los estudios de laboratorio y gabinete”. Encuentro esta actitud verdaderamente loable en un médico hoy día. Que el dolor sea, desde un punto de vista filosófico, inexpresable o indecible, no significa que la palabra no tenga un papel decisivo en aliviarlo. La verdad profunda del dolor puede ser inefable, pero el médico íntegro que es Arnoldo Kraus tiene de su lado la irrefragable experiencia cotidiana que lo lleva a escribir: “En la clínica la palabra más frecuente es dolor. Transferir esa carga y asumir que llegó a buen puerto le permite al enfermo depositarse […] saber que sus dolores y miedos fueron entendidos y suelen mejorar sin medicamentos y sin necesidad de exámenes o radiografías”.
Una de las secciones de Dolor de uno, dolor de todos se titula “Usos y necesidad”. Al dolor, efectivamente, se le han atribuido diferentes usos, e incluso se ha pensado en él como algo necesario. Este tema es vastísimo; para explorarlo cabalmente serían necesarios varios tratados de dimensiones impresionantes. Aquí quisiera destacar un aspecto del dolor sobre el que no se ha insistido lo suficiente. Me refiero a la actitud ambivalente que la medicina históricamente ha demostrado respecto al dolor.
Mucho antes de la invención de la anestesia, se contaba con vegetales cuyas propiedades sedantes, soporíficas, narcóticas o analgésicas eran bien conocidas de la profesión médica (mandrágora, beleño, valeriana, kava kava, acónito, el opio de la adormidera y múltiples yerbas de la medicina folclórica local, como las hojas de coca en Sudamérica). Sin embargo, una serie de ideas, nociones o teorías —en una palabra, una ideología— se oponía al empleo medicinal de esta herbolaria, y al desarrollo sistemático del conocimiento de las propiedades analgésicas de los vegetales. Semejante actitud continuará en pleno auge hasta las postrimerías del siglo XIX, después en forma progresivamente atenuada en buena parte del XX, hasta la época actual.
El discurso de Marc-Antoine Petit citado al comienzo de este prólogo parece augurar, por su tono enfático y apasionado, que el buen doctor va a declararse enemigo acérrimo del dolor en todas sus formas. Sin embargo, no es así. A medida que avanza su perorata, desarrolla la idea de que es preferible “embotar” (émousser) el dolor sin suprimirlo. Porque, nos dice, no es prudente abolir enteramente una manifestación “normal” de la enfermedad. Mejor ayudar al paciente a superarlo con sus propios recursos; distraer su mente, sugestionarlo: toda una serie de medidas artificiosas para ilusionarlo, antes que emplear los poderosos agentes anestésicos o analgésicos que ya se conocían. El inglés Joseph Priestley (1733-1804) había descubierto el “gas hilarante”, el óxido nitroso, casi treinta años antes (1772); la gente lo inhalaba en las ferias, por diversión, y se conocía la inmunidad al dolor que producía el estado de ebriedad por este gas. Otro tanto se hacía con el éter sulfúrico, del que se dice que Raimundo Lulio lo descubrió desde el siglo XIII y cuyas propiedades anestésicas eran conocidas antes de la histórica demostración que William Morton hizo el 16 de octubre de 1846 en Boston.
Algunos arguyen que la resistencia a usar el éter en la anestesia se debió al peligro de su uso, pues es altamente tóxico. Es verdad que su toxicidad es alta, pero otros agentes no menos peligrosos se adoptaron pronto y sin melindrear. Una frase atribuida al gran François Magendie (1783-1855), eximio fisiólogo y maestro de Claude Bernard, nos revela la manera de pensar de muchos médicos de esos tiempos. “La pérdida de la conciencia —dijo el gran científico— es algo degradante y envilecedor, que ningún hombre algo valiente podría sufrir.” 5 Curioso razonamiento: perder la conciencia es algo indigno, algo que no va acorde con el pundonor de un hombre. Claramente, la objeción al uso de la anestesia no se basaba puramente en razones técnicas; para muchos, su fundamento era de orden moral.
Apenas doce años después de la muerte de Marc-Antoine Petit, otro médico, Jacques-Alexandre Salgues, publica un libro cuyo título expresa muy bien el espíritu que lo anima: Del dolor considerado desde el punto de vista de su utilidad en medicina y sus relaciones con la fisiología. El dolor, muchos médicos afirman todavía hoy, es útil tanto al médico como al paciente; al primero, porque le sirve de “brújula”, como signo para orientarse en la patología y rastrear el origen del mal; al segundo, porque le sirve de espolonazo para movilizar todas las fuerzas del organismo contra la enfermedad. Sin el dolor, ambos estarían perdidos: el médico, porque no sabría dónde se esconde la enfermedad; el paciente, porque su organismo quedaría estancado, inerme, e incapaz de responder a los embates de su padecimiento. En su opúsculo, Salgues advierte a los médicos que deben rehusarse a sentir compasión aun en los casos de dolor extremo. Dice: “Compartir las angustias de aquellos a quienes el dolor atormenta, indispondría nuestra mente contra una sensación física que no siempre es un mal; que incluso frecuentemente es un bien”.
Basta un momento de reflexión para ver que esas líneas reflejan una postura moral indefendible en una ética médica verdaderamente humanitaria. Lo que cuenta, según parece, es el concepto de la enfermedad: la mente del médico es sagrada, no debe “indisponerse”; la labor intelectual del diagnóstico domina todo, y peor para el paciente si su realidad existencial debe atropellarse en el curso de esa labor. Hay que pensar en el cuerpo enfermo como problema a resolver y permanecer indiferente ante el sufrimiento de la persona, es decir de la conciencia —¿del alma?— que lo habita.
Salgues repite muchos de los argumentos que se han usado en apoyo de la utilidad del dolor. Desde el pesimista enunciado, supuestamente filosófico, que dice: “el hombre nació para sufrir”, hasta aseveraciones tales como que el dolor agranda la inteligencia, fortifica el carácter y aumenta la sensibilidad a las manifestaciones del arte. La doctrina vitalista, de la cual Salgues se declaraba seguidor, afirmaba que la vida se mantiene gracias a un estado de excitación. De ahí que se recurriera a tratamientos dolorosos: más dolorosos, a veces, que el propio mal que intentaban curar. Se pretendía reavivar las “fuerzas vitales” mediante estímulos dolorosos que, según la doctrina vitalista, producían una benéfica exaltación de la sensibilidad.
No es éste el lugar donde desarrollar in extenso una historia de las ideas que han preconizado la utilidad del dolor. Baste decir que en el curso de mi propia vida he oído decir que el dolor es el “centinela de la vida”, es decir, el vigía que suena la alarma cuando algo anda mal en nuestro organismo; el guaita que llama la atención si algún incendio se declara en la casa que es el cuerpo. Pero, en mi opinión, el dolor dista mucho de ser un buen centinela. El buen guardián enciende la alarma para movilizar las fuerzas defensivas cuando existe una emergencia, pero una vez cumplida esta misión no tiene por qué seguir alborotando. En cambio, el dolor persiste aun cuando los recursos del cuerpo ya están empleándose al máximo en combatir el padecimiento. Peor aún: es un centinela que se duerme y descuida su deber. Muchos médicos estarán de acuerdo conmigo en que las enfermedades más graves pueden aparecer sin aviso previo: urden su devastación en silencio, y para cuando suena la alarma ya es muy tarde. ¿Dónde estaba el guardia? ¡Dormía! Más todavía: un buen centinela ejerce su criterio: no suena la alarma sin ton ni son; sabe cuándo la emergencia requiere una movilización general, y entonces suena la alarma a todo vuelo; pero cuando la amenaza es menos grave, sabe que hay que despertar a sólo una parte de la guarnición. El dolor, en cambio, no demuestra esa discreción: a veces suena una débil alarma, o no la suena del todo, cuando hay en el organismo un peligro de muerte, como en esos casos en que una placa de rayos X descubre fortuitamente un cáncer pulmonar avanzado en un paciente que no había tenido ningún síntoma. Y al revés, el dolor es intensísimo, insoportable, capaz de inducir al suicidio, cuando no hay peligro de muerte, como es el caso de un dolor de muelas.
Más cuestionables y peligrosas fueron las razones pretendidamente científicas que se aducían en favor de la pasividad del médico frente al dolor. Por ejemplo, durante mucho tiempo se pensó que la capacidad de percibir el dolor en los recién nacidos y los infantes no era la misma que en los niños de más edad o en los adultos. El desarrollo del sistema nervioso estaba incompleto, se decía, y por eso no sentían, o sentían menos, el dolor. También se alegaba, sin un respaldo investigativo verdaderamente sólido, que el uso de narcóticos y anestésicos era peligroso en los bebés, por el riesgo de causarles depresión cardiorrespiratoria. En consecuencia, el uso de la anestesia y analgesia no se consideraba importante en ellos. Da escalofrío recordar cómo operaciones muy importantes, que requerían abrir el tórax o el abdomen, se hacían con mínima o ninguna anestesia. A veces, se empezaba la operación haciendo inhalar al paciente un poco de óxido nitroso u otro gas anestésico, pero durante o después de la cirugía el paciente no recibía ningún anestésico, y si el estado del enfermo se juzgaba delicado, la operación se realizaba sin anestesia de principio a fin.
Hasta 1987, cirugía mayor, como la ligadura del conducto arterioso (una comunicación anormal persistente entre la aorta y la arteria pulmonar), se hizo en muchos casos sin anestesia.6 Ni qué decir que la cirugía menor, como la circuncisión, se llevaba a cabo rutinariamente sin ninguna atención al control del dolor. Después, a partir de 1987, varios especialistas reportaron una mejor sobrevida y mejor evolución postoperatoria en los pacientes que habían sido operados bajo anestesia profunda en combinación con potentes agentes analgésicos, y en quienes el control del dolor se mantuvo firme después de la cirugía. La actitud médica cambió: actualmente el diagnóstico y tratamiento del dolor en los neonatos y los bebés es objeto de la más deliberada y cuidadosa atención por parte de los médicos. Pero no deja de ser trágico que por tanto tiempo la profesión médica haya ignorado, o se haya negado a ver, la existencia del dolor en quienes recién empiezan su vida en el mundo.
Leer la literatura médica especializada sobre este tema posterior a 1987, es revelador. Nos descubre el apuntalamiento de la actitud que prevaleció antes de ese año, y que, lamentablemente, persiste a muchos niveles de la profesión médica hoy día. Las razones que se esgrimieron en favor del cambio fueron de orden estrictamente clínico o biológico: controlar el dolor en los bebés operados resultaba en mayor número de sobrevivientes; disminuía el número de complicaciones intra- y postoperatorias; era más rápida la recuperación según determinados criterios, etc. Se habló de la menor frecuencia de secuelas tardías indeseables; de la restitución de cifras normales en los parámetros bioquímicos mensurables; y de muchos otros aspectos positivos. Pero nunca se habló del beneficio de librar a un ser humano del dolor. Se pregonaron con boato las mejorías objetivamente demostradas en monitores y aparatos de biotecnología de punta, pero se ignoró el bienestar de la persona. En una palabra, en todos esos reportes el problema del dolor se enfocó desde el punto de vista clínico, no desde un punto de vista humanitario. La medicina se restringió al cuidado del cuerpo, no del sujeto como un todo. Vencer al dolor se ponderó como un medio para obtener mejores resultados clínicos. Nadie, o casi nadie, habló de esto como un fin en sí, como el deber moral de aliviar el sufrimiento de un ser humano.
Es a la luz de las consideraciones que preceden como mejor podemos apreciar el valor de las páginas que siguen. La obra del doctor Arnoldo Kraus se encuentra saturada de una sincera y encomiable intransigencia contra todo lo que es complacencia hacia el dolor. Constantemente nos habla de la necesidad que tiene el sufriente de restaurar en su horizonte vital un rayo de esperanza, un sentimiento reconfortante —sentirse escuchado, tal vez tocado— en medio de su miseria. En la cultura de los países latinos, como es bien sabido, el contacto físico juega un papel preponderante, y en el contexto del dolor, “¿quién no ha percibido el poder terapéutico de la mano cuando toca, o el lenguaje de las manos cuando se pasean sobre el cabello de una persona enferma o triste?” Aquí y allá el autor repite que al médico corresponde aliviar, sostener, consolar a quien sufre.
Puesto que la obra toda del doctor Kraus se nutre de su experiencia clínica, en Dolor de uno, dolor de todos, parece como si lanzara un recordatorio, a quienes dan la impresión de haberlo olvidado, que el primer deber del médico es aliviar el sufrimiento; que el dolor no es un beneficio, sino un agobio que pesa sobre el enfermo, haciéndolo más enfermo de lo que sería sin él. Y a quienes —sin el beneficio del contacto diario con los enfermos— tratan de disfrazar su complacencia frente al dolor vistiéndola con el fatuo ropaje de teorías y doctrinas, parece decirles: “Vengan conmigo, señores. Acompáñenme a la clínica. Primero vean a ese paciente con neuralgia del nervio trigémino, que intenta tirarse al vacío desde lo alto, porque no soporta la vida con ese dolor; a esa mujer que implora a su médico, con lágrimas en los ojos, que le dé la muerte si no puede darle alivio; a esos pacientes con cáncer que se ha diseminado a la columna vertebral y que emiten gemidos que llegan al alma. Primero vean todo eso… y después hablen”.
FRANCISCO GONZÁLEZ CRUSSÍ
1 Marc-Antoine Petit, Discours sur la douleur, prononcé à l’ouverture des cours d’anatomie et de chirurgie de l’Hospice… de Lyon, le 28 brumaire, an VII, Lyon, Reymann, 1798 o 1799 (año VII).
2 René Fülop-Miller, Triumph Over Pain, Nueva York, Bobbs Merrill Co., 1938.
3 Charles Darwin, The Expression of the Emotions in Man and Animals, 3a. ed., con introducción y comentarios de Paul Ekman, Nueva York, Oxford University Press, 1998, pp. 73-74.
4 Ophir Levy, Penser l’Humain à l’Aune de la Douleur. Philosophie, Historie, Médecine 1845-1945, París, L’Harmattan, 2009, p. 72.
5 Citado por Jean-Pierre Peter, De la Douleur, Observarions sur les attitudes de la médecine prémoderne envers la douleur, París. Quai Voltaire Histoire, 1993, p. 51.
6 Nicholas Rutter y Len Doyal, “Neonatal care and management of pain: historical and ethical issues”, Seminars in Neonatology 3, 1998: 297-302.