El autor se presenta:

Hola, soy ETA. Además de ETA, a ratos muertos soy un traidor, según dijo de mí el presidente de Madrid, Ignacio González. Un sedicioso si les gusta más el estilo «Jacinto Benavente» que gasta el ABC. Por edad pertenezco a mi pesar a las senectudes hitlerianas, pero aun así soy súper nazi. Un nazi-onalista, no les digo más. De esos de Goebbels y Heyndrich, que iban vestidos de Hugo Boss pero en plan Zara. Mis aficiones son múltiples. Según Toni Cantó soy un filo pederasta. La fundación FAES dijo que polígamo. Según el Marqués de Vargas y de Llosa, un tarado. Algo más concreto fue el coronel Alamán al llamarme retrasado mental. Prerracional que no prerrafaelita me califica el moderniqui de Público Xabel Vegas. El alegre chavista Juan Carlos Monedero asegura que tengo la fe del converso y que vivo engañado todos los días, sean laborables o festivos. Además, según César Vidal soy canijo, cosa que no puedo negar. Sin embargo, Almudena Grandes, maternal, dice sentir lástima por mí, cosa que le agradezco un montonazo. Javier Cercas, también comprensivo, dice que tengo buena voluntad mal informada. Lo cual, después de veinte años de ejercer el periodismo, me preocupa. Acierta Arcadi Espada en toda la línea de flotación de mi cartilla de La Caixa cuando dice que «el independentismo es para pobres», aunque parece ser que de forma contradictoria también pertenezco a la ubicua «burguesía catalana» (qué más quisiera) y exploto inmigrantes extremeños.

Esperanza Aguirre me considera un energúmeno y El Roto, un paleto provinciano. Un golpista, eso es lo que soy según José Bono, quien además asegura que ando loco por coser estrellas amarillas en los abrigos de los catalanes que son buenos españoles. Obviamente, y como bien me describe Rosa Díez, soy ridículo e insaciable. «Apurar cielos pretendo», que decía Calderón…

Pues sí, lo acertaron. Soy un independentista catalán. Pero por lo demás, guay. Bastante majo, a pesar de todo. No les explicaré si nos comemos niños castellanoparlantes durante el sabbath o si torturamos a quienes de entre los nuestros celebran un gol de la roja, porque pertenece al secreto de nuestros ritos tribales, étnicos y, claro está, excluyentes. Pero lo que sí me permite explicarles mi Oberstführer es que a pesar de defender la inmersión lingüística me manejo bastante bien con el castellano. Cosa normal, ya que pienso en castellano y hace más de veinte años que vivo de escribirlo, con mucho gusto además. Lo lamento, pero no pude ser educado en el odio a España porque cuando Pujol inició la manipulación mental de los escolares a mí ya me salía el bozo adolescente. Así que me he quedado con una admiración por mucha literatura española, por el periodismo de Camba y Cunqueiro, el cine de Neville y Berlanga, y el flamenco de José Mercé. TV3 no solo me ha lavado el cerebro sino que ha pagado muchas de mis facturas, pues he trabajado a menudo en dicha casa, de eso sí soy culpable. Celebré a gritos el gol de Iniesta y lloré de emoción en la Via Catalana, y me siento miembro de los pueblos de España y adversario del Reino de España, vigente usufructuario único y excluyente de los certificados de buena españolidad.

Servidor, mitad de Nou Barris y mitad de Sant Andreu, es un catalán de los de toda la vida; es decir, con los cuatro abuelos de fuera de Cataluña. Charnego, como buena parte de los independentistas. Miembro orgulloso del colectivo Súmate de independentistas castellanoparlantes y de la territorial de Nou Barris, de la Assemblea Nacional Catalana, donde ya saben, tienen ustedes su casa.

Soy un anticapitalista a machamartillo y, aunque todos los indepes somos de derechas, me alineo con gusto junto a los compañeros de la CUP que, pobres, tampoco se han enterado de que son burgueses explotadores y andan pidiendo la independencia y la República para cambiarlo todo.

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Nunca, ni un cuarto de hora, he sido nacionalista. Básicamente porque no tengo ni idea de lo que quiere decir. Si uno lee la prensa española intentando averiguar qué es un nacionalista catalán, lo más probable es que acabe con la cabeza como un bombo. Nacionalista para un español es como el verbo pitufar para un pitufo. Un término que significa cualquier cosa (que sea chunga, claro).

Creo entender que un nacionalista es un mal español, en el sentido contemporáneo y progre del término. Es decir, alguien que se pasa la constitución del 78 por las trócolas. Hasta ahí estamos de acuerdo. Pero todas las demás características: el odio a España, el de capitalista explotador, paniaguado, mamandurrio, estómago agradecido, cateto, batasuno, carlista… me caen a trasmano, la verdad.

Sé que esa enfermedad que me atribuyen, el nacionalismo, se cura viajando, pero nadie me ha dicho dónde debo viajar para curármela. Porque yo, lo que he visto en mis viajes han sido muchas naciones y países que viven con sus estados, con sus Repúblicas, sin que eso les haga ni mejores ni peores y (lo que es increíble) sin que a los españoles parezca preocuparles su independencia.

Como buen independentista soy internacionalista. Palabra que no significa que las naciones no existen, como interpretan algunos iletrados. Inter-nacionalista es aquel que cree en la cooperación entre naciones y no en su competencia. Es decir, no cree que unas naciones sean más indisolubles, ni más racionales ni menos identitarias que otras. Ni deban imponerse por la fuerza a otras e impedirles la existencia y sí que todas juntas deben cooperar en lo que tienen en común y explotar lo que tienen de diversas. Lo explica mejor que yo el papaíto Bakunin: «La nacionalidad no es un principio; es un hecho legitimado, como la individualidad. Cada nación, grande o pequeña, tiene el indiscutible derecho a ser ella misma, a vivir de acuerdo con su propia naturaleza. Este derecho es simplemente el corolario del principio general de libertad». Pues eso.

Tardé lo mío en hacerme indepe. Y no fueron TV3, ni el Avui, ni Òmnium los que lo consiguieron. He de admitir que fueron los padres de la mejor España de la historia (Aznar, Pedro Jota, el TC, Zapatero, Rosa Díez…) los que me acabaron de convencer. Y, por supuesto, ayudaron muchísimo los silentes izquierdistas españoles que asistieron espectrales a la ignominia del Estatut. El federalismo que postulaba es una quimera infantil. Así que ya lo veis, yo como Macià, Companys y Pujol pertenezco a la noble tradición de soberanistas de mediana edad; de rauxa adulta. Pertenezco a la nutrida legión de los desengañados con ese «federalismo» que nunca llegó con ese «reconocimiento» que siempre fue banal y folklorizante. Desengañados con el Régimen setentayochesco y sus cortes de los milagros.

Me siento español de la misma manera que un noruego se siente escandinavo.

Esto es, perteneciente a un ámbito geográfico y a una cultura multinacional (la hispánica) que abarca desde Sagres a Mahón y toda América. Pertenezco a uno de «…los reynos del continente de España», como se solía decir hasta el siglo XVIII. Es decir, que España es una unidad geográfica que alberga una diversidad política algo común en las penínsulas europeas.

Como ustedes sabrán, en Europa hay cuatro penínsulas: la balcánica, la itálica, la ibérica y la escandinava. La peninsular es una forma peculiar de existencia; genera identidades propias más allá de los estados. Casanova, Dante y Miguel Ángel eran italianos antes y sin necesidad de que existiese un estado italiano. De ese modo se sentían habitantes de la Ibérica antes de la reducción del plural (Españas) a un singular monolítico (España). Un ejemplo célebre de esa perspectiva es el de Luis de Camões: «Hablad de castellanos y portugueses, porque españoles somos todos». El poeta portugués se reclamaba español al igual que Jaime I o Casanova, aunque no fuesen en absoluto partidarios de una unidad política de la península. Y menos a partir de las leyes castellanas.

De las cuatro penínsulas antes nombradas qué duda cabe que la más exitosa políticamente es la que ha abandonado antes la manía esta de la unificación en un solo estado: Escandinavia. Durante unos siglos, el dominio lo probaron los daneses, luego los suecos y finalmente se dieron cuenta de que la mejor manera de defender la unidad escandinava era fragmentándola en estados. Fraternos aliados, pero libres. Eso permitió desde los años 50 que tuviesen un pasaporte común o que ahorrasen gastos en una sola aerolínea. El patriotismo escandinavo se resume en la división estatal.

En la península ibérica, y en pleno siglo XXI, se insiste sin embargo en las fracasadas políticas del Conde-Duque. Erre que erre. Para ser español hay que pertenecer al Reino. Y el Reino es el único guardián de la LIDE (La Idea De España). Cualquier otra modalidad de españolidad (ser portugués o ser catalanista) son desviaciones de la doxa. Y se insiste en la unidad en lugar de hacerlo en la fraternidad. Se insiste en seguir el modelo italiano (otro estado frankensteniano creado por las armas, el fascismo y la televisión, y mantenido por la mafia y el clientelismo) en lugar de seguir el escandinavo. Italia es un estado de chichinabo, pero es uno. Los escandinavos son libres y felices, pero no gozan de las mieles de la Indisoluble Unidad Nacional. ¡Pobres!

¿Ser español? ¡Claro! ¿Qué otra cosa es un catalán? ¿Reducir toda España a un solo estado de matriz castellana y motor centralista? Nunca, ni harto de vino de Cariñena. Es fácil de entender. El deseo es una España formada por varios estados independientes, como lo es Latinoamérica, que es conocida como unidad cultural, pero como una diversidad estatal. Esto genera una forma de identidad doble; la escandinava, por ejemplo, que permite que se reconozca una unidad supraestatal (diseño escandinavo) y a su vez afinar peculiaridades nacionales (albóndigas suecas). Podría hablarse de una novela española a la par que de una literatura en catalán sin tener que enredarnos en las penosas discusiones de siempre sobre nación, lengua y estado. Podríamos ser lo que somos: diferentes. Podríamos ser lo que somos: hermanos. Pim pam.

Y para ser tan feliz como un danés comiendo galletas solo hace falta que repitan una palabra. Una sola palabra. Con una palabra dicha con todo el corazón se pueden solucionar todas nuestras cuitas: plurinacional, plurinacional… y de ahí saldrá soberanía, libertad, poder popular, proceso constituyente y república.

O sea, que mientras llega la Tercera República Federal Española nosotros vamos a ir tirando, vamos desobedeciendo y nos vamos rebelando, si no les parece mal. Con la alegría de la Via Catalana, con la persistencia de los centenares de organizaciones y con la esperanza del poder transformador de la política como expresión popular. Ya lo escribió el historiador Quim Torra: «la independencia es cuestión de buen humor».

Y luego nos buscamos, nos hablamos y nos mimamos. Pero queremos ya la consulta, la soberanía, la expulsión de la familia campechana y la república. Lo queremos ya precisamente porque la gente pasa hambre, miserias y precarización. Ya, porque el Estado español es irreformable y además es enemigo de las naciones que lo componen. El R78 siente además una gran aversión al disenso. Un miedo pánico a resolver los conflictos. Y por ello prefiere mantenerlos latentes. En el caso catalán, la histérica negativa a que se pueda votar no es más que el miedo a que enfrentar un cambio profundo pueda llevarse por delante ese chamizo de mala democracia que ha sido la segunda restauración borbónica. Como bien dijo el líder moderado Oriol Junqueras, «la aversión al voto de la democracia española lo único que está haciendo es que se equipare independentismo a democracia». Decirle a un adulto occidental que no tiene permiso para votar, que votar es yuyu, caca, malo, es una actitud muy poco sexy. No hace adeptos, no gana voluntades.

Por eso, ante el miedo al voto del Reino, mucha gente sospecha que es eso, el voto, la re-politización, la organización del pueblo en unidades activas de sentido y acción, lo que puede acabar destruyendo el régimen. Y por eso se apuntan.

Por lo tanto, si han leído hasta aquí comprenderán que soy de aquellos a los que las patrias perdidas y lejanas les dan mucha más pereza que las futuras y posibles. Creo, pues, que la República catalana ha de ser una comunidad política anti romántica. Civilidad, libertad y catalanidad son términos que van unidos por una tradición, es cierto. Pero nos toca ahora ponernos al día y en práctica. Soy de los que es indepe para construir una República catalana, donde catalana sea adjetivo (qué íbamos a ser si somos catalanes) y lo sustantivo sea la construcción republicana de una sociedad activa, igualitaria y comprometida contra las injusticias del mundo. La rebelión catalana ha de ser completa y ha de llevarnos a reconstruir todos los discursos y todas las realidades, incluido el sistema productivo. Todo al mismo tiempo. Y con alegría.