«Maîtres chez nous.»
ANDRÉ LAURENDEAU, activista del Quebec
Volvamos con el también campechano Fernando Savater; en el número de septiembre de 2012 de la revista Tiempo, nos describió a los catalanes como unos adolescentes: «Ya no soporto más vuestra constante tiranía. Nada, lo siento, voy a independizarme. Compradme cuanto antes un piso céntrico y pasadme una pensión de 5.000 euros mensuales».
¡Cómo se nota que es un señor con estudios! ¡Qué analogía más fina y filosófica! Si obviamos el hecho de que el piso ya lo tenemos (céntrico no, en la periferia; pero con vistas) y que, con respecto a la pensión, somos nosotros los que pasamos una pensioncilla a nuestros pobres padres milenarios, el ejemplo está bien visto. Insiste en la tesis de la minoría de edad del pueblo catalán. Aquella que dice que nuestros cerebros están aún en desarrollo infantil y necesitan de la vigilancia y de la amorosa disciplina de un pueblo maduro políticamente como es la España de matriz castellana.
Pero sigamos un ratito más en la analogía del pisito. Es muy sencilla, pero también muy clarificadora. Vamos a ver ¿Cuáles son las maneras de compartir un piso?
En primer lugar tenemos la autonómica. Conocida en el mundo real como casa de huéspedes o pensión. La dueña es el Estado y las autonomías los clientes. Cada uno tiene su habitación y la puede decorar como quiera (los muebles destartalados del año del cólera, es decir, las infraestructuras, los pone el Estado central). Cada realquilado paga a la dueña, que es la encargada de la colada, las cenas y de zurcir la ropa. Eso sí, los horarios de entrada y salida, la hora de las comidas y la prohibición de subir visitas es cosa de la Administración central.
Una forma más libre de compartir piso es la federación, que podríamos traducir como el piso de estudiantes. Cada habitante es libre y soberano, y pacta ceder una parte de su libertad e intimidad por el bien de la economía postadolescente (y por las fiestas comunes, claro está). Aquí, cada habitación tiene sus propios muebles, aunque en las zonas comunes, el Ikea pagado entre todos es la norma. El fondo común no es propiedad de nadie y, como es obvio, los horarios y las normas de convivencia se pactan entre iguales.
Si continuamos con la analogía, podríamos retratar una confederación como una escalera de vecinos. La Unión Europea, por ejemplo. Cada uno es soberano en su piso sin tener que dar explicaciones a menos que se haga demasiado ruido o que las macetas goteen sobre el balcón del piso de abajo. Tenemos unos administradores de fincas, no escogidos democráticamente pero de perfil técnico, y un presidente rotatorio entre los vecinos. Hay gente, hay naciones, ya para terminar, que se permiten el lujo de vivir en chalets. Países grandes como Rusia, potentes como Japón o intocables como Suiza o las monarquías petroleras.
Otras naciones, privilegiadas, viven siempre en hoteles de lujo… Mónaco, Liechtenstein… pequeñas y ricas como Xavier Cugat.
Ha quedado clara, espero, la importancia de la cuestión soberana. Pero es aún más importante afirmar que ambas posiciones, la que cree en la soberanía de los catalanes y la que la fía al conjunto de españoles, son razonables y moralmente neutras. Pongamos un ejemplo cotidiano si son servidos.
Hay gente que prefiere trabajar de empleado que de ninguna otra cosa: «Entro a la hora, ficho, hago el trabajo y nadie me molesta. Yo no me preocupo de la contabilidad de la empresa ni de sus decisiones, que para eso tenemos a los ejecutivos. Yo lo que quiero es tranquilidad, una nómina y estabilidad. Y el viernes, puerta y hacia el chalé». Existe sin embargo, otra clase de gente: «Yo quiero ser mi propio dueño. Ya sé que trae problemas y dolores de cabeza, pero trabajo cuando quiero y con quien quiero. Es más inseguro pero hoy en día, ¿qué no lo es? Si quiebras da igual ser grande o pequeño. Prefiero no tener que dar explicaciones a ningún jefe.»
Todos somos de una de las dos clases de trabajadores, y conocemos a la otra. Ambas son legítimas y nobles. Llevan felicidad a quien cree en ellas y desgracia a quien se ve obligado a abandonar la postura que más se aviene a su espíritu.
Querer quedarse en la «empresa» del Reino, tranquilos y sin problemas. O ser independientes tomando decisiones que pueden ser o no acertadas. Las dos posiciones tienen motivos, ventajas y defensores. Lo que ya no es moralmente neutro es blindar una de las dos opciones de vida con leyes y condenar a los que quieren la otra a la ilegalidad. Decir que Cataluña es soberana, hoy no es legal pero es legítimo. Y los que trabajan con nómina no pueden forzar a los demás, no solo a no vivir según su voluntad, sino a permanecer en silencio y no expresar su anhelo.
¿Somos soberanos o no lo somos?; discusión compleja pero necesaria. Ahora bien, afirmar que no puedes pensar sobre ello, no puedes discutir y no podrás votar esta cuestión, es mantener atado al escritorio de la oficina a aquel que quiere abrir su propio negocio. Una inmoralidad, una crueldad y una pérdida de tiempo y dinero para todos.