«Il y a dans l’homme quelque chose de supérieur à la langue: c’est la volonté.»
ERNEST RENAN
En este tema no nos detendremos mucho porque, como comprenderán, la definición de nación y sus límites e implicaciones trae de cabeza a juristas, politólogos, intelectuales y hasta a ZP desde hace siglos, y no seremos nosotros los que resolveremos el lío. Pero quizá sí sería bueno citar algunas de las nociones de nación, más allá de lo estrictamente cultural, que han influido en la conciencia política de la soberanía catalana. Como ustedes ya saben, los catalanes no nos ponemos nunca de acuerdo. En general y sobre cualquier cosa en particular. Forma parte esencial de nuestro talante y es un aspecto del país que yo valoro muchísimo. Esa fantástica manera de acabar las discusiones nos retrata: Vols dir? (¿de veras?).
Históricamente, los catalanes tampoco nos hemos puesto de acuerdo en definir lo que es una nación, aunque nunca hemos puesto en duda que lo somos. Y la existencia de Cataluña como hecho nacional persistente (a menudo hasta lo irritante, lo admito) es indiscutible ipsis rebus et factis, según las evidencias y los hechos, como se dice en argot jurídico.
Resumiendo mucho. Por un lado hemos tenido el llamado catalanismo histórico de Prat de la Riba, por ejemplo, y por otro, el filosófico de Alomar o Rovira i Virgili. El primero se basaba en el hecho de que la nación es algo fuera de toda voluntad humana. Algo que la historia va sedimentando y que se nos muestra ajena al vaivén histórico. «La combinación de la raza, lengua, religión, costumbres, historia y leyes produce por su acción común la conciencia de la nacionalidad», escribe Prat citando a Pasquale Mancini. Mancini fue un influyente jurista que ganó como abogado la anulación del segundo matrimonio de Garibaldi, con la marquesa Raimondi, argumentando adulterio de ella antes de la boda, lo cual tiene un mérito tremendo. Su Del principio di nazionalità come Fondamenta del diritto delle genti, de 1851, influyó poderosamente en el primer catalanismo conservador. La nación es eterna —dice Mancini— pero está muerta hasta que no consigue unas instituciones, un estado. Como se ve es un antecedente politológico de la moda zombie, donde las naciones sin estado vagan hasta conseguir un cerebro director.
Al otro extremo se encontraba la tradición roussoniana del contrato social. La nación nace como un acuerdo entre los miembros de una comunidad a la cual se sienten pertenecer. Otro italiano, Eduardo Cimbali (un pacifista que terminó convertido en un fascista de tomo y lomo), había escrito en 1904 Della necessità di un nuovo diritto internazionale… Leemos que: «La única manera legítima de constituirse los estados es la voluntad de los pueblos que los componen. Si la voluntad y las nacionalidades concuerdan, perfecto. Si no, debe prevalecer la voluntad». Es la línea de un Rovira i Virgili, por ejemplo, y del catalanismo republicano. Una nación existe si su cuerpo social tiene la voluntad de crearla o mantenerla viva. Este pensamiento, digamos sufragista, de la nación, tuvo un influyente pensador en Cataluña en la figura de Renan. El francés Ernest Renan dio él solito una conferencia en La Sorbona el 11 de marzo de 1882, que caía en sábado. A pesar de ello, la repercusión fue enorme. El título: «Qu’est-ce qu’une nation?». Esta conferencia, y su posterior publicación, influyó poderosa y ampliamente en la superación del etnicismo y el culturalismo del hecho nacional catalán. Facilitó la rápida evacuación del siempre nostálgico paisaje romántico alemanesco para iniciar una tradición civilista, republicana y federal del catalanismo político.
Renan no creía en la definición de Herder o Fitchte de nación como raza, cultura o espíritu. Para él la nación es un hecho vivo y diario. Veamos qué dijo aquel sábado: «Una nación es […] una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho en el pasado y los que se está dispuesto a hacer en el futuro. Presupone un pasado, pero se resume en el presente a través de un hecho tangible: el consentimiento, el deseo claramente expresado de continuar la vida en común. La existencia de una nación es (perdonadme la metáfora) un plebiscito diario, tanto como la existencia de un individuo es una afirmación perpetua de vida». Muy bonito, sí señor.
Esta idea de plebiscito diario, es, ahora que no nos dejan votar, de lo más pertinente para definir la nación en términos simbólicos, políticos y operativos.
Más allá de cuestiones identitarias (que existen e importan) la Cataluña soberana se alimenta del deseo de sus miembros de participar del cuerpo político. Por ello, y se ha entendido perfectamente, hay tantos indepes castellanohablantes, bilingües e, incluso, de Burgos. El plebiscito diario de los catalanes se hace a través de las banderas colgadas, durante las discusiones de bar y con los debates académicos y periodísticos. Se hizo formalmente en las elecciones del 25 -N y se mantiene constante en los ayuntamientos y los barrios. La construcción plebiscitaria de Cataluña hace que el rasgo identitario más poderoso de esta República que nos espera sea precisamente eso: el cuestionamiento constante, el plebiscito diario, el libre examen de los textos sagrados. La duda es pues útil al independentismo catalán. Lo incierto del proceso, en lugar de paralizar (como quieren quienes usan el discurso del miedo), afina los sentidos y los talentos. Nos abre a más esperanzas.