La unidad y el uniforme

«Reducir los reinos de los que se compone España
al estilo y leyes de Castilla sin ninguna diferencia.»
CONDE-DUQUE DE OLIVARES, Gran memorial, 1624

«Mi deseo de reducir todos mis reinos de España
a la uniformidad de unas mismas leyes
gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla.»
FELIPE V, Decret d’abolició dels furs d’Aragó i València, 1707

Compárense por favor los dos epígrafes que encabezan este texto. Tienen ochenta y dos años de diferencia, fueron redactados por dos dinastías antagónicas que incluso lucharon por la Corona de España, y en cambio utilizan las mismas palabras de una manera sorprendente, con la misma intención y dirigidas ambas a la misma parte levantina de la península.

Encontramos tres repeticiones llamativas: a) las Leyes de Castilla, b) el verbo reducir y c) el concepto uniformidad/sin diferencia, que tanto aprecian hoy en día los reverendos padres guardadores de la indisoluble y su vestal Rosa Díez.

El sociópata de Felipe V, aún siendo puesto por voluntad divina en el trono y gobernando según su real voluntad, tuvo que ser despedido del cargo de rey por problemas mentales severos ya que le dio, entre otras cosas, por andar en porretas por palacio totalmente ido y por morderse fuertemente a sí mismo.

(Su hijo, Fernando VI, fue a peor, pues este ya mordía a todo el que se le acercase. Como se ve, una familia que siempre ha sido muy campechana).

Pero antes de consolidar su trono tuvo que «purificarlo de diferencias». Así, abolió los fueros de Aragón y Valencia en el año 1707 y los sustituyó por las leyes castellanas: «gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla tan loables y plausibles en todo el universo». Y remató el Consejo de Castilla de forma muy razonable: «tratados como castellanos, jamás podrán tener motivo de queja ni desear otro gobierno». Claro que sí. Este argumento que permanece absolutamente vivo, es uno de los más habituales en contra de «el revuelo» perpetuo que genera la catalanidad insatisfecha. «Si ya hay legislación española, ¿para qué cambiarla por una regional? Si ya nos entendemos en castellano ¿a qué viene el pinganillo? Si somos un solo país ¿por qué querer gestionar tu parte de los impuestos?».

La contingencia, la realidad, es como es y, en general, la catalanidad política no ha sido más que una perpetua interpelación a lo que «ya funciona», que «dura siglos » y que «nos une». Es decir interpelación a instituciones instituidas.

LAS REDUCCIONES (Y NO LAS DEL PARAGUAY)

Podemos afirmar, en contra de lo que dice la historia oficial y correcta de la Hispaconsti, que España no se hizo ampliando territorios e incorporando pueblos, sino todo lo contrario: reduciéndolos. En el ya mencionado Gran Memorial que el condeduque de Olivares redactó para Felipe IV en 1624, se dibuja la obsesión que han alimentado los miembros de la nave imperial: hacer de lo diverso una cosa uniforme: « Tenga V.M. por el negocio más importante de su monarquía, el hacerse rey de España; quiero decir, señor, que no se contente V.M. con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, conde de Barcelona». Esta hilera de títulos que de manera tradicional identificaba a los monarcas peninsulares, se hizo muy antipática cuando la idea de imperio comenzaba a menguar en el terreno real y se expandía en el terreno ideal, metafórico, místico. A medida que se pierden reinos, se va reduciendo la tolerancia política a la diferencia. El propio Olivares expresaba con un estilo más Albert Rivera, más sentimental, su pretensión reduccionista. Me refiero a que quería reducir «la sequedad y separación de los corazones que hasta ahora ha habido». Pues lo bordó. Y además perdió Portugal.

Al final, perdida la defensa de la cristiandad, la uniformidad peninsular se convirtió en la única misión del Estado imperial. Ni nuevas rutas, ni más viajes de exploración ni nada. Reducir la diferencia. A eso se iba a dedicar el Reino: a la lucha por declinar en singular. A pasar de Rex Hispaniarum a Rex Hispaniae. Es decir, de rey de las Españas a rey de España. Isabel II aún fue reina de las Españas, como bien consta en la constitución de 1837. Así que tenemos que irnos hasta el 1870 con Amadeo de Saboya para encontrar el primer rey de España. Época en la que se establecen también otros símbolos de unidad como la bandera (hasta la fecha solo de uso militar) o la peseta, moneda catalana extendida al nuevo reino, contemporáneo en factura a la Italia piamontesa o a la Alemania unida.

Los funcionarios que han alimentado y mantenido «La Idea De España» manifiestan aún hoy una aversión congénita a la diversidad. La diferencia ha sido un sinónimo secular de confusión dentro de la gramática política del Reino. Lío, confusiones, cainismo, cacofonía… Todos ellos, términos desagradables a una aspiración de unidad que siempre se ha hecho desde un, digamos, «Platonismo cuartelero». O sea, del mundo de las ideas puras al «ordeno y mando» sin pasar por la realidad. Dentro de la cosmovisión política del Reino, las diferencias (legislativas o culturales) han sido siempre sinónimas de rebeldía. Melchor Rafael de Macanaz, uno de los padres del proyecto reduccionista y exterminador de Felipe V, dejó clara, en el decreto de abolición de los fueros de los reinos de la Corona de Aragón, la vinculación directa que la doctrina oficial establecía entre diversidad y rebelión. Se queja Macanaz: «Aragón, Valencia y Cataluña, no obstante, porque el rey D. Fernando (Fernando el Católico) como patrimonio propio las dejó sin sujeción con distintos fueros, leyes y monedas, se han rebelado innumerables veces y, en sucinta, el Rey solo tiene el título en estos reinos, pero sin la menor autoridad». Queda claro: como cada uno tiene una ley propia, nadie tiene miedo de las leyes del Imperio. Con la diversidad merma la autoridad. La nave imperial puede sujetar los territorios que no controla siempre que no sean conscientes de su posibilidad de autogobierno real. Siempre que se crean provincias. Donde viven los vencidos. Y de ese miedo a que la diversidad ponga fin a «La Idea De España», de la idea de una lengua, un rey, una ley (y un mercado) se deriva el concepto/arma más utilizado y eficaz del unionismo los últimos años: «la igualdad».

EL MANTRA DE LA IGUALDAD

Mantra: «Los españoles tenemos que ser iguales en derechos» (con el añadido clásico: «no puede haber españoles de primera y de segunda»).

Es un mantra de mucho éxito, pero la trampa es sencilla. A ver, tener los mismos derechos no obliga a tener las mismas leyes, es algo muy diferente y fácil de entender. Los austriacos y los daneses tienen los mismos derechos…, y leyes diferentes.

El derecho a un juicio justo o el hábeas corpus no impide que a uno se le juzgue con un sinfín de códigos penales. Los derechos de los españoles pueden ser los mismos aunque vivan sometidos a diferentes leyes sobre el horario comercial.

De todas maneras, es políticamente extraño y filosóficamente dudoso decir que la igualdad es un valor superior a la diferencia. ¿La igualdad absoluta en la aplicación de una ley española sobre parques naturales es éticamente superior a una diversidad de leyes locales? ¿La unidad de los contenidos educativos es moralmente superior a su diversidad? Y si así fuera, ¿podrían existir escuelas religiosas y laicas al mismo tiempo, puesto que son distintas en sus enseñanzas? ¿Por qué la diferencia es menos democrática que la unidad? Pol Pot garantizaba la igualdad, el carnaval de Sitges la diversidad… ¿dónde es uno más feliz?

Topamos aquí con otro de los defectos semánticos centenarios de la política indisoluble: la equiparación entre diferencia y privilegio. Cuando los catalanes quieren cualquier cosa diferente para ellos, los intérpretes simbólicos del Reino lo traducen con un método injusto: diferente = mejor, más cantidad, exención. Es decir: privilegio.

En la cultura política española siempre ven la diferencia en vertical: «vosotros queréis ser más y los demás, menos». Nunca se hace una lectura en horizontal: nosotros esto, vosotros aquello. Quizá la tendencia del Imperio a hablar directamente con Dios les ha dado esta visión jerárquica de la diversidad. «O todos moros o todos cristianos», asegura un dicho de uso bastante común en la filosofía política peninsular. Una desconfianza por lo diferente que, si lo forzamos un poco, ya sufrieron judíos, moriscos, erasmistas, austriacistas, liberales y republicanos. La diferencia como agresión se encuentra, hoy también, en el centro del igualitarismo hispánico. Un igualitarismo de tipo uniformista que corta la cabeza a quien destaca en la fila. El uso del rasero. El mismo rasero, ese palo que expulsaba todo el sobrante, todo lo que sobresalía, de los sacos. El mismo rasero y todos al mismo saco.