Homo hispaconsti

«Yo defiendo la unidad de la nación española pero no por
sentimentalismo, sino porque creo que es el único
instrumento capaz de garantizar la igualdad.»
ROSA DÍEZ

Se trata de una raza peninsular del todo nueva y con empuje, nacida por hibridación hace unos treinta años. Es una mezcla entre el clásico «santo-guerrero» de la mitología imperial hispánica y el patriota constitucional de la Alemania posimperial de posguerra. Es, por decirlo así: el español Habermasiano. Una especie de ornitorrinco patriótico, hecho de diversas tradiciones exóticas. No sufran, que lo explico: Jürgen Habermas era un filósofo alemán que tenía un problema. Bueno, tenía más de uno, porque el hombre discutió con todos los filósofos que tenía a tiro, desde los maestros de la escuela de Frankfurt, al hermenéutico Gadamer o el televisivo Sloterdijk.

El caso es que Habermas, para superar la mala conciencia de los alemanes por lo del nazismo, se ingenió una manera de cohesionar y enorgullecer a los germanos. Amor a la constitución; no a una tierra, una cultura o un pasado común. La constitución es neutra, buena, rebosante de buenas palabras y derechos humanos y, además, no pertenece a ningún grupo ni a ninguna ideología. En España, la ocurrencia de Habermas en los años ochenta fue mano de santo. El país tenía, más o menos, los mismos problemas de identificación de españolidad con franquismo. Dicho y hecho. Ser español ya no tenía nada que ver con toreros o manolas. Lo que nos unía era el artículo catorce y nos hermanaba la disposición transitoria primera. En el XIV Congreso del PP, en 2002, se definió la nueva españolidad: «al patriota constitucional no le basta el mero hecho nacional, sino que busca suspensión, cimientos en sólidos principios y valores éticos». Así, te defines como español al ser seguidor, no de La Roja, sino de los derechos humanos. Y la ponencia remachaba: «El patriotismo constitucional no se fundamenta en el dominio o derecho de la historia, la etnia, la raza, lengua o cualquier otra herencia, sea esta más o menos imaginaria». Véase que, a pesar del buen rollo, no se da puntada sin hilo. Ya cuelan las «identidades imaginarias» enfrentadas a la realidad contundente de la Consti. Así, el nuevo Estado: «[ … ] promueve políticas constitucionales para la integración de todos en un proyecto positivo y deseable». La oscuridad y la luz. Herder versus Kant. La ilustración y el Ancient Régime. La ley sobre la costumbre. El derecho contra el fuero. Naciones históricas contra la Nación de la razón.

De esta superación de la España carlista nace el homo hispaconsti. Frío, racional, limpio y vestido con un mono blanco sin bolsillos, como aquellos protagonistas de las películas de ciencia ficción de los años sesenta. Es español, por azar genético, es hispaconsti por imperativo categórico. Nada lo conmueve ni lo despeina. Ni Lepanto, ni las Navas de Tolosa. Como dice la Díez en el epígrafe correspondiente: «España es solo un instrumento». El objetivo es la igualdad y la justicia universal.

Al catalán mediterráneo, veleidoso, romántico, soñador, manirroto, siempre con el siglo XVIII encima y su necesidad de la sangre y la tierra para alimentarse, como ya hemos visto, se le opone la versión 2.0 del «caballero castellano». Impasible el ademán ante la Historia y la Geografía. Si la mística castellana buscaba durante el siglo XVII el cuerpo de Dios, ahora inicia una nueva comunión centrada en la Constitución, como cuerpo místico de la comunidad de ciudadanos libres e iguales que es el Reino.

La idea de fondo de todo esto es que quien tiene la suerte de nacer en un estado ya constituido, en un estado nación (no importa si es Suiza o Zambia) vive relajado, abierto de mente, es culturalmente voraz, cosmopolita, e incluso puede ser sexualmente promiscuo. Y los pobres humanos que hemos nacido en naciones «quiméricas» estamos condenados a recitar romances sobre pastores y vacas, a escuchar a Dyango en aquelarres nacionalistas, a ignorar la cultura hecha más allá de Perpinyà y a vivir encerrados en una masía, durmiendo con el ganado y manteniendo relaciones consanguíneas con los primos, ya que no nos mezclamos con forasteros.

Lo que tenemos que averiguar ahora es si un catalán podría llegar a ser tan razonable y feliz como un homo hispaconsti. Bueno, sí, ya sé, haciéndose español. Me refiero a si hay posibilidad biológica de patriotismo cívico y tranquilo dentro del espíritu, desleal, pretendido y paranoico, de un nazionalista catalán.

Siguiendo el texto del epígrafe, extraído de una entrevista a Rosa Díez en la revista conservadora Jot Down, la líder reflexionaba: «Realmente, el nacionalismo y el patriotismo son lo contrario. El patriotismo no requiere de enemigos, el nacionalismo, sí. Porque eres nacionalista contra alguien».

La pregunta, supongo que absurda, es: ¿y si un día nace un catalán, pongamos por caso, que se siente patriota catalán pero que no vea al resto de españoles como enemigos? Ya sé que es de idiotas, pero imaginemos que en una Cataluña independiente, por el hecho mismo de serlo y de recaudar sus propios impuestos, la queja contra el expolio de Madrid desapareciera… ¿Querría decir que entonces los catalanes podríamos aspirar al grado superior de patriotas del que ya disfrutan tantos hispaconstis, imperturbables y ecuánimes?

¿Sabemos si un catalán está dotado por naturaleza para hacer de su catalanidad una herramienta fría, racional y exclusivamente política como hace Rosa con su españolidad? Porque si la ciencia descubriera que un catalán que se siente solo catalán puede, fisiológicamente, sentir la misma relación constitucional hacia un Estado catalán que los racionales españoles tienen hacia el suyo, entonces, los argumentos para seguir siendo españoles se desvanecerían.

Porque seguir dentro de España nos condena, como bien dice la Díez, a ser nacionalistas (dado el odio incontrolable que ser españoles nos hace sentir cada mañana brrrrbrrrrrr). Así pues, la única manera de curar el nacionalismo catalán es convertirlo en patriotismo. Y como el patriotismo solo es algo racional y administrativo, da lo mismo si somos patriotas españoles o patriotas catalanes. Tanto como les da a los racionales hispaconstis ser españoles o de Madagascar.

Si seguimos esa lógica, en Rosa Díez tenemos a la mayor aliada de la República Catalana. A no ser que, a pesar de ser independientes, los catalanes siguiésemos siendo nacionalistas porque estamos incapacitados como pueblo periférico y corrupto que somos para la democracia y la templanza administrativa. Es lo que ya ve venir el filantrópico jurista Jiménez Villarejo preocupado por la suerte de los pueblos menores de edad. Escribía en enero de 2013: «Da pánico pensar en el grado de impunidad que puede implantarse en una Cataluña —no lo olvidemos, gobernada por CiU— fuera de los actuales contrapesos y controles de eso que llaman el Estado español». Claro, el mismo pánico que producía a cualquier administrador británico la independencia de uno de esos países de negros sin los «contrapesos y controles» del imperio de su Majestad. ¿Cómo íbamos a gobernarnos solos, Villarejo? ¿Cómo?, sin la benévola protección de sahibs y bwanas bienintencionados como usted y sin la protección estricta pero justa de las leyes del Reino hispaconsti, famoso en el mundo entero por sus contrapesos y sus controles… y por todo lo que cuelga.

En fin, que la independencia será la muerte del nacionalismo y por ello vamos a toda velocidad hacia ella. Como se preguntaba el insobornable dramaturgo Boadella: «El problema vendrá cuando llegue la separación, porque el enemigo habrá desaparecido y entonces, ¿qué ocurrirá?». Según Rosa Díez, pasará que nos habremos desligado, como demandaba Fuster, del enfermizo nacionalismo, y que podremos vivir un neutro y aburrido «catalanismo constitucional».

LA FALSA SIMETRÍA

Imaginemos una familiar cena de Navidad donde el hermano mayor (exlegionario de metro ochenta) dice a la familia: «Me siento una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre. A partir de ahora, llamadme Hortensia, por favor». Y el padre (coronel retirado de paracaidistas) le suelta: «Tú te llamas Manolo, y aunque te pongas tetas te llamaré Manolo».

Dejemos a la desgraciada Hortensia y su desazón, y fijémonos en la diferencia entre el que dice: «yo quiero llamarme» y el que afirma: «yo quiero que tú te llames». Es muy parecido al chico de Sant Quirze de Safaja que dice: «Soy, me siento, de la nación catalana», mientras un ciudadano de Almendralejo le responde: «Tú no te PUEDES sentir de ninguna nación catalana (porque para mí no existe)».

Una persona o una comunidad que debata sobre su identidad siempre será un ejercicio de libertad. Si este chico de Ciudadanos, Jordi Cañas, dice que los catalanes no somos soberanos, que somos solo un grupo de provincias del Reino como cualquier otra, una nación cultural como máximo, tiene todo el derecho a sentirlo así dado que él es objeto (víctima diría yo) de esta elección. Si quiere la minoría de edad política para el país donde viven él y su familia, pues adelante. Otra cosa es cuando alguien te obliga a vivir de una manera determinada y lo hace desde la distancia, desde otra comunidad política. Sin ser sujeto de las leyes que quiere aplicar. No puedo es un acto soberano. No puedes es un acto colonial.

Habrá quien me diga que para el señor de Almendralejo no hay diferencia entre él y el de Sant Quirze, porque lo percibe y se percibe como miembro de una sola comunidad. Él, sí. Pero nosotros, no. Como ven, volvemos circularmente al concepto de plurinacionalidad y por lo tanto de soberanía política, pero es que no hay más.

La pobre Hortensia no ha dicho en ningún momento que no quiera formar parte de su familia o que la rechace y le dé la espalda. Ha pedido un nuevo trato, una consideración diferente. En realidad, ha hecho un acto de autodeterminación y ha impuesto una nueva relación con su estado/familia. Y se entiende con toda claridad que solo él/ella puede marcar a los demás el trato que quiere para sí misma. No consensúa, impone. Pero lo hace sobre sí misma. Sobre su propia libertad. Y así, Cataluña no necesita negociar ni pedir permiso sobre cómo quiere ser reconocida por la familia. A la que quiere seguir perteneciendo desde una posición adulta.

LA MAD-PRESS

Las formas de mirar y de analizar Cataluña y, sobre todo, los métodos que tiene la mad-press de averiguar lo que pasa y nos pasa son diversos. Pero siempre lejanos. Heredera del noble arte de la tertulia, la mad-press ha sido históricamente capaz de pronosticar la caída del Káiser, la muerte de Manolete y el fracaso de Artur Mas sin levantarse de las sillas del café Gijón. Tiene mérito. Tienen mucha visión, visión panorámica. Una visión en perspectiva. ¡Qué demonios! Una cosmovisión completa y lisérgica de lo que es Cataluña sin pisarla. La prensa capitalina no escribe, dicta. No duda, pontifica. No investiga, sabe. Desde El País hasta La Gaceta, desde Herrera a Federico, de Muñoz Molina a Blas Piñar todos vienen a decir lo mismo, a usar las mismas metáforas. Desde La tuerka a El gato, los mismos argumentos, los topoi, resuenan en un eco valleinclanesco. Y no se crean que la defensa de la honra la lleva solo la Caverna derechista, qué va. Bien decía Josep Pla que no hay nada que se parezca más a un español de derechas que un español de izquierdas. Y eso me recuerda al divertido artículo que en abril del 1896 el político Ruiz Zorrilla, que era un republicano y progresista, escribió ante la sedición cubana: «Demócratas somos, con delirio amamos la libertad, pero si para dársela a Cuba hemos de ver regresar a nuestro ejército humillado… Entonces renegaríamos de la libertad y de la democracia». Adalides de las libertades saharauis, de los referéndums en Timor, plumas de izquierda y revolución, Oh tempora, oh mores, se ven hoy obligadas de nuevo a renegar de la democracia y la libertad por la honra de España. Mecachis en la mar.

Si uno se molesta en leer a los articulistas del mismo lugar físico y del mismo estado mental imperial durante la guerra de Cuba verá que los topoi, los temas, los mantras son intercambiables. Para hablar de «ellos» no hace falta conocerlos, basta con despreciarlos.

Las formas castizas de analizar la realidad catalana para construir esta irrealidad provinciana que leemos asombrados los catalanes cada día, yo las llamo «las perspectivas». Dado que el poder centrípeto peninsular nunca se mueve de donde está, tiene siempre una mirada en perspectiva, con fuga hacia el infinito, sobre el que se mueve lo que ellos llaman, significativamente, periferia.

SOCIEDAD PODRIDA (LA PERSPECTIVA AFGANA)

La perspectiva afgana es aquella que describe Cataluña con la misma profundidad y perplejidad con la que se comentan las noticias llegadas del remoto Afganistán: una mezcla de wikipedia, rumores, tópicos, prejuicios y malestar intelectual ante la complejidad. Bajo la perspectiva afgana, las noticias llegadas desde Cataluña siempre desprenden un aire de corresponsalía de guerra. «Me cuentan de allí, que a un comerciante que rotula en español…», «Sabemos de un niño abofeteado porque en el patio…». Cataluña, según esta perspectiva, no se visita para informarse; se rumorea entre susurros desde barras de bar y tertulias. Me dicen mis contactos… Cuentan que allí… Aseguran que si alguien… Todo es confuso, como si se cortase el télex a diario. El periodista de la mad-press, el madpresser, no conoce bien el dialecto indígena, no ha leído a Valentí Almirall ni a Xammar. No conoce el hit parade del pop catalán, no sintoniza la fumanchunesca TV3 y, claro está, el tema se le hace ininteligible. Aquí, mientras tanto, esperamos la visita de Jon Sistiaga, con el chaleco de Coronel Tapioca y el casco que ponga press en pintura blanca, para que se pasee por las siempre peligrosas calles de las aldeas de montaña catalanas donde solo por mirarle el burka a una mujer, o por hablar en castellano, pueden decapitarte al grito de «Hunquerah akbar».

EL PARADIGMA BAK

Dentro de la perspectiva afgana sobre Cataluña hay un subgénero extremo. Es el BaK o, dicho de otro modo: «Barcelona as Kabul» Se trata del heredero natural y necesario de aquel mítico BaB (Bilbao as Belfast) que alimentó la mad-press durante más de veinte años.

El paradigma BaK retrata una Cataluña con juventudes de ERC con antorchas quemando comercios en castellano, con hijos de Pujol de aire berlusconiano entrando en casas particulares para llevarse el televisor. Y cientos de miles de moros consiguiendo la primacía étnica. Mogadiscio, Sarajevo, Damasco, Barcelona. Ya lo advirtió la FAES en 2005: «El Estatuto abre la puerta a la poligamia». Cataluña, con su inmigración incontrolada, es ya un rincón de África donde los yihadistas incluso forman parte de la Colla Vella dels Xiquets de Valls.

Fanáticos musulmanes y catalanes controlando un paisaje propio del Berlín de posguerra. En 13TV, en enero de 2013, leíamos un titular: «Los recortes convierten a Cataluña en un muladar de la delincuencia. Asaltos a Mercadona». Pedralbes es tan similar a un barrio de Kabul que incluso el hijo del presidente huye: «El hijo de Pujol abandona el infierno fiscal catalán» aseguraba la cadena católica. «Mientras los nacionalistas despilfarran, la Cruz Roja lanza la advertencia de que 300.000 catalanes se quedarán sin ingresos», titulaba El Periodista digital. Mobutu, Gadafi, Somoza y el emperador Bokassa se pasean por los salones de la Generalitat mientras la Cataluña real vive atemorizada tras el yihab.

Raúl del Pozo, ese gran continuador del umbralismo, lo tenía claro el día antes de la Via Catalana del 2013. Aquello iba a ser una escabechina: «Hay que comprobar si hay coacciones a los ciudadanos que quieren seguir siendo españoles, si insultan, pegan o acorralan a alguien, si se observan maneras de pogromo; cualquier pulsión vengativa confirmaría que el nacionalismo sigue siendo la vía más corta para llegar al fascismo». Al final, como recordarán, las únicas coacciones vinieron en forma de patriota español en la librería Blanquerna. Pequeño fallo de previsión, oiga.

LA COCA-COLA ES ESPAÑOLA (LEYENDA DEL ORIENTE ESPAÑOL)

Como ejemplo de la narrativa afgana, esta bonita leyenda que recogieron los periodistas antropólogos que estudian las tribus catalinas. Nos habla de un malvado visir regional, tipo Iznogoud, tan malo como tonto, que consigue, por su deriva antiespañola, que los niños catalanes no puedan gozar de la chispa de la vida. Va así.

La Generalitat comunica que está pensando en establecer un impuesto sobre las bebidas azucaradas (piensen en la Coca-Cola). El insobornable Carlos Herrera, en su artículo «Trágatela otra vez, Mas» del 21 de diciembre de 2012, no comprendía los motivos del impuesto ni qué hay de malo en la Coca-Cola: «Un partido al que vota la derecha burguesa catalana, que es amplia, tiene que verse subiendo los impuestos a las bebidas azucaradas por la mala cabeza de su líder. Y por si no fuera poco con hacer a la Coca-Cola culpable de no sé qué…»

El ABC no se explica qué tiene de malo el caldo negro de Atlanta. No son sus calorías, es algo peor y étnico: «Puede que gravar las bebidas azucaradas, como plantea CiU, se entienda como algo estrafalario, pero hay quien ve en ese nuevo impuesto un castigo a una conocida marca de refrescos denunciada en varias ocasiones por no etiquetar en catalán» (30 diciembre de 2012). ¡Acabáramos!

Aquí viene la gracia. El mismo diario, días y meses antes, no veía nada malo en ese impuesto (si no se aplicaba en Cataluña, claro):

«Crear impuestos para los refrescos y los alimentos ricos en grasas saturadas y subvencionar las frutas y verduras podría conducir a beneficiosos cambios en la dieta y mejorar la salud, según las conclusiones de un estudio realizado por expertos de Nueva Zelanda.»

12 de diciembre de 2012

«El gobierno italiano declara la ”guerra“ a la ”comida basura“, por considerarla culpable de problemas de salud (…) e inicia su batalla contra la obesidad imponiendo una tasa especial a las bebidas con gas y azucaradas.»

17 de abril de 2012

«Un impuesto sobre las bebidas azucaradas podría ayudar a combatir la obesidad y generar miles de millones de dólares (…). La norma era la última de una serie de ordenanzas que han tratado de hacer de Nueva York una ciudad más sana y saludable.»

12 de marzo de 2013

Pero la Coca-Cola y la cuestión nacional no acabaron ahí. Un día, en todos los diarios de la mad-press saltó una gran noticia: Cobega, la envasadora catalana de Coca-Cola, abandonaba el principado asfixiada por la deriva nacionalista. Bueno, el motivo no estaba explicitado, pero toda la mad-press lo dio por obvio y lo celebró a bombo y platillo.

Ese culto periodista de obra extensa, ese corresponsal audaz y brillante literato, ese Norman Mailer español que es Toni Bolaño nos lo explicaba mejor en ABC Empresas:

«Una noticia que va a dar de lleno en la línea de flotación de los nacionalistas. Cobega, el envasador y distribuidor único de Coca-Cola en España, se marcha de Cataluña […] No deja de sorprender que Cobega, de la familia Daurella, sea la primera en dar este paso (ya que) la familia Daurella muy vinculada al nacionalismo catalán…»

Es decir, que el propio stablishment catalanista, las cuatrocientas familias de la burguesía catalana empiezan a dejar solo a Mas por su locura anticonstitucional. Es una noticia buenísima, sin duda. Sin embargo el sagaz Bolaño arruina la propia fiesta en el mismo artículo cuando explica:

«La sociedad Cobega Invest, que se instalará en Madrid y dirigirá las operaciones de España y de las filiales de Irlanda, Norte de África y Portugal…»

¡¡¡¡Ooooooohhhhh!!!!

Es decir que Coca-Cola «no solo» abandona Barcelona agobiada por la locura antiespañola. Abandona también Lisboa (supongo que por su nacionalismo excluyente y bacaladero), Dublín (por su marcado independentismo) y el Norte de África (por su persecución del español, lengua común de todos los bereberes).

En fin, lo que venía siendo una reestructuración dirigida desde Atlanta (Georgia) de tipo logístico por la crisis y la bajada de consumo y un impuesto común a varios países, se convierte en un nuevo episodio de vesania, locura y traición en el Cataluñistán de los talibanes nazionalistas.

Es, lo admito, una leyenda exótica, pero si se tuviese la paciencia y el hígado de diseccionar la prensa de estos dos últimos años (como ha hecho heroicamente este servidor) se harían una idea sobre esta vocación afgana de pintar como temible, oscuro y peligroso aquello que viene del oscuro y brumoso levante español. Es el peligro oriental. Terror del Este. Catalan-noir.