Los impuestos los pagan las personas, no los territorios

«ERC quiere situar Cataluña como un Estado
que viola la legalidad internacional y que se financia
mediante el tráfico de estupefacientes.»
ALBERTO RUIZ-GALLARDÓN, 27 febrero 2013

El reverendo Jonathan Mayhew se disponía a leer su sermón en el oficio religioso que celebraba en el Old West Church, la iglesia que hay en el número 131 de la calle Cambridge, en Boston, y, enfadado por la política fiscal del Reino, dicen que pronunció una frase que cambiaría el mundo: «No taxation without representation». No se pagan impuestos sin representación. Era el año 1750 y James Otis la publicitó y difundió hasta convertirla en la idea-fuerza que acabó empujando a comerciantes, agricultores e intelectuales de las colonias británicas de América del Norte hasta la declaración legal de soberanía y a cambiarse el nombre por el de Estados Unidos.

Mayhew no se sacó ese lema de la manga. En el Reino Unido del siglo XVII, la sociedad se dividió entre absolutistas y constitucionalistas. Uno de ellos, John Hampden, declaró en 1634 que: «What an English King has no right to demand, an English subject has a right to niega», una contundente manera de decir que el poder debe estar sujeto por las leyes y las leyes lo han de estar por la voluntad del pueblo. Solo cinco años después, Joan Pere Fontanella, en su Sacri Senatus Cathaloniae Decisiones, escribió: «Lex non procedido cessante aequitate, ut quie magis dilectus excludentur». Que, para entendernos, significa que la ley deja de ser invocable cuando no asegura la equidad, porque le falta así lo más estimable. El fin último de la ley es producir justicia; no reproducirse a sí misma mediante la letra, sino trascenderse y difundirse a través de su espíritu. El espíritu de las leyes, se entiende.

Este excurso histórico viene a cuento para explicar cómo, ya desde la creación del parlamentarismo moderno en el siglo XVII, Cataluña, como el Reino Unido y, más tarde los EE.UU., entendían la fiscalidad como una de las formas más expresivas de la voluntad política. Y por tanto, veían en la desobediencia a las leyes injustas (y los impuestos abusivos) uno de los deberes de cualquier pueblo. Esta vinculación entre el universo jurídico anglosajón que crea el parlamentarismo moderno y la tradición paccionada y consuetudinaria catalana es un tema sin duda apasionante que nos llevaría a imaginar qué tipo de península y Cataluña tendríamos si, en 1701, los borbones se hubiesen vuelto a la gabacholandia de la cual nunca debieron haber salido.

El expolio ha enfadado a los catalanes por su magnitud y recurrencia. Y porque ha empobrecido y deteriorado los servicios públicos de una manera innecesaria y cruel. Pero lo que de verdad nos ha removido conciencias es lo mismo que enfadó al pastor Mayhew: que no tenemos representación para decidir dónde van nuestros impuestos.

Y en este punto es cuando sale el argumento alfa de los borbónicos contra el «mito» del expolio: los impuestos no los pagan los territorios, son los individuos. Buf, qué pereza. A ver. Es verdad, las personas (físicas o jurídicas) son las que pagan. Pero lo hacen a entidades territoriales como por ejemplo ayuntamientos, autonomías o estados. No pagan en general, pagan a alguien que ocupa un espacio físico en el planeta.

Puedes decir que un ciudadano de Tenerife no paga a un territorio pero sí a un «gestor-del-territorio», sea isleño o estatal. Es decir, que la territorialización de los impuestos es la base misma de la fiscalidad. Pagas impuestos en España porque te encuentras en el territorio España. Pero la trampa sencilla del argumento es hacer pasar el problema del expolio por la cantidad de impuestos que paga «cada catalán». Y ese no es el problema. Cada catalán paga lo que le toca. El expolio radica en los servicios recibidos por estos impuestos. En el regreso. Bien en su no-retorno, su desterritorialización.

La gente en España, a pesar del alegre nomadismo del pueblo gitano, tiene una tendencia, diríamos que neolítica, a vivir en un lugar determinado. La explicación borbónica habitual describe España como una especie de cocido donde los individuos son como garbanzos que bailan de un lugar a otro y no apelan a ningún tipo de dimensión local del gasto estatal: los impuestos los pagan individuos españoles y reciben los servicios otros individuos españoles. Ya lo dijo el profesor José V. Rodríguez Mora en la ponencia económica del último congreso de UPyD, que territorializar el gasto público «contiene enormes inconsistencias lógicas». De Tenerife a Granollers es lo mismo. Todos son individuos, todo es España. Y así, los impuestos del señor de Granollers pueden ir a Almendralejo porque todos los españoles son iguales. Y una guardería en Lanzarote beneficia tanto a unos padres jóvenes de Igualada como a un isleño de toda la vida.

Este es el argumento de la fiscalidad cuántica, consistentemente lógico según el nacionalismo constitucional. Amor a una nación donde todo el mundo se encuentra en todas partes gracias al sagrado principio de igualdad (en este caso metafísica) de todos los españoles. Una carretera de León puede ser utilizada perfectamente por un catalán, y por tanto no se puede considerar expoliado. Como país turístico sabemos que esa carretera también puede ser disfrutada por un islandés que visite Ponferrada y, sin embargo, no por eso él paga impuestos al Rey de España. No es posible pues valorar si una inversión afecta a un territorio o al conjunto, ya que solo existe el conjunto. Así que un CAP, una escuela o una farola en España no solo benefician a los vecinos, sino que lo hace a toda la humanidad, puesto que en este país nada está territorializado.

Sin embargo, fuera coñas, el territorio es, obviamente, el sentido final del gasto público. Escuelas y hospitales. Servicios sociales y bibliotecas son bienes absolutamente territoriales. Están, no son. Y aquí sale el argumento beta del borbonismo. Dicen: de acuerdo, los impuestos se depositan en bienes y servicios lejos de su casa. Inútiles para usted. Pero esto se hace buscando el equilibrio territorial y la solidaridad. Y en este punto nos volvemos a topar con el concepto básico de soberanía. Si un político, pongamos que sea andaluz, coge impuestos de los Españoles Residentes en Cataluña y los gasta en su circunscripción electoral puede ser que lo haga por una verdadera necesidad de equilibrio o por una necesidad aún más perentoria de reelección. Puede parecer que pienso mal, pero la relación proporcional entre intereses regionales de carácter electoral e inversiones públicas es evidente y antigua.

Y llegamos al tema de las balanzas fiscales, «argumento falso y éticamente deleznable» según escribía Rodríguez Mora en el mismo documento de la UPyD. Y los dos modos esenciales de calcularlas. El de flujo monetario que se suele utilizar por parte de los catalanes y el de carga-beneficio que ya hemos esbozado antes y que usan los partidarios de la Indisoluble. Ellos siempre ponen el ejemplo del Museo del Prado (o similar). Si invertimos cinco millones en comprar más cuadros, el beneficio es (igual, siempre igual) para todos los españoles. Porque todos pueden ir a disfrutar de su contemplación y el aumento de turistas mejora la balanza comercial de todo el Reino. Para empezar, quizás el Prado es utilizable por todos los españoles pero no al mismo precio. No le cuesta lo mismo a un vecino del Museo que a un señor de Pontevedra, que debe desplazarse y alojarse. Por lo tanto, la territorialización de una inversión (sí, el Prado está en un lugar físico, no solo en el corazón de todos los españoles) siempre genera disfrutes de distinto coste.

Eso cuando la inversión pública no solo está territorializada sino interiorizada en una persona humana como pueden ser los subsidios, pensiones o becas. Por otra parte, una inversión en el Prado irá acompañada de más vigilantes, guías y restauradores. Este personal comerá cerca del Museo, o en la provincia de Madrid al menos. Alquilará pisos en Madrid y usará los trenes radiales de Madrid para volver a provincias cuando tengan vacaciones. Todo gasto, excepto el financiero, se localiza de una manera u otra en el territorio. Por lo tanto, si con el dinero de los catalanes se construye un hospital en Andalucía, bien está. El problema es cuando ese gasto deja sin hospital a catalanes que ya pagaron sus impuestos. Y peor, cuando el dinero para hospitales en el lugar donde residen los pagantes se destina a lugares en los que estos contribuyentes no tienen voto para aprobar o censurar ese gasto. Recuerden, no hay imposición sin representación. Y no, la solidaridad territorial no es un derecho humano. Es un apreciable vínculo de fraternidad entre pueblos, sobre todo si está regulado de acuerdo a todas las partes y no como en España donde un tercero (que no tiene ni habitantes ni territorio) como es la AGE, ejerce de crupier sin contestación posible debido a que (oh, casualidad) a España no le funciona el Senado que es donde, en los países federales, estas cosas de la transferencia de renta se hablan entre dantes y recibientes de manera civilizada.

Pero ya hemos visto que la AGE no tiene como misión gobernar España. Su función es «Vertebrar La Idea de España» y esto solo es posible con una concentración y desterritorialización de los impuestos, y una arbitrariedad geográfica de los gastos. La capacidad de decisión política territorial sobre los impuestos podría llegar a hacer que, algún día, estos fueran a parar a cosas útiles, y eso sería la peor catástrofe posible para los funcionarios imperiales.

FAMILIAS COMO PAÍSES

Fue la Thatcher. ¡La madre que la matriculó! Ella se lo inventó y, desde entonces, no ha hecho más que traer desgracias a periodistas, políticos y gente común. Me refiero a la comparación que, hablando sobre economía, se hace entre un Estado y una familia. Ya saben: «Esto del déficit público es como si una familia…». Háganme un favor, por favor. Nunca. Jamás. Ni bajo peligro de dentista vuelvan a hacer esta comparación, si son tan amables.

Qué manía de comparar los territorios, países, estados o administraciones con matrimonios y cuñados. No. En el caso que nos ocupa, el expolio de impuestos, recursos y la pobreza inversora se suele justificar con el hecho de que «Cataluña es rica». E inmediatamente se suele hacer la conversión estado/individuo para argumentar que las personas ricas también pagan más y que a eso no se le llama expolio sino progresividad (o justicia).

Hablemos de la diferencia entre persona rica, estado rico y estado justo.

Amancio Ortega es rico, Arabia Saudí es un estado rico y Noruega, que también es un estado rico, es, dentro de lo posible, un estado justo.

Una persona rica disfruta plenamente de sus caudales, pero en un estado rico no todos sus miembros disfrutan igual de dicha riqueza. La riqueza desaforada del jeque en un país del Golfo y la miseria de los trabajadores del petróleo del mismo país nos obligan a hablar con cuidado: el PIB del emirato es elevado, pero en el país hay una gran población pobre. Cosa que no ocurre con una persona rica. No puede ser que las orejas tengan dinero y que sus pies sean pobres.

Cataluña tiene un PIB elevado. Pero sufre pobreza y desigualdad sociales. Un 19% de su población está en riesgo de exclusión social. En un sistema de financiación que respetara la ordinalidad antes y después de impuestos como el alemán, o la inversión según población, tendríamos una Cataluña más justa, que es la única manera correcta de hablar de riqueza en comunidades humanas.

Un estado (o un territorio) rico puede llegar a ser tremendamente solidario sin que muchos duros salgan de las fronteras. Un estado rico puede proporcionar educación y sanidad gratuitas a los ciudadanos. Puede ser acogedor con los refugiados y abierto con los migrantes. La Generalitat es justa cuando da millones a la Junta de Andalucía (con objetivo indefinido), pero también lo es cuando dota a su propio Departamento de Enseñanza para mantener guarderías, pongamos por caso. La confusión (interesada) es que una persona debe repartir para ser solidaria. Un estado no debe necesariamente repartir sus rentas entre otros estados para ser ecuánime, lo hará a las personas «a pesar de» que sean sus administrados. Es la persistente falacia thatcheriana de la sustitución de los sujetos: personas por territorios.

 

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