El historiador de la Edad Moderna H. G. Koenigsberger publicó en 1975 la tesis que dividía en dos a los estados europeos de los siglos XV a XVIII según su distribución de poder. Los Dominium regale y los Dominium politicum et regale. Los primeros estaban gobernados por un monarca sin limitación de soberanía. Podían existir cortes y parlamentos, pero con funciones consultivas o recaudatorias. Es el caso de Castilla, como sostiene por ejemplo José Manuel Pérez-Prendes quien demostró que sus cortes solo tenían el deber de consejo pero ningún poder de control, y menos tras el fracaso del proyecto comunero. Los estados de la Corona de Aragón eran por su parte dominium politicum et regale. Es decir, que el rey en solitario no podía legislar y su soberanía venía limitada por la aceptación y sometimiento a la legalidad. Como decían en Aragón, antes fueron leyes que reyes. Eso se plasmó en dos aspectos fundamentales de la cultura política catalana: las libertades y el pactismo.
Que en 1714 Cataluña pierde las libertades, eso ya lo sabemos. Lo que quizá creemos mal es que «las libertades» son una especie de metáfora sobre un pasado autogobierno bucólico lleno de mitología romántica. De la misma manera ocurre cuando definimos el régimen político catalán anterior a los borbones como pactismo. Hay quien cree que se trata de una especie de ambiente, de fair play o talante de los naturales hacia el acuerdo. O una tradicional tendencia de naturaleza fenicia que lleva a rebajar los principios a cambio de beneficios.
Las libertades catalanas eran un corpus concretísimo y complejo formado por un denso corpus de derecho público, unas instituciones, una burocracia y una filosofía política perfectamente definida. De igual modo, el pactismo era una forma de gobierno que era el modo en que se entendía la monarquía en la Corona de Aragón en general y en el Principado en particular.
De hecho, esas libertades estaban encarnadas como ley viva en las Constituciones que tenían una materialidad física desde que se decidió de forma oficial compilarlas y publicarlas bajo un fascinante criterio: «… para que sean manifiestas e inteligibles. Y así letrados y no letrados y meros legos puedan mejor saber sus derechos y su justicia». Esto ponía el premio a la edición de las Constituciones de…1413.
El pactismo catalán se concreta y resume en 1481 en la llamada Constitució de l’Observança o del Poc valdria:«Poco valdría hacer leyes y constituciones si no debieran ser, por los ciudadanos y en especial por el Rey y sus oficiales, estrictamente observadas». El rey no puede saltarse las leyes que hacen las cortes, somete su soberanía a la de estas. Algo bastante insólito.
Uno de los grandes exponentes de la escuela jurídica catalana del XVIII, Acaci de Ripoll, ya insistía: «Leges paccionatas vivimus in Cathalonia» Y explica: «En Cataluña, el rey por él solo no puede legislar; legislan rey y pueblo juntos, y las leyes obligan al rey tanto como a los demás. Y le obligan no solo a él sino a los que tienen autoridad en su nombre». No lo veo muy oligárquico ni feudal, teniendo en cuenta que este criterio prevalecía en la España Imperial más pujante y divinizada.
Este pactismo desarrolla instituciones que crean leyes. Les Corts, les Constitucions, els usatges, la Audiència, la Diputació del General, la Junta de Braços, el Consell de Cent, y como guinda, el Tribunal de contrafaccions, una especie de Constitucional del siglo XVII. Todo este sólido artefacto político y legal son «las libertades» que se llevó el Felipe V de las narices.
Entre ellas, uno de los primeros ejecutivos del mundo: la Generalitat. Institución que en algunos momentos llegó a acumular un notable poder civil que limitaba con el real. Como ejemplo palmario tenemos la Capitulació de Vilafranca de1461, en la que la Generalitat prohíbe al rey de Aragón entrar en Cataluña sin su permiso: «E més plau al senyor rey abstenir-se d’entrar en lo dit Principat…», una exhibición de fuerza legal y política, sin duda.
Más tarde, en el siglo XVI, el embajador de la Generalitat en Madrid Francesc Copons, ya advertía de este poder «pseudo-republicano» en el que las instituciones funcionaban ajenas a la voluntad real y bajo las leyes: «Aunque Cataluña se governase por si sola, no por eso se destruyria todo aquel Principado». Esa soberanía de las instituciones catalanas queda perfilada en la curiosa declaración que se recoge en el Diario de la Generalitat de 1599, en la que se lee: «No es ningún inconveniente sino al contrario un bien muy acostumbrado replicar a su majestad una y dos y muchas veces». Si tenemos en cuenta que se trataba de Felipe III, el rey más poderoso del mundo, la fe de los catalanes en la solidez de sus instituciones era notable. J. H. Elliott, que no tiene nada de independentista, reconocía las ventajas de lo que él bautizó como republicanismo monárquico: «La situación de Cataluña como un Principado sin príncipe visible, tenía mucho de favorable. Permitía a los catalanes protegerse tras instituciones que consideraban, con razón, bastiones de sus libertades». Republicanismo monárquico que incluso nuestra némesis, Felipe V, reconoció que, tras las durísimas Cortes de 1701, «los catalanes habían quedado más Repúblicos que el parlamento alusivo a los ingleses».
Esa convicción de que las instituciones políticas basadas en la legalidad deben ser las únicas garantes de la libertad ajenas a la voluntad de reyes y dictadores está en el origen de la larga tradición republicana y federal catalana, y explica la obsesión por el «estado propio» que demostramos hoy.