«Estos trescientos años han sido un paréntesis.»
ALBERT SÁNCHEZ PIÑOL
En estas dos «diadas» hemos podido leer y escuchar cómo mucha gente tildaba la celebración de la caída de Barcelona el 11 de septiembre como de una exageración. No lo es. Poco lo celebramos para lo que fue. 1714 es un momento estelar de la historia general de la lucha popular. Al nivel del ghetto de Varsovia o del asedio de Leningrado, la Barcelona de 1714 fue un ejemplo asombroso e insólito de unidad de toda una sociedad en defensa de su sistema político. Apenas 5.000 barceloneses contra 40.000 soldados profesionales resistiendo más de un año las 30.068 bombas que se calcula que cayeron. Eso no se hace por un rey ni por un papa. Sí por la libertad.
En las barricadas del 11 de septiembre se podía ver a uno de los hombres más ricos, como Sebastiá Dalmau, arruinado por haber puesto a disposición de la defensa toda su fortuna junto a niños, artesanos y marineros del barrio de la Ribera. Aristócratas como Lanuça compartiendo balazos con el batallón de estudiantes de filosofía y teología. Incluso los que habían votado a favor de la rendición antes de ese día, como Flix, Villarroel o el mismo Casanova, permanecieron en la ciudad combatiendo, puesto que la mayoría de la Junta así lo había determinado.
La derrota fue terrible. Se planeó una ciudadela («para sujetar eternamente a esta obstinada gente») que solo la presión popular impidió que arrasase la joya gótica de Santa María del Mar, como tenían previsto los borbónicos. Una represión desaforada que llevó a prohibir a los niños volar cometas, a fundir todas las campanas de la ciudad, puesto que habían llamado a la resistencia. Que prohibió a los nobles catalanes llevar armas. Que obligó a atar los cuchillos de cocina a la mesa con cadenas bajo pena de muerte. Que hizo que en Valencia los cañones de las murallas se girasen hacia la ciudad para demostrar diariamente que estaban invadidos. Que prohibió bajo pena de muerte la posesión de caracolas de mar, pues eran el instrumento de señales de los maulets. Que arrasó y quemó Xàtiva. Una represión que cerró todas las universidades, prohibió usar lazos en la ropa de determinados colores, que embargó rentas, que hizo a los vecinos de Barcelona demoler sus propias casas. Que mandó derribar todos los castillos de Cataluña, prohibió la emisión de moneda, quemó los archivos… Y que sometió a Aragón, Valencia y Cataluña a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y Tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla tan loables y plausibles en todo el Universo. Unas políticas que, como escribía el Consejo de Castilla en 1715, se aplicarían «borrándoles de la memoria a los Cathalanes todo aquello que pueda conformarse con sus antiguas abolidas constituciones». Como se verá una represión de una modernidad sorprendente. Propia del siglo XX.
Después de aquel 11 de septiembre, a Cataluña la gobierna un ejército de ocupación a través del Capitán general y de los corregidores, todos ex militares. Llegó a haber un soldado por cada veinte catalanes. Eso sin tener en cuenta los planes valorados de arrasar Barcelona por completo y construir una gran columna donde estaba la ciudad. Fue tal el encono, que la cabeza del general Moragues estuvo doce años expuesta en una jaula para recordar lo que ocurría.
Puede parecer una cosa del pasado lejano. Pero aún a principios del siglo XX estaba prohibida la conmemoración del 11 de septiembre, e incluso Antoni Gaudí fue llevado al calabozo cuando lo sorprendieron saliendo de la clandestina celebración que se hacía en Sant Just i Pastor.
Algo debe tener el agua cuando la bendicen. Y algo debe mover la memoria del 11 de septiembre que no ha quedado como un impostado «día de la comunidad» y se ha convertido en un cauce de expresión política constante a lo largo de los siglos.