«Casanova era celante en el servicio
pero ardiente en la explicación.»
FRANCESC DE CASTELLVÍ, Narraciones históricas
Los catalanes somos tan extraños que en lugar de adorar a un héroe, un guerrero valiente, un brillante general o a un santo, rendimos homenaje público a nuestras instituciones, reglamentos y normas. Una devoción, una fe civil podríamos decir.
Dentro de este contexto se entiende por ejemplo el «culto» al president Companys. De él no se conmemora la gestión, siempre discutible. El hecho es que fue fusilado como presidente electo de la Generalitat. Su persona es irrelevante, morir encarnando la institución es determinante.
Rafael Casanova es otro de esos héroes civiles. Hoy en día que en la Cataluña indepe hay tantas y tan cualificadas voces que quieren sustituir su figura por otras más trágicas como Villarroel o aventureras como Moragues, yo me declaro públicamente fan de Casanova.
Casanova era un abogado que fue insaculado. Es decir, su nombre estaba entre otros muchos en una bolsa. Alguien metió la manita y salió elegido como Conseller en Cap en el peor momento, 1714. Él, un cincuentón de muy mal carácter, nada popular, con una buena biblioteca y pleitos aburridos, pasaba de golpe a ser el líder militar de una ciudad asediada por dos imperios. Tuvo que aprender de fortificaciones, negociar en las tumultuosas asambleas y mantener el ánimo. De hecho él votó por la rendición, pero la mayoría votó resistencia y Casanova, héroe civil, se plegó a los deseos de la asamblea. Casanova fue al frente, pero al cabo de media hora ya le habían herido. Desposeído e incautadas sus rentas (160 libras, nada del otro jueves) demostró su verdadera heroicidad. Siguió viviendo como un ciudadano normal, en Barcelona, sin reclamar ni gloria ni protagonismo. Muchos patriotas le reprochan este comportamiento y argumentan que en ninguna nación se ha visto que el héroe cuelgue los trastos y se vuelva al sofá de casa. Pero esto de morir joven y por la patria solo lo pueden permitir los países populosos, grandes e imperiales. Cataluña es demasiado pequeña para este tipo de frivolidades. La obligación del héroe catalán es vivir muchos años. Bajo las bombas borbónicas o bajo los recortes del conseller MasColell, no importa. Casanova hizo el único acto heroico que se nos permite a los catalanes: ser. Reabrió el despacho, dirimió pleitos, crió al hijo, lo casó bien, se jubiló, se fue a la casita de campo y murió viejo: heroísmo catalán. Un héroe don nadie. Un ciudadano a quien el azar y su país le piden que sirva. Él acepta el berenjenal por pura moral cívica y, acabado su mandato (eran de un año), regresa al común. No hay retratos, ni panegíricos, ni odas. Le tocó a él y cumplió. Era el hombre que encarnaba la institución, y con ella la libertad. Por eso lo recordamos. Sus cualidades personales se resumen en una: responsabilidad civil.
Años después de la derrota, Castellví, que historió el desastre, le pidió a Casanova que explicase su versión: «No quiero más saber de cuentos pasados; únicamente deseo estar en mi casa con quietud, desengañado de lo que es mundo, y acabar mis tristes días con sosiego». Un héroe catalán es siempre un héroe desengañado.