«Revolució, d’acord, però que al matí següent estiguin totes les botigues obertes.»
JOSEP PALLACH
Ahora no se puede perder el tiempo en inspectores de sanidad, tenemos que salir de la crisis. No podemos perder tiempo en legislar sobre educación, debemos salir de la crisis. No podemos gastar fondos públicos en ballet, música o cine, hay que salir de la crisis. No se pueden hacer declaraciones de soberanía… ¡exacto!, porque primero debemos salir de la crisis.
Una de las ideas más ridículas de nuestro tiempo es aquella que sostiene que primero viene la economía y después la política y que, en el caso que nos ocupa, primero se deben «hacer políticas» que nos saquen de la crisis antes que resolver los problemas políticos. Primum vivere, deinda filosofare, más o menos.
Quien sostiene este, digamos, argumento, no entiende el mundo donde vive. Probablemente, antes de 2007 había extendido su confusión general y creía que economía significaba enriquecimiento. Y que política quería decir recalificación de terrenos o, en el menor de los casos eso tan manido de «la gestión de recursos».
Lo primero que hay que saber para ir por el camino que toca sin hacer mucho el ridículo es que la economía no existe. No como disciplina autónoma. La economía hoy es el brazo ejecutivo de la política. Todas las decisiones que más nos afectan y que más destruyen lo que teníamos y queríamos mantener, son decisiones exclusivamente políticas.
Las leyes deben configurar el mercado, porque cuando la situación es la inversa, cuando es el mercado el que hace las leyes, es cuando las sociedades son esclavizadas.
Cuando se decide dar dinero público antes a un banco que a un hospital esa es una decisión política no económica. Limitar el déficit público ha sido idea de la clase política global que controla las instituciones transnacionales no de unas supuestas e inmutables leyes económicas.
No, se trata de exceso de déficit o de impulso de productividad. Es el diseño político de quien tiene la riqueza, de quien paga impuestos y de cuáles son las prioridades como sociedad con respecto a la igualdad y la equidad lo que nos llevó a estar en crisis o, como define bien Naomi Klein, a vivir bajo la doctrina del shock.
Así pues, es meridianamente obvio que no existen medidas económicas para salir de la crisis. Solo el ejercicio musculado de la política puede sacarnos del bache económico.
Y aquí entra la función de la República. Porque, ¿cómo podremos tomar las medidas políticas que nos harán salir de la catástrofe si no tenemos ningún poder político propio? ¿Cómo hacer leyes más justas si no podemos hacer ninguna de ley, ni justa ni injusta? ¿Cómo se puede repartir sin recaudar? ¿Cómo se puede hacer economía sin poder político? Se condena a los catalanes, una sociedad que quiere hacerse cargo con total responsabilidad de esos asuntos a seguir, como hemos explicado en la minoría de edad y en la subsidiaridad de un Estado totalmente entregado a la causa de la Troika.
Y volvemos a aquel terrible debate que se inició al principio de la Guerra Civil. «Primero ganar la guerra y luego hacer la revolución», decían unos. «Debe ser al revés», decían los demás. Los anarquistas, siempre con buen criterio y mala fortuna, dijeron que se debían hacer las dos cosas a la vez. Y hoy, salir de la crisis y construir una república también son dos cosas que deben hacerse al mismo tiempo. Porque una va ligada al éxito de la otra. Joan Sales envió a Màrius Torres una carta el 26 de diciembre de 1936 en la que decía: «¿Es que olvidan que vivimos una revolución? Les respondemos ¿es que olvidan que vivimos en Cataluña?».
¿A que no podemos olvidar que vivimos en crisis? No olvidemos tampoco que vivimos políticamente sometidos y sin capacidad de decisión. Y que ambas realidades se apoyan. No hay una salida de la crisis que nos permita plantear la independencia. La República es la salida de la crisis. Porque en su construcción caerán ídolos, tabúes y privilegios. Se derrumbarán miedos y oligarcas y quedará más claro lo que somos, lo que tenemos y lo que podemos hacer.