Porque no perderemos

«Estamos mal, pero vamos bien.»
CARLOS MENEM, 1990

En el muy recomendable libro de Peter Gay, La cultura de Weimar, el autor cita un fragmento de una carta de Rainer Maria Rilke. El año de la misiva, 1919, es convulso y parece que todo el mundo se hunda. Y dice el poeta: es muy comprensible que la gente se haya vuelto impaciente, y, sin embargo, ¿qué hay más necesario que la paciencia?

Los catalanes no tenemos paciencia. Alternamos la sumisión terca con la desesperación victimista en espera de aquellos fugaces momentos de euforia que, de tanto en tanto, la historia regala a esta nuestra «dissortada pàtria». Pero ahora tenemos tiempo, tenemos razones, tenemos gente y tenemos empuje. Es cierto que también sufrimos urgencias pero seamos conscientes de que es el viejo R78 el que tiene prisa. Ellos tienen prisa porque la Estrella de la muerte tambalea y su mundo se desmorona. La defensa de una constitución que se agrieta. El apoyo a una monarquía que cojea (literal y metafóricamente). La exaltación de un régimen económico carcomido y mafioso. Todas ellas son posturas que no se podrán mantener durante mucho tiempo.

El filósofo esloveno Slavoj Žižek explica a menudo una anécdota apócrifa de la Primera Guerra Mundial. Según parece, el Estado mayor alemán envió un telegrama a sus aliados austriacos: «La situación es seria pero no desesperada». La respuesta del alto mando austrohúngaro fue: «La situación es desesperada pero no seria». En estos momentos, el Reino español se encuentra en modalidad austrohúngara. A pesar del colapso del régimen de la Transición, la clase dirigente parece decidida a seguir representando zarzuelas cada vez más ridículas en medio de una fiesta de escándalos decadentes.

La situación en el Principado debería ser más alemana. El colapso nos aprieta pero la desesperanza no nos ahoga. Uno de los símbolos de este compromiso con el futuro es la estelada en el balcón. Mucha gente cree e interpreta este gesto como la expresión de un sentimiento identitario. Es otra cosa. La estelada en el balcón es un contrato. Es una expresión de implicación cívica. Quiere decir: «contad conmigo, estoy dispuesto a movilizarme». No es un signo de reivindicación catalanista de carácter étnico. Son documentos de compromiso con la rebelión en marcha.

Estamos dejando de ser gente y nos estamos convirtiendo en pueblo. Es decir, gente consciente, organizada y en movimiento. Estamos en un momento en que aquella frase de Wittgenstein empieza a tener sentido para mucha gente: «Un revolucionario será aquel que pueda revolucionarse a sí mismo». El pueblo catalán, a través de las discusiones de bar, de las peleas familiares en la cena de Navidad, a través de esta infinita red de discusión global que ha abierto el proceso rebelde, ya ha conseguido al menos dos cosas bastante valiosas: la autoconciencia como pueblo (esté a favor o en contra de la independencia) y la recuperación de la política en su sentido, perdonad, más trascendente: el que dice que la política es lo que si no hacemos nosotros nos lo harán los demás.

Hasta que perdamos, vamos ganando. La rebelión catalana, bien lo sabemos, puede terminar en nada, pero tenemos la obligación de hacerla y, si es posible, hacerla como nos gusta: bonita y alegre y en común. Porque como decía muy bien Mary Santpere, de la comedia a la tragedia solo es cuestión de compás. Y hasta ahora, primeros meses de 2014, el compás es catalán y la comedia, borbónica.

Recupero aquel fantástico momento para la historia que nos dio Soraya Sáez de Santamaría cuando hizo unas agobiadas declaraciones sobre el avance de la rebelión. Y, negando toda la tradición milenaria de la lógica aristotélica, soltó: «Lo que están haciendo, no se puede hacer». Ay, Soraya, es precisamente porque no se puede que lo estamos haciendo.