… i la rebel·lió espanyola?

Hay varias razones por las que un español querría que la rebelión catalana consiguiese sus objetivos. Algunos quizá lo desearían por el morbo de ver la portada de La Razón del día siguiente y escuchar a Carlos Herrera esa misma mañana. Otros (entre los que me cuento), por el gusto de que Antonio Baños esté ese día en la Plaça de Catalunya y lo relate, lo escriba, nos haga la crónica del momento histórico con la misma inteligencia y humor (valga la redundancia) con que ha escrito La rebelión catalana; que se convierta en el John Reed de los diez días que estremecerán la península (bueno, tal vez un explosivo cruce entre Reed y Hunter S. Thompson).

Pero cuando llegue el día, muchos lectores españoles de este libro recibiremos el triunfo de esa rebelión con otra expectación: la de comprobar si se cumple o no el vaticinio que hace Baños en estas páginas: que esa rebelión pueda suponer la demolición de lo que llama «el R78», el ruinoso régimen surgido de la Transición. «Que la rebelión llegue a buen puerto (…) significará sin duda alguna el fin del 78 y la necesidad de establecer nuevos períodos constituyentes». Es decir, que ese día se hará realidad la profecía favorita de la mad-press: el «¡España se rompe!», que a fuerza de repetirla va camino de ser una profecía autocumplida. Que «esta» España, la del R78, se rompa, pero de verdad, sin posibilidad de arreglo.

No me miren así, tranquilícense. ¿No estábamos por la demolición del régimen y el fin del bipartidismo, la corona, el modelo económico, la corrupción, las castas y élites extractivas, etcétera y etcétera? Ah, pero en cuanto situamos ese escenario en clave catalana ya veo a algunos torcer el morro y fruncir el ceño: «Nazi-ona-listas… Insolidarios… Populistas… La oligarquía catalana…» Pues a esos precisamente está dirigido este libro. No a los Marhuendas, Bonos y Savateres con los que no hay nada de qué hablar, sino a quienes están por una rebelión española pero siguen mirando con desconfianza la rebelión catalana, y siguen tropezando en los mismos lugares comunes y analogías hispanofrénicas que distribuye la mad-press a diestra y siniestra.

A quienes desde todos los rincones de España aspiramos a algo más que esperar que el edificio constitucional se caiga solo por lo podrido de sus cimientos (es decir, se vuelva a morir en la cama), nos dirige Baños esta invitación a mirar el proceso catalán como algo en modo alguno ajeno. La rebelión catalana también es cosa nuestra. Lo que logren los catalanes tiene mucho que ver con nosotros, pero no por el manido argumento del nacionalismo español («lo que pase con Cataluña debemos decidirlo entre-todos-los-españoles»), sino porque la rebelión catalana es una oportunidad para todos. También para nosotros, aquí, en Madrid, Huelva o Lugo.

Antonio Baños dice aun más: «El movimiento independentista es lo mejor que le ha pasado a España en los últimos años». Ya veo, vuelven los fruncimientos de ceño y torceduras de morro, acompañados de alguna risita. Pues sospecho que Baños tiene razón: el «momento destituyente» que ya vive Cataluña es hoy la mejor oportunidad que los destituyentes del resto del Estado tenemos para llegar a poner en pie un proceso constituyente aquí también. Y diría más. No es la mejor oportunidad: es la única a corto plazo. Y si no, díganme qué otro movimiento político o social tiene hoy fuerza para emplazar en serio al R78 y ponerlo en apuros.

No se trata de ir a remolque de Cataluña, sino de, como dicen los gurús del marketing, aprovechar que se abre una «ventana de oportunidad»; una enorme, de par en par, como solo se abre una vez cada siglo. Es en ese sentido en que dice Baños que la rebelión catalana es lo mejor que nos ha pasado en España en mucho tiempo. Sin ella, los márgenes entre lo posible y lo imposible siguen donde solían, encerrados en el estrecho marco del R78.

Veo que todavía no relajan esos morros y ceños, así que insistiré un poco más. Fijémonos en el vocabulario que manejan esos catalanes rebeldes: sobirania, dret a decidir, procés constituent, república. ¿No hablamos el mismo lenguaje? ¿No queremos también nosotros recuperar la soberanía perdida (hoy en manos de los acreedores y la Troika), no exigimos ser tenidos en cuenta sobre decisiones cruciales, no aspiramos también a un proceso constituyente, no tenemos la república en el horizonte? Los catalanes, dice Baños, no quieren seguir siendo tratados como menores de edad. ¿Nos suena de algo esa aspiración? Si todos queremos independizarnos de quienes hoy nos someten; si tantos querríamos marcharnos de «esta» España fallida; si al final resulta que todos somos indepes, ¿por qué si hablamos el mismo lenguaje, con tanta frecuencia parecemos lost in translation?

El enemigo al que apunta es el mismo que hoy tenemos enfrente. «El Estado español», (el actual Estado español, se entiende, el Reino de España), no es el enemigo de Cataluña: es el mayor enemigo de España, de los españoles. Y frente al «España roba a Cataluña», sugiere el cohesionador «la AGE nos roba a los españoles». La AGE, la Estrella de la Muerte, el R78, ya lo entenderán cuando comiencen a leer. Por si les queda alguna duda, vayan desfrunciendo: «La rebelión catalana es la primera, pero no queremos que sea la única».

Ahora bien: que la catalana sea la primera, y que pueda ser una ventana de oportunidad para el resto, no quiere decir que nos quedemos sentados a esperar a que triunfe para luego ir nosotros detrás. Nada de eso: hay que espabilarse, porque aunque nos digan que ellos avanzan «con el mensaje hacia los otros españoles de que les esperamos», no creamos que nos van a esperar mucho tiempo. Para que la grieta que abre la rebelión catalana pueda ser aprovechada hace falta construir aquí también una mayoría popular transformadora, alterar la actual correlación de fuerzas. Y en eso nuestros hermanos catalanes nos llevan bastante ventaja. Y también pueden darnos alguna lección en la construcción de una nueva hegemonía transformadora, si estamos dispuestos a aprenderla.

Debemos empezar a pensar que la rebelión catalana también es nuestra. Que como apunta Baños, «quien quiera iniciar un proceso constituyente en España debe estar con la rebelión catalana. Y nosotros con ellos». Lo contrario será un desgaste inútil para ambas partes, que hará el proceso más difícil, más largo, más doloroso. Si de verdad estamos dispuestos a «poner patas arriba» España (esa expresión que tanto gusta a dirigentes de PP y PSOE para señalar la bicha, lo innombrable, ya sea la independencia, la república o la dación en pago); si queremos construir de nuevo y mejor sobre este solar, habrá que entender que eso pasa también por permitir que los catalanes decidan si quieren estar con nosotros, y nosotros con ellos, y de qué manera. Si queremos ser compañeros de piso, vecinos de escalera, o cada uno en su casa y quedar los fines de semana, siguiendo la analogía inmobiliaria que hace Baños.

Vista así, la rebelión catalana es también una oportunidad de construir otra relación con Cataluña. La que queramos, tanto ellos como nosotros, de mutuo acuerdo, sin imposiciones ni apriorismos. Una relación que no sabemos si será federal, confederal o de países fronterizos y hermanados por lo mucho que compartimos, pero que permita el (re)conocimiento mutuo, sobre todo en lo cultural, que es lo que más nos une. Una relación diferente a la actual, sin recelo, agresividad, victimismo, agravios y hasta desprecio como abundan hoy. Lo diré con palabras de, ejem, ejem, Esperanza Aguirre, pronunciadas recientemente en el Círculo Ecuestre de Barcelona: «España necesita ser catalanizada. A España y al resto de españoles les vendría muy bien conocer y amar más a Cataluña y lo catalán, empezando por la lengua».

Vale, ya sé que esto es un ejemplo perfecto de neolengua orwelliana, pues Aguirre en realidad quiere decir todo lo contrario: «españolizar Cataluña», a la manera de Wert con los niños catalanes. Pero de eso se trata (en serio, no a la manera Aguirre): dejarnos catalanizar un poquito, relajar morros y ceños. Relacionarnos de otra manera, mejor, asumiendo que somos hermanos pero diferentes. Para que no pase como hoy, cuando muchos castellanohablantes del resto del Estado sabemos más de la cultura en portugués (y mira que sabemos poco de estos otros vecinos peninsulares) que de la cultura hecha en catalán, y tomamos la historia catalana a broma, como una delirante reelaboración mitológica que nada tiene que ver con nuestra Historia con mayúscula (que ya sabemos que España-España existe desde Atapuerca, si no antes). ¿Por qué por ejemplo no conmemoramos en el resto de España una fecha como 1714, siendo como recuerda Baños un «momento estelar de la Historia general de la lucha popular» ? ¿Acaso con la victoria borbónica no perdimos todos, no solo los catalanes?

Eh, eh, no me pongan otra vez mala cara, que una relación respetuosa y de mutuo conocimiento no significa que no podamos seguir haciendo chistes de catalanes tacaños. Hasta ahí podíamos llegar.

Puestos a cargar de expectativas la rebelión catalana, ahí va otra: es una oportunidad para «salir de la crisis». Para salir de verdad, para romper con las políticas anticrisis que siguen administrando los mismos que nos metieron en ella. Tal vez esto sea mucho pedir, pues no todos los independentistas están por un proceso constituyente que además de las estructuras institucionales y territoriales altere también las económicas y sociales, sistema productivo incluido. Pero es cierto que la parte más audaz del movimiento catalán, quienes más están empujando hacia la ruptura, los auténticos rebeldes no quieren solo un Estado propio. Quieren que ese nuevo Estado sea útil para una vida mejor.

Los rebeldes tienen no pocas papeletas para fracasar, sí, pero ¿no merece la pena intentarlo? Como dice Baños, «las posibilidades de dibujar un nuevo país son fascinantes», pues la rebelión abre la puerta a imaginar nuevas formas de convivencia política. O dicho con palabras de Martí i Pol: «tot está per fer i tot és possible». ¿No apetece? ¿Y nosotros? ¿Miraremos cómo construyen un nuevo país (con sus tropiezos incluidos, por supuesto) mientras aquí parcheamos el viejo R78 con alguna actualización (Transición 2.0) para seguir tirando?

Eso sí: ya hemos dicho que nos esperan, pero hasta cierto punto. Me temo que a estas alturas no vale decir: «un momento, compañeros, detened esa rebelión, hagamos juntos una rebelión más grande» (yo mismo escribí algo así tiempo atrás). La rebelión catalana es, como su nombre indica, catalana. Que funcione como una invitación a un proceso constituyente español no quiere decir que no tenga su propio recorrido. Muchos catalanes, después de llegar hasta donde han llegado, no estarán dispuestos a que la rebelión para todos se convierta en otra versión del café para todos. Por aquí no hemos asumido aun que el independentismo va en serio y quiere llegar hasta el final, seguimos pensando que es una enfermedad infantil que al final se les pasará con un caramelo federalista o un nuevo modelo de financiación. Pues va a ser que no. Porque para muchos, como dice el escritor Francesc Serés, ya «es demasiado tarde. Una parte importante de Cataluña se ha ido ya». Ya son independientes, aunque les falte el último trámite. Ya están ejerciendo su derecho a decidir, sin esperar a que nadie se lo conceda.

Confieso que, pese a la tristeza que me provoca esa separación, me gusta la rebelión que propone Antonio Baños. Me gusta mucho. Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa, pero en la de Baños se podrá bailar mucho, y no solo sardanas. En la república catalana propuesta en estas páginas hay alegría, mucha. Es decir, fraternidad. Y con ella libertad e igualdad. El proyecto de nuevo país que esboza habla de fraternidad como habla de internacionalismo y de plurilingüismo. Una república que busca la felicidad de los suyos, que renuncia a la guerra, que acoge a los refugiados que se dejan la piel en todas las concertinas del mediterráneo. Una república catalana donde república es sustantivo y catalana adjetivo. Un país que es todo lo contrario que este R78.

Habrá quien, desde el cinismo, lo vea como una utopía bienintencionada pero imposible. Pero si así fuera, si se tratase solo de una utopía (y no una eutopía, como pretende Baños), seguiría pareciéndome útil, pues al modo de las utopías clásicas, su mera formulación ya funciona como contraste, como negativo sobre el que ver más claro todo lo que está defectuoso o podrido en este país (y en este también). Una utopía que actuaría así de «perfectísimo antípode de nuestra Hispaña», tomando las palabras del autor anónimo de la que fue primera utopía española, la Sinapia del siglo XVIII.

Sin ir tan lejos, los más encendidos tertulianos de la mad-press suelen pintar su propio antípode al describir cómo de apocalíptica será una Cataluña independiente: excluida de la OTAN y del euro, viendo cómo al día siguiente se marchan las grandes empresas y los bancos. ¿Dónde hay que firmar para algo así?, nos preguntamos muchos al oír esa apetecible distopía.

Entren sin miedo en La rebelión catalana, sin prejuicios, con el morro y el ceño relajados. Al salir, quizá se pregunten, como yo: ¿y la rebelión española? Què passa amb la rebel·lió espanyola?