Fue la fiesta organizada en el pueblo por ferragosto7 la ocasión para mí de volver a ver a Mario, en medio de la gente, como también para anestesiar las emociones, diluidas por el alboroto de la multitud.
Lo encontré casi por casualidad, como si no lo hubiese buscado con la mirada, rebuscando entre la gente y esperando en el fondo de mi corazón que aquel encuentro ocurriese.
En cuanto me mirada y su boca que esbozaba una sonrisa, el terror me agarró el estómago, pero lo esencial era estar allí, en aquel momento, y querer estar.
Uno frente al otro.
Mario, entonces, se acercó y me cogió los brazos deslizándolos hasta las manos, estrechándolas entre las suyas.
Bajé la mirada mientras una intensa sonrisa, deslumbrante, me perforaba la oscuridad del alma y salía al aire libre, soltando un suspiro de alivio, finalmente.
La música sonaba a nuestro alrededor.
Vi a Iride buscar con la mirada a Sebastiano, llamándolo hacia sí sin hacer un gesto, sólo con una mirada: el muchachito, dócil, se acercó a la mujerona y mirándola desde abajo le sonrió.
Le faltaba un diente.
* * *
En el centro del jardín que se encuentra en lo alto del pueblo hay una tuya que los chiquillos usan para jugar.
Las ramas más bajas del árbol llegan hasta el suelo y el olor de resina es penetrante.
Lo chiquillos habían creado en el interior de la vegetación del gran árbol un espacio para refugiarse en las infinitas tardes pasadas para jugar al escondite.
Mario me condujo allí y nos sentamos uno al lado del otro.
Sólo los grillos rompían el cristal del silencio entre nosotros.
Los dos comenzamos a hablar al mismo tiempo.
Y nos reímos.
Venga primero tú, no, venga, primero tú… la incomodidad era tangible como una tercera presencia entre nosotros.
«Misia, quería decirte que soy muy feliz de poder estar junto a ti...»
«También yo, pero no sé si es lo adecuado...»
Sentí de nuevo descender una sombra sobre mí que oscureció el dichoso esplendor de aquella jornada.
Mario se arrodilló ante mí y yo, mientras tanto, instintivamente, había llevado las rodillas hasta el pecho estrechándolas con los brazos.
«Me gustaría poderte ayudar pero eres tú quien me debe permitir hacerlo, eres tú quien debe abrir la puerta… qué es lo que te turba, qué es Misia, habla conmigo...»
Miraba fijamente un punto delante de mí sin observar realmente nada, sino el cúmulo de escombros en mi interior.
Miedo a confesar y no ser creída.
Miedo de que me viesen sucia, culpable de culpas que no eran mías pero que sentía, de todos modos, sobre mi piel.
Miedo de volver a caer en la trampa.
Miedo a no conseguir jamás salir de esa situación.
Y me faltaba el aire, me latían las venas en las muñecas.
Sólo unas enormes y subyacentes ganas de escapar que retumbaba en mis oídos.
Escapar, sin mirar atrás.
¿Escapar?
¿De qué?
¿A dónde ir?
¿Durante cuánto tiempo?
¿Con quién?
Probablemente Mario observaba la guerra intestina que rebullía dentro de mí sin entender cuál fuese la causa de tanta consternación.
Me agarró con dulzura los hombros y yo me recuperé, como si el contacto con él me hubiese dado una especie de sacudida pero Mario no soltó la presa.
Dejó que yo digiriese aquel contacto, sentía la tensión de mis hombros que no me dejaba, como rechazándolo, pero tampoco él tenía la intención de desistir, quería desvelar ese enigma que bloqueaba todo, congelando todo lo que le rodeaba como en una imagen fija. Todo parecía inmóvil a nuestro alrededor, sólo nosotros dos parecía que pudiésemos movernos, encerrados en un cristal helado y brillante.
«Misia, fíate de mí...»
Levanté una mirada que contenía toda la oscuridad que había dentro de mi alma, sosteniendo la mirada de Mario, y esperaba que él desistiese y dejase que me ahogase de nuevo, aún más, en el fondo del mar negro en el que nadaban mis ojos.
«No puedo Mario… no lo comprenderías...»
«¡Inténtalo!»
Como si debiese realizar un esfuerzo físico apreté los dientes y los labios que se convirtieron en sutiles y blancos, pero continué manteniendo la mirada de Mario.
Las manos del hombre que estaba enfrente de mí estrechaban aún mis hombros con la vehemencia de un acto de salvación, como si sintiese que si me dejaba me hundiría de nuevo...
«Fue tan hermoso verte sonreír, durante un instante, en la plaza, en medio de la gente, sin defensas», susurró.
«No puedo Mario, me… ¡me odiarías, incluso tú me despreciarías, y yo te necesito!»
Sollozos no buscados comenzaron a invadirme el cuerpo. En ese momento, estoy convencida, Mario comprendió que no podía dejarme sola, fuese cual fuese la razón de todo aquel dolor condensado en un grumo que me impedía respirar.
Me acogió entre sus brazos y me abrazó toda, rodillas y espalda, brazos y alma, y con una mano comenzó a acariciarme la nuca.
Los sollozos disminuían y con ellos la rigidez de los hombros y de todo mi cuerpo.
Y me abandoné.
Abandoné los miembros cansados y la cabeza, y el sombrero de plomo que estaba encima, aplastándola.
Abandoné defensas y teorías.
Abandoné barricadas y muros.
Y me reencontré con mi vida.
* * *
Las luces del alba comenzaban a aclarar el sombrío resplandor del cielo nocturno.
Habíamos estado abrazados durante toda la noche.
Sólo un poco de calma entre nosotros y alguna ligera caricia.
De vez en cuando me estrechaba contra Mario para luego retirarme instintivamente.
«Intenté suicidarme hace un año… ¿conoces la píldora de la paz?»
Deslicé la mano en el bolso y encontré con las yemas de los dedos la forma conocida de la pequeña caja que contenía una parte de mi historia.
Durante un instante pensé en continuar protegiendo mi secreto pero luego extraje la cajita transparente del bolso y la dejé en las manos de Mario que la cogió mientras miraba su interior.
Apoyó con cuidado la caja en el suelo y me devolvió una mirada llena de palabras desde la que se transparentaba claramente el miedo de escoger aquellas equivocadas para pronunciar.
«Lo esencial es que tú estés aquí, ahora, Misia. Si pensaste hacer algo tan serio tendrías tus razones. Si quisieras confiarte a mí, yo estoy aquí, si no quieres hacerlo, yo estoy aquí. No pienses que estás equivocada, tú no lo estás, tú-no-lo-estás».