11.
Si hay algo que moleste a las mujeres, en especial a las que viven en las ciudades y pertenecen a la alta sociedad, son los bichos. Hay que ver a Irene asustada con un cuero de culebra o a Carlota cuando se encuentra una araña en un zapato. Gritan como locas. Al finalizar el tiempo de lluvias los insectos invaden el lugar. A las cinco de la tarde empiezan a revolotear los zancudos y si los más susceptibles no se protegen se vuelven presa fácil de las picaduras. Muchas veces, a no ser que el cansancio supere el zumbido de las alas, no se concilia el sueño. Dicen algunos que incluso pican a través del pantalón o meten la trompa entre los hilos de las hamacas. Sin embargo, a unos les va mejor que a otros. A Jónatan, por ejemplo, lo pican poco y no recuerda que le hubiera dado nunca una fiebre palúdica de esas que producen escalofríos y hacen sudar a chorros, y a Morris los zancudos lo mantienen asolado. Igual les pasa a los secuestrados, parecen más susceptibles o no tienen muchas defensas. A fin de cuentas de tantas picaduras terminan inmunizados.
Ahora hay una epidemia. Por lo menos eso dice Calixto. Por eso Morris se llena el cuerpo de repelentes, usa sudadera y camisa de manga larga o cuando puede se mete al toldillo desde las seis de la tarde, aunque casi con seguridad termina ardido de las fiebres. Morris ha ensayado de todo para prevenir la enfermedad, tema sobre el cual medio mundo especula: toma una pastilla de tiamina cada que puede, bebe en ayunas un escurrido que resulte de machacar dientes de ajo; experimenta tomando bebidas con hojas verdes de matarratón y usa lo que recomiendan los indios, como la artemisa, el aceite del árbol de cachicamo, el cocido de hojas de mirto, la acedera con limón y otra serie de brebajes; mas parece que nada le sirve. Ahora, por la epidemia, Chorro de Humo ha sido comisionado para viajar y el alto mando ha decidido qué medicamentos debe comprar.
—Quinina es lo mejor –dice Jerónimo en tono solemne.
—Pero no se consigue –replica Calixto–, el ejército siempre la monopoliza, tendremos que comprar cualquiera de esas chichas de los indios, aunque yo no creo que sirvan.
—¿Cómo se llama esa otra mierda utilizada para el paludismo? –alza la voz Jerónimo. Esa que recomienda La Sombra.
—Cloroquina –responde el enfermero y Jerónimo le repite la orden a Chorro de Humo varias veces, como si se le fuera a olvidar el encargo.
Chorro de Humo no le pone atención a un medicamento ni al otro, no le mira la cara a ninguno de los dos, ni a Jerónimo ni a Garrapacho, sus pensamientos andan lejos, en pueblos y ciudades remotas, de la mano de Astrid pensando en su luna de miel, construyendo un hogar para su hijo en un país remoto, trabajando en cualquier oficio para sobrevivir. Los ojos de Jerónimo le molestan, le huye a su mirada, le parece que si lo mira de frente le va a descubrir las intenciones, y de Garrapacho le estorban sus ademanes. Recuerda, para sí, ser uno de los más hábiles con el machete. Conoce de maderas finas y sabe diferenciarlas por el corte, maneja la motosierra como nadie y hasta les jala a las comunicaciones y ha tenido a su cargo uno de los computadores del alto mando. El hombre asiente con la cabeza sin hacer comentarios, se despide sin aspavientos y se va a empacar sus cosas en compañía de Astrid, quien lo espera en su carpa con el corazón agitado, en parte por la emoción y en parte porque la sacude el miedo.
Antes de salir, cuando ambos llenan su morral con las cosas de rutina (la hamaca, el toldillo, un plástico, la linterna, una muda de ropa y la comida), Garrapacho se acerca y como quien no quiere la cosa les pide que le entreguen un mensaje a Verónica. “Está en clave” –le escucha decir Atrid–. Chorro de Humo ve la sonrisa de Garrapacho, quien tiene que alzar la cabeza para llegarle a los ojos y haciendo un esfuerzo lo palmotea en el hombro y les desea buena suerte. Todos han oído hablar de Verónica, es ella quien trasmite los mensajes por radio y recibe las órdenes del Secretariado.
—Primero busquen a Verónica. La razón es urgente. Después, tómense el tiempo que quieran. –En sus ojos hay malicia.
—Gracias. –Astrid se muestra más contenta y satisfecha aunque el negro es receloso.
Salen media hora más tarde por una trocha camino a Buenos Aires, un poblado de escasas cincuenta casas sobre la ribera del Ajajú. Al hacerlo simplemente levantan la mano en señal de despedida. Deben circundar la serranía del Chiribiquete, bordear los montes rocosos del sur y coger un afluente, el Teleya, que cae directamente sobre la margen izquierda del río. Son veinte días por trochas, quebradas y caminos que el negro conoce bien y por eso Astrid, con náuseas y casi sin comer, se siente protegida por este hombre fortachón, a quien no conoce mucho y que sabe se muere por ella. Por lo menos eso piensa. En el camino hay muchas posibilidades de encontrarse con las tropas del ejército, que los han estado presionando de tiempo atrás, y en las últimas noticias han escuchado que días antes se iniciaron combates en el paraje Las Brisas y en la zona de Dos Ríos, justo sobre el río Ajajú.
—Creo que me has dañado el corazón –le dice Chorro de Humo a Astrid aprovechando un descanso.
—Creí que antes te lo había arreglado –le responde ella mirándolo a los ojos con esa mirada que lo hace sentir a él como si fuera su dueño.
—Hablo de las ganas que me están dando de no ir a Buenos Aires, ¿por qué no bajamos por el Apaporis?
—No es buena idea, ellos tienen controlado ese río y allí se han reportado combates, si caemos en la mitad no nos perdonan la vida.
La verdad es que al encontrar un grupo de soldados, una avanzada de la Brigada Móvil que les cierra la salida por el sur, ellos, temerosos, no se atreven a entregarse y prefieren esconderse hasta que, protegidos en la arboleda, los ven pasar de largo. Son doce y creen que habrían podido matarlos, uno a uno, antes de lograr protegerse tras unos árboles, ya que esa columna iba por el descampado. No habrían dicho ni pío. Pero la tarea en ese momento era otra. Caen en cuenta de quitarse las insignias para no ser tan evidentes y desde ese momento empiezan a considerarse desertores.
—Mejor entregamos este recado y nos abrimos.
—¿Conoces bien a esa Verónica?
—Sí, esa fue mujer de Jerónimo. Y el hombre le sigue calentando el oído.
La llegada al río Teleya es una bendición. Allí descansan, se bañan, pescan cachamas y palometas, se alimentan bien, reviven sus mejores noches de pasión, acarician juntos el engendro que crece en el vientre de Astrid y renuevan un amor eterno que sueñan indisoluble. ¿Qué mejores momentos para planificar el futuro? También ven un chigüiro y prefieren no usar las armas de fuego por miedo a ser escuchados por los soldados.
En pocos días están en el caserío. Allí Chorro de Humo tiene conocidos y se siente como en casa. Los lugareños los reciben con amabilidad y les dan comida y albergue. ¿Qué tal Sebastián Mendoza, que es amigo de muchos encuentros y fiel como nadie a la causa revolucionaria? Muchas veces se lo ha confesado frente a unas copas de aguardiente, cuando ambos celebraban los efímeros triunfos. Él ahí mismo les abre las puertas y les cede su cuarto. Tiene el rancho dispuesto como para recibir a un amigo del alma.
—¿No se te hace extraño?, me parece que él sabía que íbamos a llegar –Astrid le dice al oído a Chorro de Humo, un poco confundida, con un temor que no la desampara.
—Seguro le avisaron por radioteléfono. Lo que no entiendo es cómo sabía que yo iba a llegar a su casa.
A Verónica la conoce mucha gente y no fue difícil encontrarla. Llegan a eso de las nueve de la mañana después de dormir esa noche despatarrados y en cama doble. Ella está en su cuarto dedicada a las comunicaciones, atendiendo mensajes y despachando información. Ha recibido varios recados de Jerónimo y anda preocupada de que no hubieran llegado desde hacía unos días. Luego de saludar de beso en la mejilla y sin mayores remilgos les pide la carta. Sale a un patio posterior a leerla, luego la arroja al fogón, mira cómo se consume por el fuego y llega con una sonrisa. Chorro de Humo siente que debió haberla leído en el camino; así fuera en clave habría podido intentar descifrarla y no sabe por qué maldita razón no lo hizo.
—Descansen un poco, báñense en el río, coman bien, guarden las armas y no usen ropa de camuflado que mañana nos regresamos; tengo una misión que cumplir, así que no puedo acompañarlos hoy –les dice, tomándolos del brazo y acompañándolos hasta la puerta. Mientras tanto, saca de su bolsillo un fajo de billetes y se los extiende.
Se despiden y no vuelven a saber de ella, aunque le hacen caso. Se cuidarán de hablar mientras estén en la choza de Sebastián. Él no deberá enterarse de nada. Prepararán su viaje mientras se bañan en el río y cuando conversen solos en la playa, y se irán esa misma noche. Con el dinero que les dio Verónica podrán comprar ropa y comida para el viaje. “No te preocupes –le reitera Chorro de Humo a Astrid a cada instante–, nadie conoce como yo los caminos de por estos lados hasta el río Caguán y de ahí es fácil llegar a Cartagena del Chairá. De ese punto sale una carretera”. En la tarde van de compras y allí, sin imaginarlo, se encuentran de nuevo con Sebastián, curioso por saber de las compras que han hecho. Hasta les opina y les recuerda que compren también para Verónica. A ella se le olvidó decirles.
—¿No será mejor esto o aquello? –El hombre insiste en algunas prendas, como unas camisetas blancas que son fáciles de lavar o unos tenis que agarran bien en los terrenos pantanosos.
—Sí, de acuerdo, al fin qué importa, si esas cosas le servirán igualmente –Chorro de Humo le habla al oído a su mujer.
Astrid está nerviosa e inquieta y se le notan el enfado y la mala disposición. Mas Chorro de Humo la disculpa por lo del embarazo.
—Ah, vaya, ¿está en embarazo?, y es tuyo, supongo.
—Sí. –Se azora un poco el negro, pero se sobrepone y le asegura a Sebastián que en algún momento había que tener familia.
Entonces los deja en paz para que disfruten el resto de la tarde y ellos tienen la oportunidad de repasar uno a uno los detalles del viaje, planificar la salida de la choza de Sebastián sin ser vistos, recorrer los primeros trechos de lo que será la ruta de huida, para irse ambientando al terreno, bordear el camino del río y salir a un sitio en donde la profundidad es poca y pueden atravesarlo sin mayores obstáculos. Incluso él conoce la ruta más expedita para cruzar la sabana del Caguán por el borde de la serranía.
—Dios mío –exclama la mujer–. ¿Y las drogas para el paludismo?
—¿Y a quién se las damos?
—A Verónica.
—¿No será sospechoso?
—Le decimos que las guarde ella en su morral, el nuestro está repleto de cosas. –Astrid señala que ella se encarga–. Entre mujeres nos entendemos más fácil.
Deben regresar entonces y buscar en el almacén en donde, entre otras cosas, venden algunos medicamentos. Hay analgésicos, antiácidos y vitaminas para el embarazo, nada de antimaláricos. Menos quinina. “Tal vez haya esas drogas en el batallón, en Las Brisas”, les dice la dependiente, “los soldados son hasta buena gente”, les reitera. Luego, cuando ellos están por salir, les grita: “hay una enfermera, vino hace dos días a un programa de vacunación”. Entonces la buscan y tampoco es difícil encontrarla. Está en un rancho improvisado como centro de salud y ahí los aldeanos han dispuesto un lugar para que ella vacune a los niños que van llegando. La saludan y le hablan de un caserío cercano en donde hay una familia con paludismo.
—Creo tener algunas cosas que podrían servirles. –Busca en una caja de cartón, repleta, traída a lomo de mula. Demora tanto que la pareja va entrando en estado de nerviosismo.
—¿Y entonces? –Chorro de Humo parece descompuesto.
—Calma –reitera ella y va separando hacia un lado algunas cajas.
Encuentra inyecciones de quinina y una docena de cajas de Neoquipenyl. Eso es lo único que hay. La mujer les dice que deben comprarlas y ellos le piden un recibo y las echan en una bolsa. Llegan demasiado temerosos a donde Verónica. Ella les recibe las drogas y les dice que no se preocupen. Astrid le solicita el baño. Se demora y se oyen ruidos y arcadas y luego sale ella con la cara lavada. Se verán al otro día a las cinco de la mañana.
—El cansancio es mucho –le dicen a Sebastián mientras comen carne de chigüiro, que es lo que abunda por ese tiempo, lentejas, arroz y agua de panela.
—Descansen, yo también estoy rendido y creo que me les voy a dormir primero. A las cuatro y media los llamo para estar a tiempo.
—Ya tenemos empacado, así que no será difícil.
Por supuesto no duermen; se hablan al oído, muy quedo, para no despertar sospechas. Están atentos a las señales de sueño que se escuchan en la habitación contigua. A eso de las diez sienten que la respiración de Sebastián se hace pareja. Es un sonido inconfundible. Más tarde aparecen los primeros ronquidos, suaves y esporádicos. Ellos se codean entre sí y murmuran cuál ha de ser el momento más propicio. Primero saldrá ella con los morrales y luego él con los fusiles.
—Mejor matarlo –le dice Astrid. Es apenas un susurro.
—No soy capaz, es amigo mío –le responde Chorro de Humo abriendo los ojos.
—Me parece que es más seguro, cumplo con advertirle.
—No puedo.
—Está bien –acepta ella.
Chorro de Humo deja pasar unos minutos y los ronquidos de Sebastián se hacen más fuertes. “Está fundido”, piensa el negro. Se acerca a su camastro y lo escucha roncar suavemente. Abre un poco la cortina y lo observa, volteada la cabeza contra la pared, cubierto su cuerpo con una sábana. Sale en puntillas y recibe, plena en el rostro, la brisa fresca de la noche. Muy cerca, bajo un árbol, está Astrid esperándolo. Ambos tienen sudaderas oscuras y se han puesto los zapatos de tenis que les recomendó Sebastián. Toman con rapidez el camino del río y se internan por él. Atrás van quedando las últimas chozas del pueblo. Tienen por lo menos seis horas antes de que Verónica y Sebastián descubran su huida.
Amanece cuando deben cruzar el río. Las aguas son frescas, beben un poco de ellas y se refrescan la cara. Se les nota la felicidad. Deben caminar por el lecho unos kilómetros antes de tomar el camino que los llevará a los llanos del Caguán. Al buscar el lugar más bajo para evitar la fuerza de la corriente, se sienten rodeados. Se asoman rostros desde ambas riberas, muchos de ellos conocidos, y al mirar hacia atrás otros hombres se acercan. Los fusiles les apuntan. No hay nada que hacer, han sido descubiertos. Al frente, al mando de la escuadra, está Verónica, y detrás de ella, como cuidándole la espalda, Sebastián. Ambos sonríen mientras les apuntan con sus pistolas, los desarman, los insultan por traidores y les quitan los morrales.
Luego en el pueblo, los campesinos ven pasar a los guerrilleros que ya conocen de tiempo atrás, con un hombre y una mujer amarrados con las manos al frente y un lazo que los sostiene del cuello. Los llevan como un trofeo de guerra y los exhiben con una sonrisa.