12.

“En cuanto los captores se descuiden, es mejor fugarse que pudrirse en una selva”, le dice Irene a Carlota. Todavía estas dos mujeres no creen la pesadilla de estar secuestradas. Ni lo imaginaron al ver la fila de vehículos detenidos y comprender que podía existir un retén en la carretera por la que transitaban; ni siquiera intentaron devolverse como fuera el deseo del sentido común; esperaron cual mansas palomas, con ingenuidad quizás, y después quedaron atascadas en medio de los carros y vieron impasibles cómo se arrimaban los hombres, vestidos de camuflaje, que empezaron a interrogarlas. Ahora parece un sueño. Nunca lo sospecharon mientras se bañaban esa mañana en sus apartamentos del Norte de Bogotá ni cuando se despedían de la mamá por el teléfono: “mami, mañana hablamos”; ni al hacer compromisos familiares para el fin de semana: “nos vemos en la finca”; hubo dudas sin embargo: “no somos tan importantes”, exclamaron frente a comentarios de los amigos que les insinuaban el riesgo de ir a lugares controlados por la guerrilla. Hubo, ahora lo reconocen, exceso de confianza y un poco de indiferencia, quizá.

“Ambas mujeres pensaron en huir al verse secuestradas. Al caminar al lado de ellas, en algunas de las marchas hechas para despistar al enemigo, me comentaban su permanente disposición de escapar a cualquier costo. Yo siempre aprovecho esas jornadas para conversar con los retenidos; es la manera de entretenerse durante trayectos tan largos. En los momentos de intimidad, cuando están solas y no tienen vigilancia cercana, suelen hablar mucho entre ellas. La realidad es avasalladora: sentirse vigiladas, ver cómo quienes las detuvieron están armados; mirar las esteras en donde deben dormir, sobre el piso, casi como animales; probar arroz con lentejas y agua de panela en la comida de la primera noche y luego de manera similar cada día; tener que ir al baño y ver un hueco en el suelo al que hay que echarle tierra después de hacer las necesidades, sin manera de aislarse de los que a veces observan, desde prudente distancia. Y las recriminaciones no han faltado desde el principio: ‘si el presidente nos hubiera llevado en su avión no estaríamos en estas’, le echan la culpa, porque él viajaba ese día a San Vicente del Caguán y no quiso llevarlas; ‘si nos hubieran asignado guardaespaldas’, ‘de qué hubiera servido, sin embargo’, decía la una; ‘si le hubiera hecho caso a mi hermano, no estaría contando esta historia’, pensaba la otra, ‘¿cómo la dejaba ir sola, a Irene, si eran amigas y compañeras de lucha?’; incluso debían haberles creído a los soldados en el primer retén, cuando les advirtieron cómo de seguir adelante sería bajo su responsabilidad. La región no estaba controlada. ‘Pero de nada sirven los reproches’, murmuraba Carlota. ‘No se puede llorar sobre la leche derramada, como decía mi abuela’, repetía Irene.

“A los tres días de caminadas sin fin se encontraban agotadas, muertas del cansancio. Era la falta de costumbre. Jamás hacían deporte ni trotaban ni caminaban ni realizaban ejercicio físico alguno; tenían ampollados los dedos de los pies por el apretón de las botas nuevas; estaban empapadas por la lluvia, con la piel aterida, con las huellas de las picaduras en la piel descubierta; con hambre y sed, con el miedo de escuchar los aviones militares que según las noticias las estaban buscando desde el día siguiente del secuestro. Los nuestros gritaban de la dicha y aplaudían cuando las noticias salían en la televisión; ‘habían propinado un golpe contundente’, se ufanaban. Ellas hacían cábalas sobre la necesidad de huir y consideraban su oportunidad, aprovechar que en la distancia se adivinaba una carretera, de esas de penetración. ‘Después, cuando estemos en medio de la selva no habrá modo de salir’, comentaban entre ellas. Nunca imaginaron las dificultades. Mas, ¿acaso no conservamos la esperanza de ser hábiles y fuertes?, ¿no nos asalta la duda de la intrepidez? “Al intentar huir una de esas noches, sin más muda que la ropa que tenían puesta, las sorprendió uno de los guardias y tuvieron que simular estar buscando el chonto. El guerrillero, un niño aún, que no hablaba ni lo preciso y apenas si podía con el fusil, se limitó a mirarlas con algo de curiosidad, amenazarlas levantando su arma y esperar hasta comprobar si era verdad lo de ir a orinar, y luego se limitó a seguirlas para que se devolvieran sobre sus pasos. ‘No es el momento –cuchicheaban–, habrá que prepararse mejor’. Por eso hicieron lista con lo indispensable, como para ir al mercado, planificaron la fuga con precaución, disimularon sus intenciones hasta hacerles creer que estaban contentas y adaptadas; supieron esperar, más por miedo que por no encontrar las condiciones precisas, y guardaron parte de la comida que voluntariamente no consumían. En su paciente espera fueron acumulando pequeñas cosas para el viaje: una linterna y un juego de pilas usadas por la noche para ir al baño, cabuyas para amarrar cualquier cosa o para amarrarse entre ellas, esperando no distanciarse la una de la otra; bolsas de plástico, alimentos que no se descompusieran fácilmente, cerillas, amuletos y hasta un machete que Carlota hurtó y guardó celosamente entre su ropa.

“Después Irene me contó la historia: ‘ella era muy arrojada, creo que hasta irresponsable’, dijo al referirse a Carlota. Con disculpas y engaños llegó al lugar en donde se almacenan los alimentos y se guardan algunos utensilios de uso diario. El rancho o el economato, como le dicen. Allí estaba castigada Francesina, que pasó de ser mano derecha y enamorada de Ciro Eladio a ser una simple recluta a la que cada quien le daba órdenes, incluso los que no tenían rango. La muy tonta se hizo la boba cuando Carlota se llevó un machete. Luego no aceptó, por petulante, la historia de que ella la estuviera engañando. Frente a sus ojos sustrajo el arma de la vaina y la metió entre la ropa. Después tuvo que caminar a paso lento, como envarada, antes de llegar al cambuche en donde estaban. Allí lo camufló bien, siempre con el temor de esconderlo en todo momento, por el asedio de la tropa que desde hacía meses nos estaba haciendo correr de lado a lado. Me parece intuir en las actuaciones de Francesina a otra de esas personas deseosas de escapar de la guerrilla a la menor oportunidad y yo la creo tan lista que algún día se va a salir con la suya.

‘Al principio –cuenta Irene–, las mujeres llevábamos la cuenta de los días de cautiverio y hasta los marcábamos en algún sitio: un cuaderno, una hoja de papel. Después, fueron tantos los días que no valía la pena el esfuerzo de recordar el tiempo transcurrido desde entonces. Fue a los treinta días que intentamos fugarnos por segunda vez, si se puede decir que al principio hubo un intento que ni siquiera se consumó. La luna estaba llena y unos rayos de luz se colaban por entre los árboles. Tenía una premonición aquel día y ahora sé que solo estábamos viviendo una fantasía. Les habría parecido extraño que nos fuéramos a dormir tan temprano si no fuera porque yo alegué estar mal del estómago. Me fui al chonto con mi rollo de papel higiénico, hice la pantomima y regresé teniéndome la barriga y haciendo cara de enferma. En el cambuche rellenamos los pantalones que traíamos en el viaje con hojas, para aparentar que estábamos dormidas, dejamos las botas en la entrada, que es lo primero que vigilan en las rondas, y usamos los camuflados y los zapatos tenis que teníamos cuando nos secuestraron.

‘La noche no fue clara, cada vez se fue volviendo más oscura; creo que por fortuna, si la luna estuviera plena nos habrían descubierto más rápido y habrían encontrado con mayor facilidad las huellas dejadas; que debieron haber sido muchas, no tomamos el río, como debía ser. Carlota insistió en irnos por el monte, ella no sabía nadar. Al rato se largó un aguacero de padre y señor mío, de esos que no permiten mirar a más de dos metros de distancia. Nos amarramos con la cabuya que traíamos, la que se reventó cuando me caí la primera vez. El suelo se convirtió en un pantano, los zapatos que al principio chapoteaban, luego se atascaban en el barro, los ojos se nublaban por el agua que nos escurría desde la cabeza, el frío no se mitigaba sino mientras caminábamos, luego el ritmo del paso no rendía. Vimos o creímos ver especies de animales salvajes, misteriosos, no los distinguíamos; sentíamos pisadas detrás, cuerpos que se deslizaban cerca; pensábamos en culebras venenosas, en caimanes de los que asoman los ojos en el río, güíos inmensos en las orillas, tigres a la espera silenciosa de su presa en las ramas de los árboles.

‘Era realidad o no, nunca lo sabremos; nos sentíamos allí, acechadas. El machete no servía para quitar la maleza, el rastrojo no nos dejaba avanzar, a cada rato nos rayábamos la cara o nos chuzábamos las manos, no veíamos en dónde poner los pies, caíamos enredadas en las zarzas y nos levantábamos muertas de miedo, no sabíamos si el río corría hacia un lado o hacia el otro, mi morral se quedó en la mitad del camino y con él los alimentos acumulados en los últimos días, la cabuya que nos unía se rompió, las bolsas plásticas y sobre todo mi amuleto, el que había seleccionado como compañía, desapareció en el camino. Exhaustas, como un par de fracasadas, nos sentamos en la raíz de un árbol hasta la entrada del amanecer. La lluvia comenzó a menguar con los primeros rayos de luz y temblábamos del frío. Desde ese instante dejamos pasar el tiempo y esperamos que simplemente transcurriera; no teníamos fuerza ni para conversar ni para hacer movimiento alguno. Nos quedamos ahí mirando las aguas que se encontraban a pocos pasos de distancia, escuchando los primeros cantos de los pájaros, oyendo lo que parecía el ruido de un motor al acercarse, y cuando creímos que la lancha en que nos perseguían estaba cerca, gritamos haciendo el último esfuerzo y esperamos a que los perseguidores nos encontraran. Así sucedió lo inevitable. Eran ellos.

‘La tercera y última vez que nos dimos a la fuga fue unos meses después. Nos cambiaron de campamento y nos pusieron guardianes diferentes. Estábamos en ese momento bajo el mando de Jerónimo. A ellos les habíamos dicho que jamás volveríamos a intentar escapar; siempre les precisábamos que quizás los momentos más difíciles de nuestra vida habían sido los intentos por escapar por entre bosques y selvas. Si algo habíamos aprendido era la imposibilidad de huir. Y se lo creyeron, se desentendieron de nosotras y volvimos a preparar la fuga. Repetimos la misma historia, incluso consiguiendo otra vez un machete. En eso de sustraerlo de manera subrepticia o con la complicidad de alguien, Carlota se había vuelto experta; solo que esta vez no esperamos una noche de luna sino una lluviosa. Durante el vendaval ellos también sufren sus inclemencias y los guardias se descuidan. Deben protegerse bajo un árbol frondoso, ayudados por un plástico. Eso les quita visibilidad; además, el ruido del agua oculta los movimientos nuestros y apaga los sonidos. Así pudimos evadir a los guardias y el primer cinturón de seguridad y logramos llegar al río. Carlota no se podía meter en él a menos que estuviera agarrada de algún tronco o después de hacer una balsa, sin embargo, yo insistía en que lo hiciéramos. Ella tenía el temor de que iba a morir al intentarlo.

‘Fue así como caminamos horas y horas en medio de la maleza. Por fortuna en esta oportunidad el machete fue fundamental. Las ampollas, que luego duraron varios días en sanar, son testigos de aquel esfuerzo desplegado. Además, nos ayudó en el empeño una arboleda inmensa que dejaba despejado el piso, ya que al ser tan frondosa y ocultar el sol, no dejaba crecer el rastrojo. La única dificultad era la orientación. Al utilizar las zonas más despejadas no sabíamos si estábamos marchando en círculos. Mas era imposible saber hacia dónde íbamos. La linterna fue útil durante la huida y en casi todo el recorrido la mantuvimos prendida, a riesgo de ser detectadas, aunque confiábamos en que nuestro engaño sirviera y no se hubieran dado cuenta de la fuga. Hasta que se agotaron las pilas y decidimos no usar las de repuesto, lo cual complicó las cosas porque comenzó a lloviznar. Luego de muchas horas, caímos rendidas del cansancio, armamos un cambuche y nos echamos a dormir.

—Que sea lo que Dios quiera –dijimos al unísono y nos pusimos a rezar.

‘Nos despertaron los truenos y el ruido de la lluvia sobre el plástico y en pocos minutos comenzamos a sentir cómo el agua invadía el lugar; estábamos inundadas y el nivel del agua subía rápidamente. Cogimos lo que pudimos y tratamos de salir, pero cada vez estábamos más inundadas. En ocasiones los baches del terreno nos hacían hundir y creíamos que nos íbamos a ahogar; por fortuna eran simples desniveles del terreno. Cuando el agua nos llegaba al cuello, encontramos una pequeña elevación que nos fue alejando de la corriente. Intentamos trepar a un árbol y fue imposible; no alcanzamos a salvar ni siquiera una de las cuerdas. Al final nos sentimos rodeadas de agua. Éramos náufragas en una diminuta isla en medio de la selva. De ahí en adelante, lo único que hicimos fue esperar hasta que la lluvia se disipó y las aguas comenzaron a descender. Habíamos quedado exánimes. Estuvimos a punto de morir, en especial Carlota. Ella aún trata de recordar si en su niñez estuvo en algún peligro de ahogarse y espera sobrevivir y salir de este embrollo, para preguntárselo a su madre.

‘Al amanecer, cuando las aguas bajaron, buscamos nuestras pertenencias y no pudimos hallar nada, ni siquiera el machete que habíamos llevado como el más preciado tesoro, así que llenas de nuevos bríos, intentamos romper la maleza con las manos y buscar las zonas más elevadas, lo cual fue imposible y terminamos con las palmas escaldadas. Dimos vueltas y vueltas hasta encontrar un camino en medio de aquellos árboles frondosos que antes nos parecía haber visto; los rodeamos de tal manera que no nos internáramos de nuevo en la maraña; tomamos agua estancada, atrapada en las hojas de las plantas, compartimos unos bocadillos que conservábamos, miramos los árboles añorando algún fruto para comer, buscamos el tal palmiche que algunos guerrilleros consumen y que nos mostraban en las correrías ya que cuando están largas las yemas nuevas, antes de salir las hojas, sirven de alimento; no encontramos rastro de ellos y después de dos días de hambre y viendo que no teníamos manera de sobrevivir, otra vez cerca del campamento, preferimos entregarnos’.

“Por supuesto el trato fue el que se merecían –piensa Jónatan–, por lo menos eso era lo que Jerónimo nos decía al reunir a la tropa y dar instrucciones para evitar que hubiera nuevos intentos de fuga. ‘Vaca ladrona no olvida el portillo’, repetía. Los guardias de servicio esa noche fueron degradados y yo alcancé a ser, por lo menos durante un tiempo, el jefe de una cuadrilla de novatos. Me tocaba darles órdenes como muchas veces me las dieron a mí. Hacerlos comer mierda, como se dice. Fue un tiempo de descanso para Morris, Elián y yo, que disfrutamos como niños y nos sentíamos merecedores de todos los privilegios. Al verlas regresar por el camino que conduce al campamento del segundo anillo de seguridad, algunos guardias las encañonaron, les amarraron las manos con cabuyas, cosa innecesaria por el estado en que se encontraban, y uno de ellos llamó por radioteléfono para avisarle a Jerónimo que las habíamos encontrado. Luego las sacamos al río y las llevamos en un bote. En realidad se dieron más bombo del que merecían, ellos no habían hecho ningún esfuerzo por hallarlas. Las escuadras que salieron a perseguirlas, barriendo palmo a palmo el territorio, siempre estuvieron por las orillas del río, pues ellas sabían que en ese sitio la selva era impenetrable.

“Primero fueron amenazadas y luego vino el momento de inducirles pánico. Cada día les hacían alguna maldad; esa era la orden, como acercarles el cuero de las culebras que algunos cazaban como alimento, al exhibirlas les abrían la boca para que mostraran los colmillos; entregarles arañas venenosas que se encontraban en la loza de los alimentos, meterles alacranes vivos en los zapatos y hasta ponerles a la entrada la cabeza y el cuero de un tigre que alguno conservaba en el campamento. Ellas por supuesto gritaban y protestaban. El castigo más cruel fue encadenarlas a un árbol con candados, cuya llave conservaba Jerónimo para que cuando pidieran ir al chonto, quien tuviera que aceptar la solicitud fuera el propio comandante; era humillante, claro, y de eso se vanagloriaba. Al quitarles las cadenas para ir al baño, siempre las acompañaba un guerrillero, mientras Garrapacho observaba con unos binóculos. Además, se les comenzó a restringir la comida e incluso la lectura, lo cual para ellas era uno de los mayores privilegios. ‘¿Qué sería lo que más les gustaría hacer?’, les preguntó un día Jerónimo con una amplia sonrisa de generosidad. ‘Leer un buen libro de García Márquez’, le respondió Carlota e Irene le pidió una Biblia. ‘Entonces les queda prohibida la lectura’, les respondió y salió burlándose de lo cándidas que eran”.