13.
Se llama Natanael y para Sulay es fácil encontrarlo; no es sino preguntar por él en Puerto Palermo a la señorita Otilia, que es su tía. A ella la encontrará en la escuela, aunque está vieja todavía es la directora, y a pesar suyo, nunca ha logrado conseguir reemplazo. Ella ha renunciado muchas veces y con los ahorros tiene la intención de irse a recorrer el mundo, su verdadera fantasía; mas nunca le han aceptado la renuncia y ella, por no dejar solos a los muchachos, que son su única obligación, sigue ahí, así eso le cueste resignar sus sueños. Mandó muchas cartas a sus superiores, las que al parecer nunca llegaron a su destino, “qué van a llegar las cartas si deben ir por el río, aguas arriba, al cuidado de un chalupero analfabeta y luego a lomo de mula con un arriero medio bruto y después por trochas, en carros de escalera, con choferes a los que les importa un comino la ilusión de una desconocida; qué van a llegar así las cartas”, le repite a su sobrino. “Qué va, tía –le responde Natanael–, si usted aquí es la mejor maestra”. “Claro, mijo –le contesta–, la mejor y la única”. Él ha sido su alumno y ella siempre les recomienda a sus alumnos que viajen por el mundo, en vez de enredarse con grupos armados, porque hacen tropelías y terminan en la cárcel, o lo que es peor, muertos. “No hagas lo que hizo Jónatan, que era un muchacho avispado y terminó en la guerrilla, haciendo lo mismo que ellos”, le dice.
Y Sulay tiene el corazón henchido de la emoción, existe una luz de esperanza para encontrar a su enamorado. Él le prometió volver y ella, condescendiente, intuye que él no ha podido regresar por los combates con las autodefensas, que desplazaron el Frente Sur hacia la frontera con Ecuador y por los cerros del Chiribiquete. Así que decide preparar su viaje diciéndole a su madre, Uma, una mentira piadosa. Tiene que ir a ese pueblo, el médico le ha dado una cita para esos días y los brebajes del anciano Kwaimará no le han servido. “Cosa que usted sabe, ma”, le dice y la madre Uma sabe que es cierto lo que le cuenta porque la sigue viendo ensimismada y perdida entre las nubes de no sabe qué cosas. “Yo sé ir, ma, mi pa me enseñó cómo llegar”. Pero no es cierto, el pueblo es distinto y al que piensa ir queda hacia el otro lado. No es Barranquillita, adonde fueron por el río remando contra la corriente y en donde ese médico apuesto le había tocado la barriga; ese que quería verla de nuevo; sino en Puerto Palermo, aguas abajo, hacia donde se puede ir por una trocha que sus hermanos conocen y de la que le hablaron muchas veces, para humillarla, con ese aire de “sabelotodos” que manejaban con la hermana menor. Mas ella les había aprendido la ruta.
Y así ocurren las cosas. Sale en la madrugada cuando su padre, Tayel, ha hecho camino hacia su chacra. Toma la ruta de las mulas con un atado de ropa y unos bollos cocidos de yuca que le da Uma, quien se queda mirándola desde la puerta del bohío, y se marcha río abajo por la orilla serpentina del Vaupés. Llega al caserío en dos horas, contenta porque no le pareció difícil el recorrido, y cuando pregunta en dónde está, una mujer que lavaba ropa en el río le dice con cierto aire de desprecio: “en Puerto Palermo, tonta”, y ella siente que no es tonta sino que ha llegado temprano y tiene todo el día para buscar a la señorita Otilia. Se sienta en la playa sobre la arena pedregosa de las orillas, se come los bollos de yuca y toma agua del río; aprovecha para lavarse la cara y enjuagarse la boca y se mete en el pueblo, mirando cada cosa con una sensación placentera. Ve a los niños recorrer por los caminos y los sigue hasta verlos entrar en una maloca grande con techo de paja, en donde una mujer más vieja que su madre, de cabello cano y una trenza en la espalda, recibe a los niños con una sonrisa y los acomoda en los pupitres.
Allí llega Sulay con su mejor sonrisa y Otilia le pregunta si viene a estudiar, “siempre hay un espacio”, le dice con una sonrisa de compasión y le ordena esperar. En un rincón está el arcón de madera, el cual abre sacando una llave de la faltriquera, y en él busca un libro de pasta amarilla con los bordes comidos por el uso y un par de tizas nuevas. Es clase de lectura y escritura. La misma de todos los días y de todos los años, que empieza con el abecedario y termina con cuentos de Rafael Pombo. Los curazaos están bonitos, repletos de flores anaranjadas, y los pájaros cruzan de lado a lado. Tal vez sean generaciones sucesivas de toches y picaflores, que conociera en otra época Jónatan, cuando estaba ahí sentado en uno de esos pupitres. Sulay mira con algo de asombro y deseo. La maestra escribe unas frases cortas en el tablero y les pide a los niños copiarlas en los cuadernos, mientras ella recibe a una nueva alumna, esa muchacha que les presenta a los niños.
—Cómo te llamas –le pregunta en voz alta, para que los demás la escuchen.
—Sulay –responde la india.
—Saluden a Sulay –y los niños se ríen, se burlan y la saludan.
Luego la toma del brazo y se la lleva afuera bajo un árbol de algarrobo, que por lo frondoso permite un lugar fresco, lejos de los atisbos del sol, que a esa hora ha despuntado. Caen hojas secas y vuelan los pájaros. Allí se sientan en una banca.
—Yo no vengo a estudiar –dice la niña–, vengo a buscar a Natanael. –Le entrega un papel arrugado en donde él puso su nombre.
—¡Aah!, te vas a enredar también con la guerrilla. Acá los jóvenes no piensan sino en eso y después llegan muertos o ni siquiera llegan, a la mayoría los entierran por allá en el monte.
—No, yo voy es a buscar a mis hermanos, que se fueron con ellos hace años y mi madre y yo no hemos vuelto a saber nada.
—Y, ¿cómo se llaman?
—Koya y Necul.
—Ya deben estar muertos, ¿acaso no sabes qué es la guerra?, ¿no oyes noticias?
Sulay, que en su sonrisa no conserva sino esperanzas, tiene que conocer la verdad de lo que hubiera pasado. Además en ella anida el presentimiento de encontrarlos, a ellos, sus hermanos Koya y Necul, y al joven de estrellas en los ojos. No puede contentarse solo con el supuesto de pensarlos muertos. Necesita saber.
—Y yo cómo voy a saber en dónde está ese muchacho. –Le clava los ojos Otilia–. Si siempre anda corriendo de lado a lado. –Luego la mira de arriba abajo.
—Él me dijo que usted sabía dónde encontrarlo.
—Sí, yo sé, pero cómo saber si es cierto lo que le dijo a una india. –Sulay se turba y los ojos se le encharcan un poco con ese sentimiento extraño que le agita el corazón.
—¿Y de dónde viene? –A Otilia le duele su angustia y los ojos marcados de lágrimas.
—Río arriba –responde con sollozos.
—Le voy a mostrar dónde queda mi casa. Al mediodía vaya a almorzar conmigo. Allí hablamos. –Y le indica, con señas, adonde queda su choza.
Sulay recorre entonces el pueblo, camina por los senderos, mira de reojo a través de las ventanas, atisba los solares, vuelve a las playas del río, observa la tienda y el puesto de salud. Al mirar las salas de espera, recuerda al médico de bata blanca que le tocó la barriga. En una cantina unos hombres toman cerveza, ríen y brindan. Contempla el río, piensa que en una de las lanchas que pasan puede venir ese guerrillero que está buscando y mira detenidamente a los hombres para ver si alguno se le parece. Sin embargo, no puede verlos bien, además ellos siguen de largo hasta una ranchería que está en la otra orilla. Espera y espera hasta que vuelven a pasar y ve que ellos la miran y después regresan y la vuelven a mirar y uno de ellos le hace señas con la mano; ella alcanza a creer que podría ser él, ¿por qué no?
Cuando el sol está en la mitad del cielo se dirige al rancho de la maestra Otilia. Ella no ha llegado, y allí se encuentra una muchacha joven que atiza un fogón en la cocina. La observa desde un costado y le pregunta por la maestra. Ella no le contesta sino que sigue en sus tareas, ajena a su presencia. Se sienta en una piedra al borde de la pared y se recuesta contra la tapia. A lo lejos, en el camino, las figuras vibran y se ven borrosas, luego se recomponen y se puede distinguir por la manera de moverse si las siluetas son de hombres o mujeres o perros y gallinas que deambulan por el pueblo cual si también estuvieran vagando. Ve a un arriero desde que es apenas una mancha, hasta que distingue al hombre y al animal y lo ve pasar cargado de plátanos. Y después observa a una señora que camina a paso lento y al acercarse distingue la falda con estampado de flores y la camisa blanca de la maestra. Entonces se pone de pie al frente de la puerta.
Al mirarle los ojos, ella le sonríe y la invita a seguir. A lado y lado del corredor hay dos cuartos oscuros, las ventanas están cerradas; al fondo un patio y al lado de él la cocina donde se encuentra Esperanza terminando de hacer el almuerzo y arreglando la mesa. En la mañana ha apisonado el piso de barro, tendido las camas y regado las matas. Cuando Otilia se la presenta haciéndole señas, la muchacha ahora sí repara en ella y sonríe, aunque continúa sin pronunciar palabra alguna. Ahí Otilia le indica que ella es sorda, haciéndole muecas y señalándole sus oídos.
—A mi casa viene mi sobrino a dormir –le dice mientras comen torrejas de yuca, toman una sopa de lentejas y beben jugo de limón–, no sé si hoy viene o no viene. Yo siempre mando a hacer comida para los dos porque no tengo idea cuándo llega, siempre muerto de hambre, esos muchachos comen que da gusto.
—Yo necesito saber antes del anochecer, acá no tengo adónde dormir y si no viene me tengo que devolver.
—Si él no viene puede dormir en esa pieza y si llega, él decidirá si la acompaña de regreso. Para eso sí es bueno –le asegura–, para caminar no lo sigue nadie.
Natanael no demora en llegar, haciendo alharaca y saludando de beso a su tía; descarga su fusil en la habitación y se sorprende como nadie de ver a Sulay, quien no puede esconder una sonrisa. El regocijo se les nota a ambos en la cara y Otilia lo percibe.
—Vaya, vaya, pero si es la indiecita más bonita del Guaviare. –Ella se azora nuevamente.
—Déjala tranquila. Está buscando a sus hermanos –interrumpe Otilia como protegiéndola.
—Yo voy a llevarla adonde ellos están. Tengo las coordenadas. –A Sulay se le llena el corazón.
—Mañana salimos, tengo una misión por esos lados.
Otilia los deja solos y Esperanza sirve otra ración. Sulay, ansiosa, permanece sentada sin atreverse a decir nada; solo escucha. Natanael le alcanza a decir que irán por el río casi hasta Barranquillita y le explica que ahí se meterán por un camino, bordeando la serranía. Es cosa de unos días. Esa tarde deben comprar ropa adecuada, unas botas y un morral. Él tiene varias cosas que les pueden servir y también le pide no preocuparse por plata, “que plata no hay”, y le sonríe.
—Vamos –le insinúa–, la llevaré a la tienda para ver qué necesitamos para el viaje–. Sulay simplemente obedece.
Salen juntos y caminan por el sendero, él trata de tomarla por el brazo y ella no se lo permite. Él se le arrima, le roza las manos, la agarra y la suelta, le acerca la cara, le toca el pelo con sus mejillas, le pregunta si esto o aquello le gusta. Le compra ropa, le muestra ropa interior y ella, bajando los ojos, se niega, esconde la cara y le dice que ya tiene. Compran un toldillo y una hamaca. “Aunque no necesitamos sino una, tú puedes dormir conmigo”, y ella no dice nada sino que toma otra hamaca y otro toldillo y los pone entre sus pertenencias.
Esa noche la protege Otilia, ella ordena que la niña dormirá en la misma cama suya. Natanael, paciente, sabe que no puede precipitar los acontecimientos so pena de dañar la conquista y esa noche prefiere ir a tomar algunas copas con los amigos.
—Le agradezco, maestra Otilia –le dice Sulay–, yo voy en busca de un muchacho que se fue con mis hermanos. Le agradezco a su sobrino lo que hace por mí, pero entiéndame que yo no quiero nada con él.
—Entiendo –le responde–, yo te ayudaré, de hoy en adelante seré como tu madre.
Empacando las cosas conversan hasta pasadas las diez. Sulay nunca le ha contado a nadie lo que siente en su corazón, ni siquiera a su madre Uma; mejor dicho, sabe que ella no la entendería. Otilia es confidente y consejera y desde ese día es tanta la confianza que la india la acepta como su segunda mamá. Por lo menos en eso quedan. Después, muertas del cansancio duermen hasta que los gallos comienzan a cantar. Es entonces la hora de levantarse. Unos tragos de café con unas rebanadas de pan y comienzan el viaje.
En el embarcadero los espera un joven en una lancha de motor. “Capitán”, lo saluda Natanael y el otro le responde: “compañero”. A ella el lanchero no la determina, mas lo hace por no ofender a su jefe, ya que a la muchacha sí la mira todo el tiempo de reojo. Una hora y media dura el viaje a Barranquillita. Ahí se relajan un poco, caminan, desayunan, compran provisiones y, sin perder tiempo, atraviesan el Vaupés precisamente en el punto en donde se juntan el Unilla y el Itila y se internan por un camino de mulas que los llevará a la serranía del Chiribiquete.
Descansan cada dos horas, beben agua pura de las quebradas y comen de las provisiones para recuperar las fuerzas. Al atardecer, buscan un lugar en dónde acampar, escogen un caño de aguas limpias que Natanael conoce bien. Arman las hamacas, levantan los toldillos, preparan los plásticos y él la invita para que se bañen. Ella está remisa y él le dice que deben bañarse; el sudor atrae a los zancudos “y para poder dormir bien”. Ella accede y va a entrar con ropa y él le ordena que se la quite. “Déjese entonces los interiores”, le dice; sin embargo, ella lo obliga a alejarse mientras se desviste y después le advierte que se bañará sola. Deja sus ropas cerca y se mete en las aguas. Siente su frescura, nada, mete su cabeza, abre los ojos y ve los peces escabullirse a las cuevas de las orillas. Al salir del agua se da cuenta de que él no ha atendido su pedido y que también se mete, desnudo, en la corriente. Se asusta, intenta salir y él no se lo permite. Entonces grita y patalea y él le pide que se calle.
—No sabemos si hay alguien cerca. Puede haber enemigos –le advierte Natanael, tratando de asustarla.
—No me importa –le grita–, si no me suelta sigo gritando.
Natanael la suelta y ella sale del agua con rapidez. Trastabilla y cae varias veces. Él la mira y queda más prendado todavía; contempla sus senos danzar, sus nalgas moverse sobre las aguas y la sigue con los ojos hasta que la ve desaparecer entre la maleza. Esa noche planeará como poseerla.
Cuando Natanael sale del agua la busca y no la encuentra; la llama varias veces, sin respuesta. Se ha esfumado. Entonces recoge leña y se apresta a encender una fogata para hacer café y calentar la comida. Al rato, cuando las llamas empiezan a subir y el humo llena el lugar, aparece entre el fulgor del fuego y se acerca lentamente, con timidez, con miedo; desde que se le escapó no se atreve a aproximarse. Ella, a sabiendas de que no sería capaz de aceptar sus deseos, decide aclararle sus sentimientos. Se sienta a su lado. Beben café caliente y toman el fiambre que traen. Entonces dice tenerle aprecio y lo ve como un amigo, sin embargo ella ama a otro hombre y ese hombre está en la misma guerra con sus hermanos.
—Puede que ni siquiera estén vivos –le explica él.
—Si están muertos, veremos qué hacer –le responde, dándole de esa manera un poco de esperanzas. Desde ese momento él los quiere muertos.
En la noche ella organiza su lugar y se encarama en la hamaca. Le dice buenas noches y espera con paciencia a que él se duerma. Únicamente al amanecer, logra pegar los ojos.