17.

Natanael tampoco duerme bien esa noche, no por falta de agotamiento, ese día han hecho una larga jornada, es por esperar a que ella se duerma. Mientras vela en silencio, herido por el rechazo ocurrido mientras Sulay se bañaba en el caño que encontraron aquel primer día, se sacude de pensamientos nocivos en los que fragua la manera de asaltarla, amarrarla, amedrentarla con su pistola y obligarla a un estado de sumisión. Primero piensa que ella sería presa fácil desde el primer momento y después del incidente se da cuenta de las dificultades que podría tener en su empeño. Algo le contiene los deseos, quizás son los intentos educativos de su tía Otilia, quien no perdía oportunidad para enseñarle lo que ella llamaba “valores de un ciudadano”, aquellos entresacados del manual de buenas costumbres de Carreño, o tal vez es al pensar en las recriminaciones que le haría la maestra una y otra vez cuando se enterara de lo sucedido, bien fuera porque lo descubriera en sus fechorías o lo intuyera al mirarle la cara.

Por eso su mente transita de la brutalidad al razonamiento. Es así como tiene que llegar a la conclusión de que puede ser condescendiente, hacer uso de la paciencia, llevarla primero a su destino, acercarse poco a poco y lograr el objetivo con persuasión; al fin, de lo que sí está seguro es de no saber nada de los hermanos de Sulay, más allá de lo que algunos de sus compañeros le dijeron haber conocido, que eran unos indios en el campamento de Jerónimo, muy hacia el sur, cerca al poblado de Buenos Aires.

De esos indígenas hay varios por ahí regados en las distintas compañías y columnas guerrilleras. Conoció algunos en el Frente Sur y sabe que a muchos los usan como guías en los territorios selváticos, pues tienen sus particularidades, se defienden bien en todos los terrenos, incluso los montañosos: rompen la maraña de la selva con pasmosa facilidad, conocen la pringamoza, las ortigas y los venenos del monte; eluden con precisión los atascos más peligrosos, encuentran caminos naturales siguiendo los caños o los sonidos del viento, reconocen los ruidos extraños a grandes distancias, pueden pasar inadvertidos, soportan las inclemencias del tiempo, les siguen las pisadas a los animales salvajes y a los enemigos, nadan como peces bajo las corrientes, usan flechas y dardos envenenados, se curan con hierbas y pócimas y evitan con ellas las enfermedades que a los demás atacan, pueden pasar todo un día sin comer o beber nada, se alimentan de hongos y plantas y se pierden dos o tres días y luego regresan como si nada.

“¿Cómo se llaman?”, le pregunta él a Sulay y ella lo mira a los ojos. “Koya y Necul”, le responde mientras desayunan. Él la mira con deseo. “Deben tener dieciocho y veinte años y son muy unidos. Seguro se mantienen juntos todo el tiempo. Siempre han sido inseparables”. Él la mira mientras le da pequeños sorbos al café. “¿No me dijiste que sí los conocías?”, le pregunta la india. El café está demasiado caliente y Natanael lo sopla, mientras el vaho se levanta sobre su cara. “Sí, claro, los conozco, pero no recuerdo los nombres, son raros”. Ella enfría el café con las palmas de sus manos. “¿Y cómo puedo saber si no los está confundiendo con otros?”. Él la mira y le sonríe. “Te digo que son ellos; son de la edad que dices”. Sulay no cree. “Dime cómo son”. Quiere una pista, algo que le permita saber si lo que le ha dicho es cierto. “Pues son indios, con el pelo así”, hace señas con su mano para explicar que el pelo es liso. “Todos los indios son de pelo liso”, responde Sulay. Y a Natanael se le acaban las palabras. “Bah, son ellos, es todo”.

Sulay tendrá que esperar a que lleguen al campamento y allí indagará con los demás guerrilleros. A Natanael lo ve más como un obstáculo que como un amigo. No le gusta su mirada, sabe que la atacará de nuevo si se descuida. Buscará a Koya y Necul; ellos siempre se presentan con sus nombres. Alguien se acordará de ellos y si son de otro frente le dirá cómo encontrarlos. Trata de acordarse de sus rostros, pero el tiempo ha diluido las figuras; sin embargo, tiene la esperanza de que apenas los vea los habrá de reconocer. De quien sí conserva suficiente claridad es de su enamorado y no le sabe ni el nombre; jamás lo olvidará, sin embargo.

Entonces reflexiona, “primero es lo primero”, le oyó decir a su padre Tayel. En vez de prevenir a Natanael con sus dudas y preguntas, esperará llegar con él a la Compañía a la cual dice pertenecer. Tiene como cincuenta hombres y está al mando de un tal comandante Aldemar, que cubre la zona del Caguán hasta el río Yarí, aunque ellos no tienen que ir hasta ese lugar, únicamente a Buenos Aires. Ese es un caserío a las orillas del río Ajajú y él conoce los caminos, dice, alardeando sobre cómo nadie puede llegar hasta ese sitio sin un guía especializado; primero hay que bordear el cerro Campana y luego bajar por el río Macayá hasta el Ajajú y de ahí subir hasta las cercanías de Buenos Aires, en un lugar cercano, sobre el caño Telaya.

Él va adelante y ella siguiéndole el paso; a veces el hombre apura la marcha y ella se rezaga. Así ocurre durante mucho tiempo. Por instantes se le pierde de vista; entonces Sulay, con intención, disminuye el paso; en el fondo del corazón quiere quedarse, dejar que se vaya. No lo necesita para seguir buscando a la persona que ama. Lo aprendido hasta ese momento es suficiente. Irá por los caminos, buscará los caños, seguirá los lechos de los ríos hasta llegar al Ajajú, indagará en los caseríos por los campamentos guerrilleros y preguntará por un sitio llamado Buenos Aires. Cree que es más pequeño que Puerto Palermo. Entonces decide descansar sin pedirle permiso a nadie, busca entre las hojas el agua del rocío atrapada en sus limbos y la bebe. Ella también sabe cómo alimentarse de las raíces de las plantas, de los hongos, del palmiche, de las frutas que se encuentran en algunos sitios, de las que comen los pájaros, y si llega a un caño sabrá cómo buscar caracoles en el borde de los barrancos, sobre los remansos. De pronto se siente sola, mira a los lados y no ve a nadie; busca las huellas en el piso y encuentra que han desaparecido. Respira profundo y decide seguir su propio camino.

A lo lejos, hacia el occidente las últimas elevaciones de la serranía del Chiribiquete, más adelante las pequeñas montañas rocosas y al oriente el cerro Campana que va quedando atrás. Al atardecer busca un lugar despejado cerca de un caño de agua limpia; ahí hay un pequeño descampado y unos árboles frondosos están a pocos pasos del agua; mira el líquido, toma un poco en el cuenco de su mano, la ve limpia, bebe a sorbos hasta calmar la sed, busca el resto de comida, lo cual es casi nada, instala su hamaca entre dos ramas bajas y se prepara para descansar. Trata de encender fuego y alcanza a recoger algunos chamizos; lo haría para ahuyentar animales de monte que puedan acercarse, mas no encuentra modo, ha olvidado traer las cerillas. Debieron quedar en el morral de Natanael. Cuando la noche se ha cerrado sobre el lugar, cree ver la luz de una linterna, se sobrecoge. Sus ojos están bien abiertos y recorren en derredor. Los oídos se afinan; escucha pasos, ramas que se parten; el corazón se agita, busca en su morral una navaja que ha traído, la abre y espera lo peor. Está helada y un sudor frío le recorre la espalda. Cree haber gritado y después no recuerda haberlo hecho. Se tapa con las manos como en un acto de defensa y no vuelve a escuchar nada. Tal vez fue la luz de un relámpago –piensa–, quizás una danta husmeaba en el borde del caño.

Pasan los minutos y solo se escucha el grillar y los movimientos de las ramas de los árboles que se agitan con el viento. Huele un poco a la humedad de la noche. Los sonidos no le son extraños: las alas de los pájaros se acomodan en las ramas, una hoja cae, un trueno se escucha en la distancia, oye el canto de un búho, el chapoteo en el agua de un pez que huye. Hay relámpagos que encienden el cielo y eso la tranquiliza, piensa que ahí puede estar la explicación sobre la luz que creyó ver. Afloja los cordones y se quita las botas; las pone en el piso debajo de su hamaca, se desabrocha el cinturón y se abre un poco el pantalón y los primeros botones de la camisa; la muda de ropa le sirve de almohada y cierra y abre los ojos hasta que estos se van quedando cerrados. El cansancio, superior a sus miedos, la va rindiendo. Después, entrada la noche, hay un sueño sobre rostros que ella interpreta como si fueran los de sus hermanos, Koya y Necul, pero luego resulta que no son los de ellos; son otras personas desconocidas que llevan fusiles y están hablando sobre asaltos y combates. Siente que la amarran, no puede moverse. Es como si estuviera soñando dentro de un sueño.

La despierta un olor a humo, abre los ojos y ve a un hombre ahí, sentado al frente suyo. El fusil está al lado. Cree estar soñando y hay sobre las copas de los árboles unos destellos de la luz del amanecer y quien está junto a ella es Natanael, en medio de la penumbra haciendo café. El corazón está agitado, como lo estuvo con el susto de la noche anterior. Trata de levantarse y no lo logra, se encuentra amarrada a la hamaca por sus pies y su cintura. Los movimientos que hace para desatascar su cuerpo alertan a Natanael, quien la mira en el desespero. Sonríe, alza su pocillo en señal de saludo y le dice:

—¿Creía que la iba a dejar ir?

—No se acerque. –Lo amenaza Sulay buscando su navaja. Él la alumbra con su linterna y le sonríe nuevamente.

—¿Buscas esto? –Le muestra la navaja que le ha confiscado y la vuelve a meter en su bolsillo.

—Imbécil –lo insulta.

—Vamos, no se encachorre. –La señala con el dedo índice–. Sin mí no saldrá de esta selva.

—No tenía por qué amarrarme.

—No la voy a dejar escapar.

—Yo no me escapé, usted se adelantó y me dejó atrás.

La deja ahí, iracunda, insultándolo, moviéndose, tratando de zafarse, pero los tobillos están firmemente amarrados y aunque las manos se encuentran libres no alcanza a enderezar su cuerpo. Hay palabras de indio que Natanael no entiende y reconoce en ellas los peores insultos.

—Tendrá que ser buena conmigo de aquí en adelante.

—Me tendrá que matar.

—La mataré y después mataré a los indios esos, ¿cómo es que se llaman? –Ella no contesta, solo lo mira con odio.

—Koyacul –dice el hombre y se ríe.

Pasa el tiempo y ella todavía está ahí, resignada, con los tobillos doloridos por la presión de las cuerdas, con la cintura apretada, con ganas de orinar. Un hilo de sol se filtra por entre los copos más altos de los árboles y a lo lejos se oye el canto de los pájaros en desbandada. Recuerda las loras y los alcaravanes y hay otros sonidos más que se van acumulando en la distancia y que cree pueden ser la algarabía de micos en la arboleda.

—¿Quiere café? –la interroga con voz suave, condescendiente. Queriendo mitigar su descontento.

—No, quíteme estas cosas. –Sin embargo ella intuye que debe seguirle la corriente.

—Con una condición. –Se le acerca y la mira casi con ternura.

—Cuál condición –replica ella clavándole sus ojos.

—Que sea buena conmigo –lo dice casi como una súplica y su cara refleja que está dispuesto a todo.

—Yo no he sido mala con usted. –Sulay acomoda la voz a su condición de indefensión.

—Yo quiero que seamos amigos, buenos amigos.

—¿Qué es ser buenos amigos?

—De pronto podemos ser hasta novios.

—¿A las malas? –Vuelve Sulay a subir la voz.

—No, yo solamente le pido que no me rechace, yo la puedo tener como a una reina.

—¿Amarrada?

—Por ahora sí, hasta que se comporte.

La noche anterior no había comido bien y tiene hambre, ganas de café, deseos de orinar, de bañarse, de estar libre, de poner las condiciones. “Le voy a quitar las amarras de las piernas y la cintura y tengo que inmovilizarle las manos y en la marcha vamos a ir pegados con un lazo, ¿entiende?”; ella le dice que no, que eso no es ser buenos amigos, eso es humillarla y ella no se va a dejar humillar, sin embargo se compromete a seguir detrás de él, a su paso y no volverse a quedar atrás. Hace todas esas promesas, mas él no acepta. “Solo la suelto cuando acate mis condiciones” y diciendo esto se va al caño. Se desnuda y se enjuaga la boca, se baña en las aguas y le grita que venga a bañarse con él. “El agua está rica, acérquese, yo le ayudo. Traje jabón”. Ella no responde, se contorsiona, intenta zafarse el lazo de la cintura y no lo consigue; no hay allí ningún amarre que pueda aflojar; los nudos están en el tobillo y hasta allí no alcanza a llegar.

—No se parece usted a su tía Otilia. Ella es una mujer buena, cariñosa, conmigo se comportó como una madre. –Eso le duele a Natanael, la maestra lo crió; ha sido también su madre.

—Ella es una mujer y no sabe cómo ganar esta guerra –le responde él tratando de establecer las diferencias entre su condición de guerrillero y la de una maestra de escuela.

—¿Y la van a ganar así?, secuestrando y violando mujeres. –Muestra los tobillos amarrados.

—El enemigo es más cruel. –Natanael se justifica y al regresar trae consigo una cinta para amarrarle las manos y quitarle los otros lazos que la sujetan.

Al fin ella accede, aunque sea para ir a orinar y tomarse un café. Natanael le ajusta la cinta. Ella se queja, le replica que está demasiado apretada y le duele. Él se hace el indiferente. Ya amarradas las manos le suelta los tobillos y va recuperando el lazo que le cruza varias veces la cintura. Ella mueve los dedos de los pies y los siente entumecidos. Trata de levantarse, no puede y él tiene que ayudarla. Cuando está sentada ve que tiene los botones de su camisa desabrochados y le mira los senos. Ella se cubre poniendo las manos contra el pecho. “Solo se los voy a abotonar”, le dice él. La mujer se levanta y casi se cae, mil puntillas le recorren los pies. También el cinturón desabrochado le dificulta la marcha. Camina hacia el caño y él, al verla tambalear, le ayuda tomándola del brazo. “Déjeme aquí –le exige–, yo puedo sola”. Natanael la suelta y se devuelve caminando de espaldas, mirándola. “No se me puede perder de vista”, le dice y sigue mirándola a la distancia. Ella se acomoda detrás de unas zarzas y orina, luego, con un gran esfuerzo, se ajusta el pantalón, se amarra el cinturón y se lava la cara. Regresa y se sienta en un tronco al borde del improvisado fogón.

—¿No te vas a bañar?

—No –le dice–. ¿Para que me atropelle?

—Cómo se le ocurre, yo cumplo mis promesas.

—La promesa era llevarme a donde mis hermanos.

—Estoy en eso, primero tenemos que llegar.

—Yo tengo novio –le advierte. Él la mira y no le responde.

—Y si tiene novio por qué no le está ayudando a buscarlos.

—Porque él está con ellos.

Después de tomar el desayuno inician la marcha. Él va adelante y ella detrás, las manos amarradas y con un lazo que va desde la cintura de él hasta el cuello de ella. Dos horas más tarde tiene el cuello lacerado y mientras más repulsa hace más heridas se produce en la piel. Al mediodía ha perdido la cuenta de las veces que se ha caído y él cree que soltándola mientras comen algo será suficiente para lograr su recuperación; al hacerlo, se da cuenta de que el lazo la ha lastimado alrededor del cuello. Le suelta las manos y están maltratadas, llenas de morados las muñecas.

—Si se maneja bien… –le vuelve a insinuar la posibilidad de soltarle las amarras.

—Prefiero morirme –le responde.

Cuando van a reiniciar la marcha, ella misma pone sus manos al frente para que el hombre la amarre y él lo hace y deja la cinta más floja, luego le ve el cuello y le amarra el lazo en la cintura. En el camino Sulay solo piensa en escapar. Esperará la mejor oportunidad. La única forma de encontrar a sus hermanos y al hombre de sus sueños no será con un tipo que lo único que busca es atropellarla a ella; además, la lleva arrastrada como si fuera un delincuente y la trata como a un perro. Al frente, se observa la llanura, se insinúa el valle de un río. “Es el Macayá”, piensa. Ahí debe haber ranchos de campesinos y de indios. “Tendrá que soltarme”, dice entre dientes, lo suficientemente fuerte como para que Natanael la oiga.