19.
Ser un comandante, así sea de escuadra, que apenas maneja doce hombres y está siempre en alguna misión, tiene sus ventajas: suele ser recibido con honores, las mujeres lo miran de soslayo pensando en el poder que podrían tener a su lado, los guerrilleros de bajo rango le prodigan respeto. Incluso se nota en muchos de ellos una discreta venia cuando pasan. Se diría que no es costumbre de revolucionarios hacer reverencias, mas la condición humana es a veces deplorable y eso de apoyarse en aspectos teóricos de la filosofía marxista, al reivindicar la rebeldía como una manifestación general de las masas oprimidas, no es para los de abajo, por lo menos en este tipo de combatientes, muchachos que ingresaron siendo niños a las filas revolucionarias, han vivido siempre en el monte, apenas si reciben una instrucción con base en consignas y son analfabetas. Únicamente algunos privilegiados hablan con soltura de ser rebeldes y lo pueden expresar hasta en las actitudes personales, como el profesor que viene a darles instrucción de vez en cuando; ese cuyo apodo es el Comunista y que suele llegar en épocas de asueto; aquellas tan esperadas, en las que no se siente presión de las tropas enemigas y se dedican al jolgorio y a la educación en el llamado espíritu revolucionario.
Fabián es alto y apuesto. Como jefe de escuadra no goza de mucho mando y el hecho de venir en una misión especial del Secretariado, para proteger a los rehenes y ofrecer pruebas de supervivencia a una organización extranjera o para establecer la condición física de algunos retenidos de prestigio, es suficiente como para que Jerónimo y Garrapacho le dispensen ciertas deferencias, no muchas, los celos también se presentan entre ellos y no es bueno ir dando por ahí reconocimientos a quienes los jefes consideran no lo merecen. A él no le interesan los prisioneros de guerra, como los militares: subintendentes, cabos y sargentos o simples soldados; solo ha tenido conversaciones con los civiles, especialmente los políticos, que son los que tienen influencias y por quienes preguntan con alguna frecuencia las organizaciones no gubernamentales, en especial de países europeos y otros lugares del mundo en donde existe información permanente sobre ellos, prodigada por los familiares de las víctimas o por personas con la tarea de mantener a mucha gente al tanto de lo que acontece en un país en el que dicen hay cientos de secuestrados.
Él ha solicitado armar su carpa cerca del cambuche de Irene, ya que en la comunidad internacional existen demasiados interrogantes y corren rumores de que ella sufre una inanición extrema, un paludismo crónico y una hepatitis que la tienen al borde de la muerte. De todo ha sufrido, claro está, y de estas y de otras enfermedades se ha aliviado con pastillas que circulan en el campamento, inyecciones que llegan en las remesas de los cooperantes y brebajes o emplastos preparados por los indios en compañía de Calixto, el enfermero, quien debe tener el control sobre el uso de cualquier tipo de tratamiento. Nunca se sabrá cuál de esas recetas obró el milagro de mantenerla con vida. O si acaso fue la inyección que le pusieron unos orientales, miembros de una empresa contratista, que llegaron una vez en un helicóptero a hacerles un reconocimiento médico a los guerrilleros, traer medicamentos e instalar equipos útiles para hacer pequeñas cirugías, entre ellas ligaduras de trompas y unas cuantas de cordón espermático, métodos anticonceptivos propicios para evitar situaciones conflictivas que terminan dejando odios o favoreciendo fugas y retaliaciones entre los combatientes.
A falta de quinina, alcaloide extraído de la corteza de la quina y cuyas propiedades antipalúdicas descubriera la condesa de Chinchón, hace varios siglos, se mencionan en las hamacas, en las horas de las comidas y en las reuniones, diferentes tipos de brebajes: verbena blanca, por ejemplo; hojas de azahar y de mirto, machacadas y hervidas en agua; cáscara de mango o de la corteza del árbol que posee efectos similares; incluso infusiones con hojas de matarratón. Y ni qué decir de la artemisia annua, ahora la planta de moda en el mundo, que no se consigue por estos lares, aunque hay algunas parecidas, y quienes han viajado hablan de su existencia en la legendaria China. Y para la hepatitis, que por los signos clínicos no se puede saber si es benigna o maligna, porque las diferencias entre estos males solo es posible aclararlas con exámenes especializados, a más de dietas y comidas sin un exceso de proteínas y con pocas grasas que no dejen sobrecargar el hígado, de por sí estropeado por la infección; se habla de usar la alcachofa, la madreselva, el té verde, el ajenjo y el jengibre. Y aunque Koya y Necul son los encargados de recuperar algunas de estas plantas, al fin nunca se sabe si las que traen son las que dicen, pues nadie del campamento es capaz de reconocerlas y ellos, entre otras cosas, usan nombres sin significado para la mayoría de los habitantes del campamento.
Fue así como se conocieron Fabián y Carlota. De tanto ir el hombre a visitar a Irene para indagar por su estado de salud. De verla ahí al lado de su amiga y pedirle permiso para que los dejara solos. “Claro –le responde Carlota–, no es sino que me quite las cadenas y me permita ir a caminar”. En las primeras charlas con Irene estuvo consultándole sobre su historial médico. Le llevaba chocolates y la hacía reír. No se sabe a ciencia cierta de qué hablaron y se sabe que existe un cuaderno en cuyas páginas él escribe, un diario en donde él consigna los detalles más sobresalientes. Lo carga en el bolsillo del pantalón, siempre sobresale de su bolsillo, tiene las puntas dobladas y muchos quisieran leerlo. Después va a buscar a Carlota que se ha escurrido hasta un árbol en la orilla del río y la acompaña de regreso al cambuche en donde las dos mujeres duermen o se protegen de la lluvia. Se dice que en esos pocos metros que conforman el recorrido, él le regula el paso, la toma del brazo y le habla al oído. ¿Algún secreto? Desde ese día Fabián ha dado la orden de retirarles las cadenas y dejarlas caminar por algunos lugares del campamento, incluso, que les permitan bañarse en el río. Dicen que esa solicitud se la hizo Carlota y que a Fabián, el comandante visitante, le costó bastante trabajo convencer a Jerónimo de que fuera indulgente con ambas mujeres.
Al ver por primera vez a Irene le da la impresión de encontrarse frente a una mujer de una edad indescifrable. Está de espaldas, con un pelo largo que le cae a media espalda, desaliñado y sucio; sin brillo. Se lo ha agarrado atrás con un caucho y en las puntas los cabellos se abren. Es horquilla, dicen. Luego, cuando ella se vuelve para mirarlo, quizás al sentir sus botas romper algunas ramas del camino, al comandante le parece ver a una mujer joven. Tiene un rostro juvenil, pero las arrugas alrededor de sus ojos la muestran de más edad. “Ni tan joven ni tan vieja”, piensa. Sonríe levemente, luego acentúa las arrugas de su frente y la sonrisa se disuelve en una especie de amargura. Se le nota el sufrimiento o el odio o la tristeza o la nostalgia. Fabián no es bueno para reconocer sentimientos. Alrededor de su cuello una cadena entrecruzada le da dos vueltas en círculo y luego los eslabones recorren su vientre, atraviesan ambas piernas y se dirigen a un árbol cercano en donde de nuevo dan dos vueltas y hay un candado que cierra el eslabón final. A su lado, otra mujer descansa sobre el piso y se cubre los ojos con un sombrero de paja. Tiene un camisón que en algún momento fue blanco y ahora anda curtido por el trajín. Sus piernas son esbeltas y largas. Parece dormir.
Fabián saluda y se quita la gorra; le extiende su mano firme y encuentra unos dedos frágiles que rápidamente se le escurren como si hubiese tomado el lomo de un pez. Ella no dice nada y él permanece mirándola. Busca la palidez en los labios y en la esclerótica de sus ojos. Detalla los pómulos un poco salientes y la cara alargada. Ha conocido las mucosas exangües de los palúdicos, las conjuntivas amarillas de los enfermos de hepatitis, la piel seca y arrugada de los deshidratados; el color azulino en las puntas de los dedos de los que mueren de neumonía o las heridas que dejan las picaduras de los pitos en las zonas descubiertas: huecos en la cara, orejas carcomidas, llagas en las manos o en el empeine del pie. Una vez vio incluso una mujer sin nariz. A Irene se le ven, eso sí, los huesos del hombro y las clavículas, y piensa que si la hiciera desnudar le vería las costillas bajo la piel. Le han dicho que la mujer está haciendo una huelga de hambre en señal de protesta. La tienen amarrada con cadenas y no se las quitan porque volvería a intentar una fuga. Lo ha hecho en dos ocasiones. Se sienta a su lado y le sigue mirando las piernas a la mujer que está ahí dormida o haciéndose la dormida. Las rodillas bien formadas y unos vellos casi transparentes le cubren la piel.
El comandante se mete la mano en el bolsillo de la camisa, saca un sobre y se lo extiende. “Es un mensaje de su madre”, le dice y ella lo mira por primera vez a los ojos. Tampoco en ese momento tienen brillo y no parecen mostrar emoción y sus dedos le arrebatan el sobre, en una especie de impulso animal. Mira el papel buscando reconocer las letras que, escritas a mano, recorren ambas caras. Ve su nombre marcado e imagina de nuevo el rostro de su madre y no la ve como siempre, sino tal como está en una fotografía de la repisa de su cuarto en el norte de Bogotá. Abre la carta, evitando rasgar la escritura, mas, al sacarla, se levanta y se va a leerla a un costado, dándole la espalda al hombre que la sigue con la mirada. Él le detalla los tobillos y ve la marca seca de una costra que le da la vuelta alrededor de la pierna. Tal vez estuvo encadenada primero de ese tobillo. La otra mujer también tiene una cadena que viene del mismo árbol. Es más corta. Lleva su camisón un poco holgado.
Cuando acaba de leer el escrito Irene regresa y se sienta en el mismo sitio, lo mira y le da las gracias. Un brillo aparece de repente y Fabián tiene la impresión de que va a llorar y antes de que lo haga se levanta y la deja sola. Al retirarse le vuelve a mirar las piernas a Carlota, quien parece no determinarlo. Desde lejos, cuando se reúne con Abraham y luego con Hermes, sus guardaespaldas, sigue mirando el lugar en donde las dos mujeres ahora conversan. No se sabe qué cosas hablan, y cada uno de los hombres se retira al punto que le corresponde; lo hacen en direcciones diferentes. Él sabe lo que dice la carta. Es costumbre de los jefes guerrilleros abrirlas y luego de conocer el contenido, volver a cerrarlas. Ya saben cómo hacerlo para que los destinatarios no se den cuenta de aquella violación a la intimidad de sus prisioneros. “La guerra es así”, suelen decir con suficiencia de generales. “La madre de Irene le cuenta que viajará a París invitada por una ONG y allí buscará la mediación del presidente galo”. Para el Secretariado es bueno saber ciertos detalles que les pueden ayudar a planificar su futuro.
No hay día en el que Fabián no las visite y cada vez las conversaciones con Carlota son más largas y menos las que sostiene con Irene. Parece haber terminado sus indagaciones sobre el estado de salud de la mujer que más amigos tiene en la comunidad internacional. Su impresión es que aunque debió estar muy enferma, ahora parece recuperada. Lo debe haber informado, ha conversado varias veces con Verónica. Con Carlota sale a caminar y hablan de Irene. “De aquella amistad han surgido fricciones”, le dice ella y él asiente y sonríe. No responde nada, es cauteloso. Irene los ve recorrer por el borde del río, incluso cuando ríen y las voces alcanzan a escucharse a lo lejos y también se le pierden de vista por entre los árboles de las orillas. Irene no deja de mirar con curiosidad e incluso se acerca hasta el borde de la alambrada para tratar de distinguirlos. Igual pasa con los guardaespaldas que los siguen a cierta distancia, tienen la obligación de cuidar a su jefe.
Hermes y Abraham. Vaya símil. La dualidad hecha una desde tiempos inmemoriales: Hermes Trismegisto y el patriarca Abraham. Se funden en lo elemental, en el apoyo irrestricto a su jefe. Dos analfabetas sin el don de la palabra; ningún dios de la antigüedad hace presencia cuando aparecen con sus figuras musculosas, como titanes de la guerra. Uno de ellos cuidador, el otro correveidile. Ni filósofos ni alquimistas ni astrólogos; todo lo opuesto. Ni padres ni conductores ni patriarcas. Abraham desconfía; ella no es compañía para su jefe, no es de confianza, pertenece a la oligarquía, es estirada, refinada, señorita de ciudad; se le nota en los modales refinados, en la manera de hablar, en la forma en que come o se corre el cabello hacia atrás, y como se cubre las piernas, y no sabe expresarlo con palabras, solo lo deja entrever en las miradas y las muecas que lo acompañan.