23.

El día en el que se iniciaron los dolores del parto, Adelaida se bañaba en un pozo del río. Tal vez fue del susto al sentir que en el cielo, por encima de los árboles, volaban unos aviones que no era posible ver desde abajo. “Eran naves rápidas, de combate, los Mirage”, dijeron los campesinos que la cuidaban, al darle el parte a La Sombra. Eran de esos hechos que anteceden a una tragedia, pensó este al juntar las noticias. Premonitorio de la fatalidad, dirían los agoreros de la mala suerte. Jerónimo no demoró en declarar la alerta roja y todo mundo alistó los morrales y tuvo dispuesto el fusil. Se había preparado la salida, como muchas otras veces. Los hechos se convirtieron en un revolcón de ideas por el incidente con los dolores de parto de Adelaida.

Ella se tiró al suelo a gemir, se quitó la ropa del desespero y los compañeros la taparon con una toalla que no alcanzaba a cubrirla completamente. Muchos la vieron, nadie se atrevía a recogerla pensando en los aviones y en las bombas que posiblemente caerían sobre el campamento. “Lo primero es salvar la vida”, gritó alguien. Tuvo que pasar un rato para que se aquietaran las ideas, reposara el espíritu y llegara la serenidad necesaria. El primero en reaccionar fue Jerónimo, como debe ser, en honor a la dignidad ocupada, y de su voz salió el primer grito que se oyó retumbar a lo largo de las hileras de carpas, hamacas y cambuches. “Preparen lo indispensable, nos vamos”, dijo y la orden se cumplió al instante. Desde ese momento cada cual sabía lo que debía hacer.

A La Sombra se le dio la orden de atender el parto en el camino o hacerlo de inmediato mientras los demás se preparaban para la huida, y también se le dijo que debería irse en dirección contraria con una escuadra de doce hombres para hacer vigilancia y atender el parto en algún lugar preparado para la ocasión. Después se reunirían según unas coordenadas establecidas. Él pensó que había llegado el momento. En ese instante se acordó de la parturienta, a quien todo mundo había ignorado en el fragor de las órdenes y a quien encontraron revolcándose del dolor y preguntando por Jerónimo. La Sombra ordenó entonces disponer de una hamaca para cargar a la parturienta, metió en una bolsa los medicamentos y los instrumentos necesarios, les dio instrucciones a los hombres bajo su mando y comenzaron a preparar el viaje.

A Adelaida la subieron en la hamaca, desnuda como estaba, la cubrieron con una manta y le dieron una pastilla de un barbitúrico cualquiera, para iniciar –según La Sombra le explicaba a Calixto– la inducción anestésica. Como pudo, sin guantes y cuando ella estaba somnolienta, le metió la mano para ver si se encontraba a punto de parir o si recién comenzaba el trabajo de parto. Al hacerlo, elevando la cara y cerrando los ojos para concentrarse en lo que sentían los pulpejos de sus dedos, creyó que la dilatación apenas se iniciaba, no logró tocar la cabeza del niño. “Es una falsa alarma”, pensó, mas al palparle la barriga vio que las contracciones se sucedían una tras otra, sin descanso.

A Jerónimo, temeroso de ver enredado su prestigio con la muerte de otra de sus antiguas compañeras, se le ocurrió dar una contraorden, corriendo algunos riesgos y en vista de que los aviones no volvieron a pasar. Es probable que en eso influyeran los comentarios de Alma Nubia, muchos los vieron alegar al frente de la carpa mientras empacaban. Ella gesticulaba y manoteaba, lo que resultaba común para que después de esas calenturas Jerónimo aplacara sus iras y cambiara de opinión. Era tal el poder de aquella mujer sobre uno de los hombres más curtidos de la guerra. Los aviones que cruzaban alertaban, sin lugar a dudas, sobre la posibilidad de que el ejército hubiera conocido la ubicación del campamento o supiera de la visita de la misión extranjera. Ese era uno de los riesgos que se corrían con las visitas de algunas delegaciones, máxime cuando eran de otros países y venían sin las suficientes recomendaciones de los amigos.

A los periodistas los dejaban entrar cuando las presiones internacionales eran fuertes, y después los enemigos los seguían, les hacían inteligencia o sabían de ellos y de sus movimientos por algún descuido, que casi siempre se relacionaba con el hecho de que ninguno era capaz de guardar la información y cantaban como loros lo que sabían. Eso permitía que el ejército buscara, por algunos indicios, el lugar donde habían ocurrido los hechos. Nunca serían suficientes las precauciones. “Dejen todo preparado para salir en el momento en el que se vuelvan a sentir los aviones, hoy se prohíben las fogatas y las linternas; la ración es de enlatados y desde este momento hay doble guardia”, sentenció Jerónimo y le ordenó a La Sombra que dispusiera de una vez la atención del parto. “Si ese muchacho no sale por las buenas, sáqueselo como pueda”.

En organizar un lugar adecuado trabajaron la mañana entera. Reorganizaron los implementos médicos y llevaron a la mujer a una tarima en donde Calixto controlaba los signos vitales y las contracciones y hacía reportes cada media hora. “Tiene tres contracciones por minuto, no ha roto fuente, la presión está estable, no hay fiebre, el pulso es como de ciento veinte y el corazón del pelado no se oye con estos aparatos”. Era lo que podía decir. Tatiana, su ayudante, en la cabecera para evitar que la paciente se levantara de un golpe, le daba a Adelaida sorbos de agua y le proponía que se relajara. Cada vez eran más fuertes los gritos en los que llamaba a Jerónimo y se quejaba de que la hubiera dejado abandonada a su suerte. “Tal vez está muerto”, lloraba refiriéndose al niño, y luego decía incoherencias por el efecto de los sedantes que había que repetirle para que no hablara tanto.

A la una de la tarde, después de un almuerzo atropellado, Jerónimo fue a verla al improvisado quirófano, una vez se aseguró de que estuviera dormida. “Si hay que hacer algo debe ser ahora, no podemos esperar a que llegue la noche”, le dijo a La Sombra y este le hizo a Adelaida delante de él un nuevo examen, esta vez con guantes para impresionar a su jefe. Tatiana la agarró de los brazos y Calixto le sostuvo las piernas abiertas. Ella, embotada por las drogas, seguía insultando a Jerónimo y él le recordaba que su autoridad estaba por encima de cualquier duda. Hecha la palpación y contándole los resultados a su comandante, La Sombra dijo, con ese aire de suficiencia que le daba la experiencia: “el cuello no ha dilatado ni un centímetro”.

—Y eso qué quiere decir –le preguntó Jerónimo.

—Es probable que exista una distocia de la matriz o que, por ser reincidente, el parto se vaya a demorar. –La Sombra usaba cada vez palabras más incomprensibles para su jefe.

—¿Y? –Blandiendo las manos Jerónimo– ¿Eso qué significa?

—Creo que hay que esperar veinticuatro horas o hacerle una cesárea.

—No se hable más, opérela antes de que anochezca y antes de que vuelvan los aviones, si no quiere hacer la cirugía usted solo en medio de un bombardeo.

—Como usted ordene, comandante.

—Yo no estoy ordenando nada, usted fue el que dijo que debía hacerle esa operación. Yo qué carajo voy a saber de esas vainas.

Era el mes de abril y el cielo estaba encapotado ese día. “Ojalá llueva”, pensó La Sombra, no porque ello fueran buenos augurios sino para que los aviones no volvieran. Tomada la decisión le dieron otro sedante y le canalizaron una vena. Ella volvió a protestar. Por fortuna las venas de la mujer eran grandes y se veían turgentes bajo la piel, en unas manos delgadas y largas. En pocos minutos Adelaida volvió a entrar en un estupor suave y siguió con su retahíla de incoherencias contra Jerónimo. Calixto le aplicaría la anestesia: un poco de éter a través de una mascarilla como decía el manual, y le enseñaría a Tatiana cómo seguir haciéndolo mientras él le servía a La Sombra como primer ayudante. Para ese momento, cuando la mujer deliraba, La Sombra había dispuesto los instrumentos requeridos y ordenado le trajeran algunos voluntarios en caso de que se necesitara aplicar sangre. Sin embargo, más con el afán de ver lo que estaba ocurriendo que con la intención de donar sangre, el lugar se llenó de curiosos que si bien no se atrevían a entrar, sí se arremolinaban unos y otros, mirando por entre las cabezas y los hombros de los demás.

—Yo no quería abortar, decía Adelaida en medio de la traba que tenía y que exaltaba a las mujeres.

—¿Pregúntele de quién es? –insistía La Sombra, dirigiéndose a Tatiana y sonriendo para burlarse a escondidas de su jefe.

—¿Quién es el papá? –le preguntaba Tatiana al oído, experimentando un interrogatorio. Le habían explicado antes sobre la importancia del suero de la verdad, para obtener grandes secretos.

—Es él –respondía la mujer, obnubilada por la anestesia.

—¿Quién es él?

—Jerónimo. –La voz arrastraba las palabras.

—Échele más éter, todavía está despierta. Eso no es un secreto, eso lo sabe todo el mundo.

Se enjuagaron las manos con alcohol prestos a comenzar la tarea, se pusieron guantes de cirujano y un delantal cada uno. Hubo revisión de los instrumentos que había sobre la mesa: el bisturí y dos cuchillas adicionales por si acaso, las pinzas para detener hemorragias, dos portagujas, un paquete de agujas de sutura, hilo suficiente, gasas, una seda para amarrar el cordón del bebé y hasta un fórceps, que no se necesitaba pero hacía parte del equipo. Le rociaron yodo en la barriga, la cubrieron con unas mantas limpias y luego de preguntar si todo estaba en orden, comenzó la intervención. Algunos miraban desde afuera lo que al interior estaba ocurriendo. Con el primer golpe de bisturí se oyó de nuevo el grito de Adelaida y a la mujer hubo que agarrarle las piernas para que no se tirara de la tarima. Allí participaron muchos: La Sombra que maldecía a Calixto, Calixto que regañaba a Tatiana y esta que le echaba la culpa a Adelaida, por su escasa colaboración. Incluso, alguien de las barras, desoyendo la orden de no contaminar el recinto, creyó su obligación colaborar con el control de la situación e irrumpiendo en el improvisado quirófano, le sostuvo una de las piernas que se había salido de la camilla.

—Póngale más anestesia. –Calixto le volvía a explicar cómo hacerlo.

—¿Cuánto? –Tatiana regaba más éter sobre la gasa, encima de la mascarilla.

La Sombra insistió con la cuchilla profundizando el corte y aunque la mujer aún se movía, los movimientos eran pequeños, controlables.

—Hágale, jefe –insistía Calixto.

En las venas más grandes, que se abrían como fuentes, pusieron pinzas curvas, y en las otras, más pequeñas, aplicaron gasas para dejar ver los tejidos a lo largo de los cortes. De los músculos que se encontraron, ninguno de los dos sabía gran cosa. Igual había que buscar camino y siguieron hacia adentro. “¿Cuánto falta?”, preguntó Calixto y sin esperar la respuesta vio que Tatiana seguía poniendo éter en la mascarilla que cubría la cara de Adelaida. “¿La vas a matar o qué?, tómale la presión, ¿estás loca?”. Y Tatiana, que veía que la anestesia sí surtía el efecto deseado y estaba contenta con los resultados de su colaboración, suspendió la aplicación del anestésico y buscó el tensiómetro. “¿Cómo se pone esto?”, le preguntó a Calixto con la cara aterrorizada. Tuvo que quedarse solo La Sombra, mientras Calixto asumía la función de anestesista para poder continuar el procedimiento. El hombre tomó la presión y aunque no escuchó el sonido de las arterias, vio que había pulso en la muñeca; además la sintió respirar, aunque suave. “La durmió más de la cuenta –murmuró Calixto–, pero está bien, podemos seguir”.

De pronto apareció el útero, un poco amoratado y lleno de venas. La Sombra tomó la decisión de abrirlo a lo largo. “Es menos estético –dijo como si fuera un maestro de la cirugía–, pero es más seguro”. Así que lo tasajeó a lo largo. Hubo mucha sangre e igual siguió hasta que rompió la fuente y un líquido viscoso y amarillento los cubrió por completo. Luego, vio en el interior que algo se movía. “Es el bebé”. Entonces tanteó buscando la cabeza y no la encontró. Por fortuna para él un bracito se salió de la matriz y él empezó a halarlo, luego vio el hombro y después el cuello.

Tuvo que abrir más espacio para poder ver la cabeza. Igual lo sacó halando del brazo y metiendo la mano; acercó la cabeza del niño hasta el orificio abierto y de ahí en adelante el bebé salió espontáneamente. Era un hombrecito. Tatiana, que estaba preocupada por ver respirar a Adelaida, se ofreció a tomar el niño. “Quítale la babaza y pégale una palmada en la nalga –le ordenó La Sombra–, y luego lígale el cordón”. Ella le quitó la baba con un trapo, no fue capaz de tocar el cordón por lo pegajoso y en lugar de pegarle una palmada le dio un pellizco. Así se sentía más cómoda. Igual, el niño lloró y eso tranquilizó a la pareja de barberos, que se sonrió con el éxito de la faena.

Cosamos esta vaina rápido antes de que la mujer se desangre, dijo La Sombra y Calixto le tenía enhebrada una aguja con un hilo blanco. “Ábrale ese suero a toda velocidad y tómele la presión”, le gritó a Tatiana, quien andaba como loca buscando calmar al muchacho. “Si llora no le va a pasar nada, déjelo y ayúdenos con ella”, le insistió a la mujer. “Vaya usted –le ordenó a Calixto– y haga lo que sea, necesito que se despierte esta mujer, qué importa el dolor. Es mejor eso a que nos toque ponerle sangre y sacarla en hamaca hasta Miraflores. Yo sigo aquí solo, no me falta sino cerrar la pared. Llamen otra vieja que coja ese pelado para que esta boba nos ayude”. “Más gasas –pedía La Sombra–, enhébrenme otro hilo, póngale otra botella de suero, de las verdes, no de las azules; mire si está respirando, dígame cuál es la presión; amárrenle el cordón al cagón ese; miren si está vivo, ¿por qué dejó de llorar?”. Las órdenes se sucedían una tras otra y había en el lugar más curiosos que personas con capacidad de ayudar.

Lo de las gasas se resolvió. Calixto corría de lado a lado buscando suplir todas las órdenes, también enhebró otra aguja y la montó en un portagujas adicional, que le entregó al cirujano. Buscó entre las botellas la de etiqueta verde y se la conectó en la vena; abrió la llave para que pasara rápido el suero salino; vio que Adelaida estaba quejándose y le dijo a La Sombra que se estaba despertando; le voy a poner otro poquito de éter, la piel es lo que más duele –le advirtió– y el otro no respondió, entretenido en lo que estaba haciendo, que era buscar cuál músculo se correspondía con el del otro lado; vio que el niño no lloraba, una guerrillera le había dado el dedo a chupar y eso lo tenía calmado. Tomó la presión y estaba en cien, así que no había de qué preocuparse. Entonces aplicó un poco más de éter y fue a amarrarle el cordón umbilical al bebé. Lo hizo con las debidas precauciones para mostrarle a Tatiana cómo era eso de trabajar en cirugía. Luego echó a los curiosos y dejó que se llevaran al niño para que las otras guerrilleras lo cargaran. “No se entusiasmen mucho”, les advirtió.

Terminó de cerrar la piel con puntos sencillos, nunca fue capaz de aprender los otros tipos de puntos que le enseñaron. La Sombra puso las gasas sobre la herida, ajustó bien un esparadrapo para evitar el sangrado superficial, miró si había mucha sangre entre las piernas de la mujer y se tranquilizó; aplicó un Pitocín que había preparado con anticipación, como lo había aprendido, para que el útero no siguiera sangrando, y se fue a mirar al bebé. Lo vio con los ojos abiertos y este al ver a La Sombra volvió a llorar a los gritos. “Se asustó”, dijo la guerrillera que lo estaba cargando, sin darse cuenta de que ofendía a su jefe. La Sombra observó el cordón amarrado demasiado lejos de la raíz, pidió otra cinta y lo amarró de nuevo cerca de la barriga. “Es a uno o dos centímetros”, dijo. “Creo que nació bien y fuerte”, dijo duro para ser oído. “Póngale una manta”, le ordenó a Calixto. “¿Y qué le doy para que deje de llorar?”, preguntó el enfermero. “Póngale la teta de una vieja de esas”.

Por fortuna no hubo aviones que interrumpieran la jornada ese resto de tarde, ni se presentaron bombardeos en la noche, ni Adelaida se volvió a quejar de dolor. Más bien permaneció dormida del cansancio y de una dosis fuerte de anestesia y barbitúricos. El niño también durmió cuando lo abrigaron bien y alguna de las mujeres le dio un chupo y hubo una guerrillera disponible para cuidar a la mujer y otra para cuidar el bebé. Y hasta unos tragos de whisky se tomaron los comandantes por el éxito de la operación, y si había que correr, mejor sería con unos tragos encima. “Te perdonamos lo de Astrid”, le dijo Jerónimo para darle ánimos. Hasta durmieron bien esa noche, como si hubieran logrado la paz que necesitaban.