24.

“La relación ha venido creciendo entre los dos. Incluso es Verónica la que más ha insistido en que ambos formaríamos una buena pareja. Yo no estoy tan seguro. Hasta miedo me da de que el tal Sebastián, el que era su compañero cuando ambos tomaron prisioneros a Astrid y a Chorro de Humo, cobre venganza conmigo y termine por acusarme de ser un espía, un infiltrado del ejército o un traidor. Aquí con ese cuento han fusilado a más de uno. La advertencia me la hicieron mis amigos Morris y Elián, el día de la fiesta en Miraflores, con algunos tragos encima. Ambos habían oído decir sobre cómo me estaban tendiendo una trampa. ‘Y esa vieja (Verónica) está implicada’, me advirtieron. Sin embargo, yo veo a Verónica dulce y coqueta. Me busca, me da regalos y hasta me ha pedido que trate de convencer a los indios para votar en el juicio a favor de Chorro de Humo. Claro, ahora me entran sospechas. Desde que se ha regado el cuento de que yo conseguí compañera, los indios andan ariscos. Y es por lo de Sulay, ‘¿no dizque está enamorado de ella?’, me preguntó Koya. Claro que eso no me choca, quiere decir que me han aceptado como cuñado, lo cual es un avance, en un comienzo se burlaban de mí.

“Precisamente ahí está el asunto. A Chorro de Humo los comandantes lo van a fusilar pase lo que pase y después van a proponer fusilar también a los aliados de su causa, son cómplices de lo que él hizo. Acá es fácil volverse cómplice; eso ocurre hasta por sospechas, en la guerrilla nunca hay manera de demostrar nada. Ya se están inventando un cuento sobre los aviones que han estado volando sobre el campamento. Aseguran que lo ocurrido es la señal inequívoca de que el enemigo supo las coordenadas de la finca en donde estuvimos con los secuestrados y como no pueden bombardearnos mientras ellos se encuentren en riesgo de morir en los ataques, han tomado la decisión de preparar un asalto por tierra. ‘Hay noticias sobre combates –me dijo Morris–, casi aniquilan el tercer anillo de seguridad y parece que las bajas han sido muchas’. Yo quisiera preguntarle eso a Verónica; ella debe saber, los comandantes son los primeros en ser informados sobre temas de seguridad y casi siempre lo hacen a través de la radista y me da temor que al preguntarle por cuestiones secretas implique a mis amigos, ya que ella puede tratar de hacerme decir el nombre de quien me contó sobre esos combates.

“En el juicio, pese a los intentos de algunos por evitar el fusilamiento, las cosas se veían claras. Yo fui nombrado defensor de oficio y aunque la mayoría piensa que soy muy amigo de Chorro de Humo, la verdad es que apenas si lo conozco. Ahora creo en su inocencia, pero por estar enamorado y presintiendo que a su mujer la iban a hacer abortar, prefirió fugarse con ella. Eso les ha pasado a muchos; yo siempre he pensado que si estuviera en una situación similar, por ejemplo con Sulay, no dudaría un instante en tratar de escaparme. De hecho lo he pensado incluso para ir a verla, aunque ella quién sabe si se acordará de mí. De pronto ni siquiera vive en el mismo lugar, allá en las cercanías de Puerto Palermo. Yo siempre averiguo para dónde vamos, si llegamos a un lugar cercano no dudaré en ir a su encuentro. Eso lo tengo entre ceja y ceja. Cuando estuvimos en Miraflores recibiendo a los extranjeros intenté hacerlo y siempre me sentí vigilado.

“En Miraflores me convertí en el centro de atención de Verónica. Como el campamento es a todo dar, con juegos, televisión, películas y diversiones, me fue difícil moverme de su lado. Nuestra relación se volvió una especie de enfermedad. Ella desde por la mañana me buscaba para que fuéramos a ver alguna película o para ir a bañarnos e incluso para conversar. Varias veces solicité ir al pueblo para traer algunas cosas personales, unos medicamentos para los hongos de los pies, cosas por el estilo; también pedí permiso para visitar a mi mamá, les dije a los indios que me acompañaran y por ahí derecho visitaríamos a las familias, le rogué a Verónica que intercediera por mí. Incluso supliqué que me dejaran ir sin armas y vigilado por los guerrilleros que escogiera Garrapacho. Las órdenes de Jerónimo fueron perentorias y lo que hice fue alertarlos para que me pusieran doble vigilancia. Total perdí la única oportunidad que había tenido en estos años de ver a la mujer que amo. Debo confesar que pensé mucho en Sulay, aunque Verónica permaneció a mi lado.

“Ni siquiera entramos en combate, llevamos varios años en un correcorre tremendo. Creo que perdimos el rumbo; si lo que pretendemos es ganar esta guerra, así no lo vamos a conseguir nunca. Yo me sé todos los caminos que hemos recorrido desde cuando llegué a la guerrilla; me acuerdo el día en el que nos sacaron del caño Carurú, cerca al río Vaupés, y los recorridos hechos por Miraflores, Chiribiquete y el río Apaporis. Tengo presentes los campamentos de Barranquillita y de Cartagena del Chairá; extraño la estadía en El Billar y en Remolinos y no me olvido de Solano sobre el río Orteguaza ni de La Tagua sobre el Caquetá, e incluso de Puerto Leguízamo en las orillas del Putumayo. Conozco caños como La Danta, Lobos y El Tigre; cerros como el de La Macarena o el que llaman Cerro Quinche, y ríos como el Guayabero y el Yarí. Todas esas desechas por senderos en la selva me las aprendí de memoria. Los indios puede que sepan más y sean capaces de defenderse por trochas y pantanos, y útiles para olfatear animales salvajes y sobrevivir comiendo tallos frescos del palmiche y raíces como la batata. Yo adivino para dónde vamos al coger las rutas del viento. Si me fuera a volar no necesitaría sino la certeza de encontrar a Sulay.

“Y si el motivo es que me van a considerar un infiltrado, como sé que el castigo es la pena de muerte, no lo pensaría dos veces. Así se lo he dicho a los indios. Será a los primeros que intentaré llevarme, además de mis amigos, Morris y Elián, que son los únicos en los que puedo confiar. Acá la mayoría se venden por cualquier cosa. Eso de huir no es nada fácil, vimos las experiencias de Irene y de Carlota o la de personas experimentadas como Astrid y Chorro de Humo. Cuando Franklin lo hizo con pleno éxito, le armamos una persecución del carajo. Pusimos lanchas en el río y barrimos el terreno como un kilómetro a lado y lado de las orillas, prestos a dispararle si lo veíamos, porque la orden era traerlo muerto. Mas el hombre fue más vivo que nosotros y además estuvo de suerte; cuando le teníamos pillado el rastro, se encontró con una patrulla del ejército que había estado de paso ya que se había encontrado un antiguo campamento abandonado.

“Verónica y yo estuvimos juntos mientras el jurado deliberó. Hasta hicimos el amor esa tarde, aprovechando que todo mundo estaba pendiente del juicio. Nos pusimos una cita y preciso que nadie se apareció por el lugar. Pensábamos en la última oportunidad que tendríamos. Fue fácil y rápido; ella iba preparada y ambos estábamos muertos de las ganas. Ella no llevó interiores y escogimos un descampado conocido, adonde yo solía ir a buscar un rayo de sol en los atardeceres. Lo único dicho fueron palabras de deseo, de ansias, de ganas de tener un orgasmo que recordaríamos siempre. Creo que nos dimos un beso que duró eternidades. Ni siquiera vigilamos los alrededores, mis manos la buscaron, la recorrieron por cada rincón, la sobaron, la penetraron; no escatimamos ningún deseo soñado, por más sombrío que fuera. Ella besó mi cuerpo y yo besé el suyo. Estábamos ardiendo cuando ella me pidió que parara; iba a estallar y no quería hacerlo sin que yo estuviera a punto. Esperamos y ella se dedicó a estimular mi virilidad y pude absorber de su cuerpo sus secretos. Hasta que dijo ya y eso se volvió un solo temblor de lado y lado, un gemir, un latir apresurado, un calor y un sudor irremediables y nos volvimos una masa de fuego rodando por el piso de hojas en donde habíamos anidado.

“Hasta pudimos contemplar luego los rayos de sol que se filtran por entre los ramajes y dejan ver pequeños arcoíris sobre los copos de la arboleda. Al retozar, entrelazados, contemplamos la piel desnuda, erizados los poros por el viento frío, los vellos, las líneas de las coyunturas, y la recorrimos de nuevo para garantizar que el recuerdo perdurara, y al presentir que el momento de marchar había llegado, nos levantamos, nos vestimos sin decir nada y cada uno regresó al campamento por un lugar diferente. Estaban la mayoría en su sitio, esperando el resultado de las deliberaciones. Había veinticuatro guerrilleros sentados en bancas. Chorro de Humo se hallaba en la primera butaca y sudaba en su frente y en el dorso de la nariz. Allí reconocí a algunos de mis amigos. Los cinco miembros del jurado se habían situado a un costado y esperaban la llegada del juez y de Verónica, la fiscal y yo. Llegué primero que Verónica y a ella tuvieron que ir a buscarla a su carpa. Llegó encendida y con el pelo mojado. Se había echado agua en la cabeza para disimular su ardentía. Estábamos a la espera y Sebastián tenía órdenes de comenzar una vez llegara Garrapacho, quien sería el veedor. Un cargo que no existe. Igual lo crearon los comandantes para garantizar el normal desarrollo de un juicio que, de no manejarse bien, podría causarles dificultades.

“Sebastián tomó el mando de la reunión y ordenó silencio, aunque en ese momento nadie hablaba. Dio un golpe en la mesa con el mazo que había conseguido para hacer que el juicio se pareciera a los que se veían en las películas, cuestión que le había dado un aire de superioridad que nunca antes creyó tener. Con voz firme y asesorado por Garrapacho, le preguntó al jurado si tenía un veredicto. Ellos se miraron primero entre sí y luego afirmaron con la cabeza. Se palpaba en el ambiente un estado de tensión imposible de disimular; igual, los pájaros seguían volando entre las ramas de los cedros y las mariposas cruzaban y había moscas rondando alrededor de los vasos en los que el jurado había recibido refresco para calmar la sed de las largas sesiones. El cielo, que alcanzaba a verse por entre algunos ramajes, permanecía encapotado de nubes negras, y a la distancia se sentía un tronar continuo, como a ráfagas”.

—¿Quién es el encargado de informar el resultado? –preguntó Sebastián mirando a Verónica.

—Yo –dijo Lascario. Ninguno de los miembros del jurado se había atrevido a ser abanderado de la noticia.

—Diga de una vez por todas cuál es el resultado –insistió Sebastián.

—El acusado –pronunció Lascario en tono fuerte y entonado–, Iván Antonio Gómez, más conocido en las filas con el alias de Chorro de Humo, ha sido declarado culpable de traición por decisión unánime del jurado.

Hubo un silencio sepulcral y antes de que el juez determinara la pena, Garrapacho les pidió a los guerrilleros presentes, los veinticuatro que según el alto mando representaban la voluntad del pueblo, la confirmación del veredicto. “Es importante que ustedes, que han seguido con atención este juicio, expresen con su voto la confianza en la dirección y la defensa de nuestro proceso revolucionario”. Al principio solo cuatro guerrilleros levantaron la mano. Alguno de ellos elevó un poco su brazo sin convicción. Entre los guerrilleros hubo codeos y susurros y un extraño rumor cundió a lo largo del cambuche. Garrapacho empezó a contar en voz alta los que habían estado de acuerdo con el jurado; poco a poco los demás, intimidados, empezaron a unirse al apoyo.

Los unos miraban a los otros y casi todos miraban a Chorro de Humo, quien permanecía con los ojos abiertos como espantados; incluso Verónica bajó los suyos. Se sentía avergonzada con Jónatan, al igual que Mireya, Tatiana y aquellas mujeres que desfilaron ofreciéndole a Chorro de Humo su apoyo incondicional. Los pocos que quedaban sin manifestarse fueron anotados por Garrapacho en una libreta y eso hizo que los que estaban cerca los reconvinieran y les mencionaran el peligro que corrían. Al fin, de una manera progresiva, incluso los que nunca levantaron la mano, terminaron acogiendo el fallo.

Cumplido este requisito, que Sebastián Mendoza, el juez para los efectos del proceso, consideraba necesario, el hombre expresó en tono solemne que de acuerdo con los reglamentos contenidos en los cuadernos de campaña del camarada Tiro Fijo y en los manuales del comandante Jacobo Arenas, la traición se pagaba con la pena de muerte y que el día y la hora de la ejecución serían fijados por el comandante Jerónimo en un acto en el cual debería participar todo el personal, para dar escarmiento a quienes alguna vez hubieran pensado en traicionar la revolución. Unas gotas de lluvia comenzaban a caer desde lo alto de la arboleda y eso facilitó que la mayoría se dispersara para buscar refugio en las carpas y cambuches. En el lugar la mayoría tenían cara de acontecidos.

El único que sonreía, desenfadado, era Garrapacho, quien tenía sobradas razones para anunciarle a Jerónimo sus buenos oficios en el proceso. “Eso a pesar de las circunstancias adversas: el tal Jónatan resultó un sabihondo y se inventó mil argumentos para confundir al jurado; este no habría respondido con una versión unánime de no ser por el impecable trabajo de Lascario, quien no escatimó su capacidad de intriga para amenazar sutilmente a quienes estaban dudando de la traición de Chorro de Humo; los guerrilleros presentes se encontraban insubordinados y hubo que dejarles claro que la traición no era imputable solamente a quienes huían de las filas de la revolución, sino a quienes les ayudaran de una u otra forma a los traidores, y hasta Verónica, quién lo creyera, mostró sus vacilaciones, al parecer se estaba enamorando de Jónatan”.

Chorro de Humo protestó, dijo que él no era un traidor, que su única equivocación era haber querido salvar a su hijo y a su mujer. Acusó a La Sombra de haber asesinado a su familia. Mencionó que los presentes eran unos cobardes, le habían dado la espalda y se habían dejado intimidar. Él tenía la mayoría a su favor, pero a los compañeros los amenazaron. Eso no era revolucionario. Él exigía que se apelara ese fallo ante el Secretariado. Dijo que conocía al Mono Jojoy y había recibido órdenes de él. El comandante del Frente Sur lo conocía bien y podía dar testimonio de su lealtad a la causa revolucionaria. Y mientras hablaba y vociferaba, hacía repulsa y se contorsionaba, cuatro guerrilleros se lo llevaban a empujones por la trocha hasta el árbol en donde había estado amarrado en los últimos días. Desde lejos se seguían oyendo sus gritos y protestas.

Garrapacho no borró de su libreta a los cuatro guerrilleros que levantaron la mano en forma tardía: Morris, Elián, Koya y Necul. Morris y Elián eran solidarios con Jónatan y Koya, e incluso Necul estaban pensando seriamente en la posibilidad de huir con su cuñado. Lascario fue a buscarlos cuando se estaban retirando y les dijo que se quedaran. El comandante necesitaba hablar con ellos. Y así lo hicieron. Jónatan miraba desde lejos y Verónica, viendo el peligro, se lo llevó del brazo alertándolo para que no diera tiro.

—En nuestro movimiento no hay vacilaciones. Las vacilaciones se pagan caro –dijo Garrapacho.

—Es que las cosas no eran claras –respondió Morris.

—Sí –complementó Elián mientras los indios permanecían en silencio.

—Ustedes no entienden el significado de la traición.

—Pero es que…

—No, no hay pero que valga. Ustedes quedan en periodo de prueba, identificados como personas a las que se les debe hacer un seguimiento especial por su comportamiento.

—Eso no es justo –Elián complementó la protesta.

—De ahora en adelante y hasta nueva orden no estarán armados, harán doble guardia en el día y trabajarán en labores domésticas.

A esa hora la lluvia cernía sobre el campamento, los gritos habían cesado y los hombres se dedicaban a sus labores de rutina. Mantenían un prolongado silencio. Dos o tres horas más tarde un incesante rumor sobre el día y la hora de la ejecución recorría los extremos del campamento.