28.

Eso de huir a través de la selva es bien difícil, mas no imposible. Lo primero es ponerse en el contexto geográfico. No estamos hablando de un bosque de pinos, eucaliptos o arrayanes que te dejan caminar por debajo del sombrío con solemnidad contemplativa y cuyas hojas son fino alivio para las plantas de tus pies, no acostumbradas a irregularidades del terreno, espinas puntiagudas y lascas filudas como navajas. Estaríamos en medio de la naturaleza virgen, como Dios la puso en el mundo desde que dio la orden de que todo creciera, con árboles gigantescos que no te dejan ver el sol en el día ni las estrellas en la noche; rastrojo tupido, de trama espesa, que te sobrepasa varias veces y te atrapa como una telaraña; ríos inmensos que te sobrecogen con solo mirarlos; caños profundos de aguas estancadas y pútridas y llenos el aire de plagas y la tierra y el agua de fieras, merodeando por doquier y que son un peligro a cada instante. Pocos cuentan la historia, sin embargo. Para el fracaso valen buenas dosis de adversidad y variadas faltas de previsión; para el éxito son buenas la suerte y algunas habilidades usadas en los momentos precisos. Por eso resultan de estas historias héroes y mártires y también amilanados y temerosos que se asustan con el cuero de un tigre, la piel de una culebra o el esqueleto de una tarántula.

Hay quienes han muerto en la huida con un buen tiro de fusil; de esos poco se sabe. No es sano para ellos estar contando haberle dado de baja a un secuestrado por intentar su libertad; otros mueren como muestra de escarmiento frente a los intentos osados de proceder cual militares de oficio a una liberación a sangre y fuego, como si los guerrilleros no tuvieran la sartén por el mango y no les quedara fácil proceder a ejecutarlos con la simple sospecha del arribo del enemigo; además, de ese modo y aunque resulte siniestro, les transfieren la culpa, cuestión que les da crédito, especialmente con las familias de las víctimas. Unos más fracasan no por su responsabilidad sino porque se ahogan en los ríos caudalosos de estas selvas o son devorados por las pirañas o a causa de las fieras del monte que disfrutan como pocos de la carne humana: culebras venenosas para las cuales no existe remedio alguno ni curandero a mano, o tigres hambrientos con colmillos para estrenar. Cualquiera desconfiaría de enfrentar el caudal del Vaupés, del Apaporis, del Inírida, e incluso del Ajajú, por más buen nadador que se considere. Y hay también quienes mueren por equivocaciones que no es bueno ir por ahí aceptando, más si están buscando credibilidad en su lucha con organizaciones internacionales que los ven como a héroes de causas nobles y países que están esperanzados en su triunfo para expandir el socialismo, que anda por estas épocas de capa caída en casi todo el mundo.

Uno puede imaginarse la fuga muchas veces y encontrar siempre soluciones inesperadas, basadas en el ingenio y en la fortaleza. A la hora de las verdades ni el ingenio es suficiente para los obstáculos de una selva insondable ni la fuerza alcanza para tantas y frecuentes vicisitudes. Tomar un río al comienzo de la jornada es bueno, no se dejan huellas en el barrido que hacen los ofendidos, varios kilómetros a la redonda buscando recuperar la presa, que si logra su cometido los pone en ridículo y crea dudas sobre su capacidad de confinamiento. ¿Cuánto se puede aguantar bajo la presión de los raudos y los remolinos, las pirañas y las anacondas, la necesidad de descansar y la urgencia por mitigar los calambres que se hacen dolorosos e incontrolables?; además, acá los ríos dan kilómetros de curvas en círculos perfectos, para caer casi al mismo sitio, lo que hace agotador e innecesario el esfuerzo. ¿Quién no ha sentido el sofoco de la falta de aire en la mitad de una laguna o de un pozo o de una piscina al menos? Buscar un caserío cercano, de los que están bajo la influencia guerrillera, ha sido siempre uno de los errores más comunes, ya que en ellos la labor de inteligencia es constante y conocida la fuga por la rápida información de los contactos y simpatizantes que tienen en los alrededores, las alertas son inmediatas y el éxito de la recuperación se puede garantizar.

Muchos han llegado a esconderse en el primer caserío que se encuentran e incluso lo buscan con desespero como única tabla de salvación, y de ahí regresan con el rabo entre las patas, esposados y humillados, con la enseña de mostrarles a quienes sueñan libertad incondicional y sin concesiones el escarmiento que merecen. Jamás creyeron que hubiera bases de apoyo, anillos de seguridad, minas quiebrapatas, retaguardia, francotiradores apostados en la manigua, militantes y simpatizantes dispersos en los poblados vecinos, sistemas de inteligencia, organizaciones de apoyo, bases de comunicaciones con radioperadoras listas para enviar información, enemigos del Gobierno dispuestos a ayudar e infiltrados de la guerrilla en todos los estamentos.

Atravesar la selva exige mucha sabiduría, destreza de indio para estar al tanto de los terrenos, localizar los ríos principales y saber su dirección y sus afluentes, conocer de vientos y migraciones de pájaros, encontrar agua fresca, orientarse en la oscuridad diurna bajo árboles de cientos de pies, capacidad para alimentarse con frutas exóticas, palmiche, raíces y evitar las muchas plantas que son de naturaleza tóxica. Y también y sobre todo, no dejar huellas que en la huida son frecuentes por el acoso que se sufre con las enconadas persecuciones, el barrido que suelen hacer en el terreno y la falta de precaución que se tiene durante la fuga por el miedo y la falta de experiencia. Algunos sabihondos, entre ellos los que más ostentación hacen, han regresado al campamento luego de dar vueltas y vueltas por el mismo sitio, aterrados incluso de llegar de nuevo después de vagar varios días, y se dice y no es de extrañar que uno conserva la tendencia innata a recorrer lo recorrido, a volver sobre sí mismo o, lo que resulta ser lo mismo, a morderse la cola.

Hay suerte para lo bueno y suerte para lo malo. Es de buena suerte lograr que las cadenas con las que los amarran no sean de buena calidad y algún eslabón ceda a la presión y a la constancia, y hay quienes de los secuestrados, días enteros amarrados con ellas, tengan la paciencia suficiente para usar un clavo o una lima o un palo, horas y horas hasta lograr su cometido y luego buscar la manera de camuflar el daño y así evitar que sea descubierto en las revisiones que se suponen minuciosas y en realidad no lo son tanto. Y también puede ser que pase inadvertido guardar algunas provisiones para los primeros días del viaje, en donde no falte la harina de yuca y un poco de sal, y también que los guardias estén cansados y no se den rápida cuenta de que alguien ha escapado de su control. Error craso que se paga con la muerte. Indica descuido y eso desencadena consecuencias graves, difíciles de prever. Tiene suerte quien logra que las botas aguanten el ajetreo de la humedad y del pantano, las ropas den abrigo en las noches frías, se sequen fácil y alcancen a proteger de zarzas, tunas y ortigas, y quien en un momento de inspiración logra ver el cielo despejado para orientarse por las estrellas, cualesquiera que el afortunado conozca de las millones que habitan el espacio infinito, como Nadia, la joven guerrillera de otro frente, quien se escapó con un soldado que solo conocía, para guiarse en la fuga, las tres estrellas radiantes del cinturón de Orión, el guerrero.

Es suerte de la buena cazar algún animal más hambriento y agotado que uno, perseguirlo hasta darle captura, matarlo y destriparlo con las manos y comerlo en un acto de ferocidad caníbal. Que en instantes de esos lo que importa es saciar el hambre y los escrúpulos han de dejarse en el olvido. Como en los tiempos bárbaros. Si es difícil que el alimento con fariña, frijol, lentejas y arepa tropera rociada con un poco de grasa sea un buen soporte alimentario en tiempos de rutina y es imposible que alcance a suplir los requerimientos mínimos, qué diremos cuando se llega en malas condiciones a la fuga y no se puede tener durante semanas la posibilidad de alimentarse de una manera decente. También es de suerte que el agua para beber sea de un caño limpio, cristalino, exento de miasmas malsanos, sin bacterias capaces de producir disenterías, sin gusanos de los que viven en la podredumbre y que se meten en los pies abriendo camino entre la carne o niguas de monte que se siembran en los brazos y las piernas para chuparse los restos de sangre o pitos que al picar las zonas descubiertas transmiten bichos que provocan úlceras que escaldan la piel y la dejan abierta y maloliente o zancudos responsables de enfermedades terciarias y virus quebrantahuesos capaces de agotar del todo las posibilidades de sobrevivir.

Y es malo desde el primer chasquido de una rama que se quiebra cuando se emprende la huida, porque los oídos del que está de guardia se han especializado hasta el cansancio y el entrenado es capaz de distinguir el aleteo de un pájaro acomodándose en un rama del paso cauteloso de un felino acechando la presa e incluso un susurro de amor, o si no que lo diga Lascario cuando fue cogido in fraganti, un día insospechado. Peor es dejar una huella, una que sea, sobre el pantano o en las arenas de un río, un arbusto estropeado que muestre la orientación tomada por la dirección de la fisura; los restos de haber comido algo: la cáscara de una fruta, los residuos del palmiche, una bolsa de plástico de esas para guardar restos de comida o un pedazo de papel de envolver, o una simple pisada; las suelas de las botas son inconfundibles unas de otras por el peso y el desgaste: ellas nos ubican hacia dónde tomó camino el sujeto, bien al norte o al sur, entrando a la selva o alejándose del río, adonde, de encontrarse, prestos se dirigirán los baquianos, los indios por ejemplo, que bien sabido es que son capaces de encontrar el casquillo de una bala en un rastrojo, mas se hacen los tontos, de lo pícaros que son, no les gusta enseñar lo que saben. Y qué tal que la comida que lograse guardar pasando hambres se estropee en la fuga, bien si a la bolsa en que está metida le resulta un roto insospechado y el agua del río la disuelve hasta hacerla desaparecer en una especie de sopa sucia o si se avinagra y no puede comerse por el riesgo de sufrir cólicos y diarrea o vómitos, que juntos despiertan otros sonidos de la selva que en ese momento se encontraban dormidos; los de los animales de monte, que no se guardan el miedo y lo divulgan a los cuatro vientos, como el cacareo de los alcaravanes; o que los micos los delaten con su osada algarabía; quien los viera, parecen felices disfrutando cual villanos el sufrimiento de los demás con la alharaca que despiertan, incluso señalando con el dedo inquisidor al pobre hombre a punto de desfallecer. O de pronto sean también de mal agüero los olvidos de último minuto o dejar ciertas cosas con el propósito de evitar el incómodo tamaño de un plástico o un toldillo, que pueden ser salvadores en el momento crucial de un chaparrón o que facilitan el descanso bajo una rama frondosa e impiden la arremetida de los zancudos o que el viento helado se empecine en socavar la médula ósea.

También lo que puede ser bueno puede resultar malo, depende del provecho de las virtudes y defectos de la naturaleza del que se haga uso. Las tormentas, que parecen castigos de Dios y que tumban árboles, abren trochas inusitadas, desbordan ríos y anegan de ciénagas estos terrenos llanos, son castigos para unos y también para los otros, y los perseguidores, conocedores de situaciones extremas, guardarán sus cuerpos de la intemperie, se abrigarán y esperarán pacientemente mientras se alimentan bien con la comida que se les prodigó a granel para cumplir el cometido, ahí el ahorro no es aconsejable. Feliz sería quien pudiera huir con un morral lleno de vituallas: se imaginan un pedazo de panela, unos chocolates, un puñado de arroz cocido y unas arepas tostadas. Contra la infernal naturaleza nadie puede y sucumben los más fuertes y por supuesto los que se creen inmortales. Momento es ese para beber agua fresca de la que queda aprisionada entre las hojas y recuperarse un poco de la deshidratación; lugar para pasar inadvertido escondido entre los árboles más frondosos, dormido en el cuenco de una raíz o colgado con las dos puntas de la hamaca en una sola rama, con la certeza de que las huellas desaparecerán de inmediato con las aguas torrenciales y no habrá rastro posible para los perseguidores.

Tener compañía es bueno si existe complemento y el uno conoce lo que el otro no y alguno de los dos es valiente y confiado y el otro sumiso y obediente. Mientras el uno duerme a pierna suelta el otro vigila con atención extrema, si el uno es buen nadador y es capaz de arrastrar al otro entre los raudos de la corriente y el otro sabe curar heridas y aplicar emplastos medicinales con hierbas encontradas en el monte. Qué tal distinguir la artemisa de las miles de hierbas que son rastrojo, la corteza de la quina, el eneldo, el arizá, el llantén, el orejero. Si Jónatan se volara con alguien –lo ha pensado muchas veces–, lo haría con uno de los indios, quizá Koya o de pronto Necul, eso tendría que averiguarlo, aún no precisa cuál de los dos tiene poderes que prevalezcan sobre los del otro. El hecho de ser hermanos de Sulay garantiza el afecto de familia y el interés de verla de nuevo. Sin embargo, la compañía puede ser lo peor si el uno representa una carga; qué tal que las similitudes de carácter choquen como trenes, tener que discutir, si de ello depende la mejor decisión, si se debe seguir por la selva o por el río o si el caño que dejamos está a la derecha o a la izquierda. Y peor aún, si el uno se enferma y el otro todavía aguanta, ¿será capaz el más fuerte de dejar al otro abandonado a su suerte? Y qué tal, se imaginan, regresar después de un fracaso, hecho una piltrafa, y ver a quien abandonamos a su suerte, el desahuciado aquel, ahí, recuperado de fuerzas mirando nuestra llegada con sonrisa burlona, o saber incluso que se murió en el intento sin lograr sobrevivir, o peor todavía, escuchar en las noticias de la radio que quien logró huir fue él y no uno.

Viajar de noche puede ser favorable si una mínima orientación existe y un río caudaloso puede permitir largas distancias en unos cuantos minutos, aunque hay que saber entrar y saber salir de las aguas, eludir riscos, evitar raudos peligrosos y correr el riesgo de ser atacados por animales peligrosos. Llevar a flote un tronco servirá de balsa que reemplace el bongo de un indio o la canoa de un campesino. Del día radiante es mejor ocultarse, les servirá más a los perseguidores que tienen binóculos para largas distancias y fusiles con mira telescópica, como el de Jerónimo; es bueno tener cuerdas para trepar a un árbol desde el cual divisar a lo lejos y buscar orientación que les pueda servir de ayuda para cruzar ríos torrentosos o sortear desbarrancaderos.

También es bueno para los guerrilleros usar lanchas voladoras con motores fuera de borda como las que tienen; con ello logran grandes velocidades y acortan distancias, y a quienes huyen les sirve el ruido que hacen para saber en dónde están y de ese modo ocultarse. Y para alimentarse no hay nada mejor que el palmiche espolvoreado con sal y las frutas maduras que comen los pájaros o las que se les caen a los micos en sus travesuras; si al cuerpo de ellos no les hacen mal al perseguido tampoco, a fin de cuentas somos, ellos con sus brazos largos y sus patas prensoras y nosotros los humanos, así seamos perseguidores o perseguidos, de naturaleza semejante. De todos modos, cada experiencia se presenta de tal manera diferente que no existen reglas que puedan servirle a nadie; más vale disfrutar el prodigio, que por ser disímil se presenta con características particulares con las que podremos deducir que no le servirán a nadie.

Hay quienes han huido en una fuga de amor y ahí las cosas deben ser mágicas y aparecerán ángeles guardianes que muestren el camino; el amor abre trochas desconocidas; hay otros que hacen gala de sus galones de militar para anotar que es la experiencia allí adquirida la que ha permitido el milagro y si es así no fue cosa de ellos sino de celestiales designios; algunos más han sido osados y las cañadas por las que se lanzaron no tenían precipicios abruptos y rocas afiladas esperándolos, sino pozos de agua profundos o montañas de hojas mullidas que sirvieron de colchón para amortiguar los golpes; unos más, antes de desfallecer, se encontraron con una patrulla militar que casi los mata creyéndolos el enemigo y con una frase de último momento lograron salvarse. Espera Jónatan que si algún día tiene que hacer uso de la escapatoria lo salven el amor de la india Sulay, el escapulario que le dio su madre, los conocimientos de sus cuñados, un cuchillo filoso que habrá de llevar y su capacidad de observador, que antes le ha sido útil para entretenerse y ahora espera le sirva para encontrar el olvido.