Una casa no es un hogar

En realidad, lo único que me importa son mis libros.

Hace ya muchos años que me despedí de esta casa. Lo hice al comprender que solo sin ella llegaría a ser libre.

Desde que nací, tengo la impresión de haber vivido siempre instalada en el «más difícil todavía».

Bebé que se pone gravemente enfermo con solo tres meses.

Niña sobreprotegida que se encierra a leer en su habitación para que la dejen en paz.

Adolescente que se rompe la cadera yendo a caballo y pasa dos años en la cama.

Mi vida ha sido una lucha continua por sobrevivir.

Mientras llueve a mares y miro el jardín a través del ventanal, solamente pienso en mis queridos libros. Que no se pierda ni uno, por favor. ¡Ellos son mi memoria!

Los hombres de la mudanza colocan la vajilla en las cajas con suficiente cuidado. ¡Si supieran cómo me gustaría romper cada una de las copas en mil pedazos! Representan el estatus que tuvimos y que perdimos.

Son educados y diligentes. Hablan muy fuerte entre ellos. Quizá lo hacen para que no sienta las voces interiores que me dicen que esta será la última mañana en la casa que me vio nacer.

Pero ya no me duele. En realidad es un alivio. Soy tan cobarde que tal vez sea esta la única manera de cerrar la puerta sin mirar atrás.

Soy periodista, o más bien lo era…

Una vez entrevisté a António Lobo Antunes. El escritor portugués y eterno candidato al Premio Nobel me confesó que, en momentos de desesperación en mitad de la noche, se paseaba por su biblioteca y acariciaba los lomos de los grandes libros que lo habían hecho el hombre que era. Quería sentirse acompañado por Madame Bovary o por Ricardo III.

Ahora me doy cuenta de cuánta razón tenía.

Aquí están todos, mirándome dignos e impertérritos desde la vieja estantería de mi abuelo. Me levanto y, con una caja en la mano, comienzo a tocarlos levemente, frotándolos como quien se pierde en el cuerpo de un perro fiel.

Encuentro a Oscar Wilde, Philip Roth, Scott Fitzgerald, García Márquez… Me siento atraída por un libro: Muerte de un viajante, de Arthur Miller.

La primera vez que lo leí no tendría más de dieciséis años. Fue mi padre quien me lo regaló. Recuerdo que me impactó tanto que me lo llevaba a todas partes. No podía dejar de admirar en Willy Loman su pueril capacidad para sobrevivir.

No sé por qué motivo, lo abro por el final y leo la sentencia de Linda, su mujer:

Hoy he hecho el último pago, el último, amor mío. Ya nadie vivirá en nuestra casa, nadie dormirá en nuestra cama.

No debíamos nada. ¡Éramos libres! Libres…

Un escalofrío me recorre el alma. ¿Por qué vuelvo a leer esta página? ¿Por qué ahora? De pronto, las manos me pesan tanto que no pueden sostener el peso del recuerdo.

El libro cae al suelo.

Salgo corriendo, cierro la puerta y, como cuando tenía cinco años, me refugio entre los árboles. Rompo a llorar con un sollozo seco, desesperado. Me abandono a la tristeza, respiro hondo y huelo la tierra mojada. Un aroma penetrante me ayuda poco a poco a recobrar el sosiego.

La última vez que me escondí bajo el laurel tenía la ingenuidad de la niñez, y sentía la voz de mi madre que me llamaba:

—Niña, ¿dónde estás?

Ahora tengo treinta y nueve años, estoy sola y mañana me echarán de aquí.