Sonaba obsesivamente en mi habitación cada miércoles a la una del mediodía. Siempre elegía esta canción y ninguna otra. Un viejo estándar de 1944 popularizado por Dorothy Lamour, quien se dio a conocer en la televisión americana junto a Bing Crosby.
«Te podría pasar a ti», dice la canción. De tanto escucharla, deseaba que me pasara algo, pero no imaginaba que el azar haría que ese viaje de trabajo fuera providencial.
Mi existencia se repartía entonces entre Barcelona y Madrid. Vivía en una ciudad y trabajaba en la otra. La redacción central del diario estaba muy cerca de la Castellana, así que mi semana era un ir y venir continuo.
El ritual era siempre el mismo. Diana Krall me daba ánimos y me prometía que aquella sería una jornada encantadora, mientras en ropa interior, parapetada en la calidez de una bata poco lujuriosa, las pasaba canutas para que en la maleta no hubiera doblada siempre la misma ropa.
Me aplicaba siempre lo que me había enseñado mi padre: «Aunque no tengas dinero para nada más, paga tú la última ronda». A veces era difícil, por no decir casi imposible, moverme por este mundo de apariencias con cuatro monedas en el bolsillo.
Mi statu quo era este: una burguesa venida a menos que tenía que simular lo que no era mediante su aspecto. Evidentemente, en mi profesión vale más la marca del bolso que llevas que el nombre de las universidades en las que has estudiado.
Preparé el equipaje en diez minutos. Llevaría un traje pantalón con veinte años de solera y unos botines negros y blancos low cost. Mientras me maquillaba, oí a mi madre subiendo las escaleras. Entonces llegó ese momento terrorífico en que ella, con la inocencia de quien no quiere saber, me preguntaba:
—Niña, ¿ya has dejado dinero?
La respuesta era siempre:
—Sí, claro, mamá…
Cada vez que me iba tres días a la capital debía dejar a mi madre la despensa llena.
Encima del tocador había dos sobres: uno para ella y otro más delgado para mí. Rezando para que no surgiera ningún contratiempo, con este segundo sobre me iba de casa convencida de que esto era justo lo que me tocaba hacer: sonreír, aparentar y hacer de mi existencia la manta blanda que uno encuentra en el sofá cuando llega a casa.
La abracé muy fuerte, como siempre. Ella me acompañó, cruzando el jardín hasta la puerta, y me metí en el taxi.
Respiré profundamente porque allí, en el coche de un desconocido, empezaba a ser libre. Me esperaban reuniones, entrevistas a personajes populares y, sobre todo, la sensación de ser por unos días una mujer completa y no solo una hija.
Al llegar al aeropuerto antes de tiempo, después de pasar el control de pasajeros, me senté en la sala VIP (tantos puntos acumulados servían para eso). Bebí una copa de vino y comí algo sin necesidad de descapitalizar el escaso patrimonio del que disponía.
Busqué la zona más solitaria para dedicarme a lo que más me gusta del mundo: leer, sin tener que aguantar los gritos de nadie al teléfono.
Mi carácter antisocial había sido forjado a fuego por las diferentes decepciones de la vida.
Encontré un asiento magnífico. No prestaba atención a mi alrededor porque no me interesaba nadie, mientras olía el Ribera del Duero que me habían servido con la impostada discreción de los que trabajan viendo mil caras cada día sin mirar a nadie directamente.
De pronto, percibí un perfume penetrante que, diferente a todo lo que conocía, me resultó profundamente atractivo.
Busqué con los ojos de dónde venía aquella fragancia, y entonces lo vi. La mirada me guio hacia sus ojos oscuros y profundos. Su semblante regio era de una dignidad magnífica, en contraste con la bufanda de colores vivos, que le daba un aspecto bohemio. El traje de corte diplomático hacía que su sola visión fuera impactante.
De repente, todo el peso del deseo cayó sobre mi cuerpo, acariciando mi pelo, aliviando el dolor, modelando mi intimidad.
Aquel hombre se acercó a mí y, sin darme tregua, me preguntó:
—¿Le gusta Balzac?
¡Claro, los libros! Tenían que ser ellos. Por un momento había olvidado que, antes de que él apareciera, yo había dejado sobre la mesa el ejemplar de Eugenia Grandet que estaba devorando.
Titubeando, le dije que era el primer título que leía del autor francés y que estaba impresionada. Cuando rompió a reír, el pelo que le caía sobre la frente en un orden desequilibrado cobró vida propia.
Lo miré con desdén. Empezaba a sentirme incómoda. Me incorporé y, cuando estaba a punto de irme, me dijo:
—Usted es como todas las heroínas de los libros que leí en mi juventud. Su piel no es de este mundo.
La voz tenía un cierto acento francés, así que deduje inmediatamente que era un ave de paso. Sin embargo, no sabía cómo reaccionar. Nunca antes me había dicho nadie nada parecido. Finalmente, le di las gracias por el cumplido y me fui.
Anduve tan rápido como pude hacia la puerta de embarque, mientras mi teléfono móvil no paraba de sonar. Era Paula, mi leal amiga. Siempre estaba presente en los momentos importantes.
—¿Estás bien? —me preguntó.
—No lo sé, acabo de conocer a alguien que me ha dejado fuera de juego.
Ella respiró profundamente y dijo:
—Ya me contarás… ¡Buen vuelo, reina!
Paula no se parecía a las otras mujeres que conocía. Era como yo: no se andaba con tibiezas. Quizá por eso nuestra amistad era indestructible. Había aguantado sin grandes dificultades el paso del tiempo. Y habían pasado ya veintidós años de buena compañía.
Se dedicaba a la psicología forense, y ejercía en un juzgado de Barcelona. Sus casos eran cualquier cosa menos fáciles, pero tenía un don para escuchar y analizar las reacciones humanas; incluso aquellas que ni el propio interesado conoce. Por esta razón siempre se daba cuenta de lo que me daba miedo.
Sus consejos solían ir directos a mi línea de flotación. Con su fina ironía, siempre me recordaba el ímpetu que me caracterizaba, y me decía que a menudo era más inteligente «mantener la boquita cerrada».
Sin embargo, aquella mañana, camino del puente aéreo, no fui capaz de seguir sus lecciones…