¿Qué harás el resto de tu vida?

Sentía mis pies bailar dentro de los botines de polipiel. Hubiera dado media vida para que mis movimientos fueran ágiles, pero no lo eran. Todo lo contrario. Mientras cruzaba el aeropuerto de El Prat de extremo a extremo, más bien parecía un pato mareado.

Finalmente, tras sortear a un grupo de educados y serenos ciudadanos japoneses, llegué a la puerta de embarque.

La cara me ardía cuando la azafata me arrancó el billete de los dedos sudados y me miró como si estuviera ante una aparición mariana. La odié profundamente. Yo sudaba a mares y ella, impávida y con un pañuelo atado al cuello sin gota de transpiración, sonreía con cara de pensar: «Esta tía se va a morir de un momento a otro».

Pero eso no sucedió; cogí aire antes de recorrer con toda la dignidad de la que fui capaz el estrecho pasillo que me depositó en el avión.

Viajaba en primera clase, no porque la empresa se pudiera permitir este dispendio, sino porque yo era como George Clooney en Up in the Air: había acumulado suficientes puntos para ir en business class hasta que me jubilara. Vivía en las salas de embarque. Eso sí, en versión femenina y en formato cinemascope.

Ya pensaba que era la última en entrar, y casi estaba a punto de disculparme ante el sobrecargo, cuando una voz que me era familiar dijo tras de mí:

—¡Esperen, por favor! ¡Aún falto yo!

Y este yo era él.

Reconocí inmediatamente su voz y agradecí al destino que cogiera mi mismo avión. A lo largo de mi maratón particular, no había pensado en otra cosa que no fuera aquel desconocido que había conseguido impresionarme.

Me senté donde me tocaba, afortunadamente junto a la ventanilla.

A mi lado, una mujer de mediana edad leía el Vogue estadounidense. Tenía la sofisticación propia de quien está segura de sí misma pero, como diría Paula, más por la ropa que lucía que por cómo relucía.

De pronto sentí que, desde el asiento trasero, alguien me decía con una familiaridad casi absurda:

—¡Hola! ¡Cuánto tiempo! ¿Cómo se encuentra?

Me di la vuelta como si viera al estrangulador de Boston. No conocía a ese hombre y, lo que era peor, la señora que engullía fotos de moda como quien se come un pastel de manzana parecía ya incómoda.

Tras preguntarle si le importaba cambiar de asiento, la mujer accedió y, en un santiamén, el desconocido ya se había puesto el cinturón de seguridad a mi lado y reía abiertamente.

—Lo siento —le dije—, creo que se confunde de persona. Antes de hoy no lo había visto nunca…

—En esta vida tal vez, en otra seguro que sí.

Extendió su mano, grande y fuerte, y se presentó. Se llamaba Edmond, era francés y vivía entre Madrid, París y Barcelona. Su catalán era bastante bueno.

Al darle la mano y decirle mi nombre, noté que su piel me gustaba. Alto y de complexión fuerte, llevaba el pelo negro peinado hacia atrás. Sus ojos eran oscuros como la noche.

—Usted debe tener problemas de espalda —soltó sin contemplaciones.

—¿Cómo?

—Con ese bolso lleno de libros y periódicos…

Pensé que me había precipitado al juzgarle y que, en realidad, el hombre sentado a mi lado era un insolente que trataba a las mujeres con una cínica proximidad.

Lo miré con desdén, obviando su presencia. Me esperaban cincuenta minutos en compañía de un desconocido que no era lo que yo creía. En Madrid tenía una reunión dura, así que empecé a leer los periódicos que aún no había tenido tiempo de hojear.

Íbamos en primera clase, y la azafata nos preguntó amablemente si queríamos beber algo:

—Dos Ribera del Duero —pidió el tal Edmond con convicción, esta vez en castellano.

Cerré bruscamente el diario.

—¿Cómo se atreve a pedirme un vino sin preguntarme?

—De usted me interesa saber otras cosas que no son precisamente su vino favorito… Ya hemos despegado y me quedan menos de cuarenta y cinco minutos para convencerla de que cene conmigo esta noche.

Me puse a reír con ganas. No daba crédito. ¿Cómo podía ser tan descarado? Me dije que esto iba a ser lo que un hombre hace con una mujer cuando quiere seducirla.

La situación era nueva para mí y, a pesar de estar un poco descolocada, me apetecía jugar. Era arriesgado, ya que no sabía qué posición me correspondía en el tablero, pero una fuerza extracorpórea me animaba a ir un poco más lejos.

—Bien. ¿Qué quiere usted saber? No hay respuestas indiscretas sino preguntas inconvenientes. Depende de cómo las formule, le contestaré o no.

En ese momento pensé que aquel francés era un cazador. ¡Cuánta inocencia por mi parte!

El hombre se acercó peligrosamente a mí, mirándome los labios de tal manera que deseé que me diera un beso. No lo hizo, pero, fijando sus ojos inalcanzables en los míos, murmuró:

—Como cantaba Frank Sinatra: «¿qué hará el resto de su vida?». ¿La querría pasar conmigo?

Cuando comenzó a canturrear la canción, me di cuenta de que su dicción en inglés era también envidiable.

Me sentía perpleja. Encajonada en el asiento de un avión, con más penurias económicas de las que podía soportar, dentro de un vestido viejo y zapatos baratos, recibía las atenciones de aquel hombre tan atractivo. Con el pañuelo de seda en el bolsillo del blazer, no parecía tener ningún problema para llegar a fin de mes. Y me estaba haciendo sentir el ser más especial del universo.

—¿Es usted cantante? —le pregunté, nerviosa pero nada incómoda.

Estaba tentada de confesarle que me encontraba en las nubes, y no solo físicamente, cuando él empezó a contar su historia.

—Me encanta la música… Ya me gustaría dedicarme, pero mi profesión es mucho más mundana. Soy un attaché o, lo que es lo mismo, un agregado militar de la embajada francesa en España. —Noté que llevaba un perfume de lavanda muy fresco y delicado—. Me han destinado a muchos países del mundo. He estado en Marruecos, Líbano, Argelia y Túnez, pero, tras muchos años, he podido escoger un lugar más tranquilo. Ahora vivo en París, pero paso largas temporadas en Barcelona y Madrid. Resulta fácil vivir así porque, aunque tengo más de cincuenta años, no estoy casado ni tengo niños que atender.

Su coquetería al no querer decirme exactamente la edad me cautivó. Hubiera podido tener dos mil años y no me habría importado en absoluto. Pensé que, en justa correspondencia, le debía resumir quién era yo.

—Me dedico al noble arte de la comunicación. Soy periodista y viajo muchísimo. No tanto como usted, pero también vivo a caballo entre dos ciudades. Mi madre y mi familia están en Barcelona. El trabajo está en Madrid. Estoy a punto de cumplir los cuarenta. Ah, y a mí también me gusta cantar.

—¡Qué suerte la mía! Entonces, Sandra, ¿qué le parece si formamos un dúo?

Su propuesta era tan tierna y absurda que me persuadió. Perdí el mundo de vista. Los diarios estaban en el suelo; no había terminado de leer ninguno.

Perennemente enamorada del amor, por una vez veía que mis sueños románticos podían materializarse en Edmond.

Era la primera vez que me llamaba por el nombre de pila y me fascinaba cómo sonaba pronunciado por él. No dejó de hablarme en todo el vuelo, pero yo ya no le escuchaba. Tan solo me quería perder en su boca… Nada más que eso.