Nunca se me había hecho tan corto un puente aéreo. Aquel primer encuentro había sido un resumen de nuestra vida. Ahora solo faltaba que tuviéramos ganas de descubrir cómo éramos.
Al aterrizar en Barajas, mientras el piloto indicaba la temperatura, yo solo pensaba en cómo deseaba a Edmond.
Me preguntó si venía alguien a buscarme y le dije que sí. Siempre había alguien del equipo que me llevaba al hotel, y de ahí directamente al consejo de redacción. Durante el trayecto nos poníamos al día de los últimos cotilleos.
Me dio su tarjeta y escribió su número de móvil con su Montblanc. Yo no le di el mío. Tenía que detenerme a pensar. Además, no sabía mucho de él. Podía ser agregado a la embajada o no, podía haber estudiado en la Sorbona o no… pero lo que sí sabía era que quería volver a verlo.
Salimos ordenadamente del avión. Caminamos muy cerca el uno del otro en dirección a la puerta de salida. Él llevaba una bolsa en la mano derecha y en la izquierda la maleta, pero noté muy excitada cómo me acariciaba los dedos. Empecé a hacer lo mismo con los suyos, mientras le oía canturrear, sinuosamente, «The Way We Were».
—¡Barbara Streisand! —exclamé, sorprendida—. Es mi cantante preferida.
—Lo sabía —me susurró, aproximándose aún más.
Me preguntó en qué hotel me alojaba. Le respondí rápidamente que en el Conde Duque, siempre el mismo desde hacía más de una década.
De repente le sonó el teléfono y respondió en francés. Por el tono grave de su voz, noté que era una llamada importante y me despedí con la mano en alto. Él hizo lo mismo y, a continuación, me dio la espalda.
Entonces me sentí como una idiota. ¿Cómo podía haberme hecho ilusiones por alguien a quien nunca volvería a ver? No le había dado mi teléfono, y la pelota, por lo tanto, estaba en mi tejado.
Al salir a la terminal de llegadas, estuve tentada de marcar aquel número, pero no lo hice. Ya veía a lo lejos a Daniel, compañero de duras batallas informativas, esperándome.
Haciendo un esfuerzo para volver en mí, me dije: «Ha sido una bonita anécdota y nada más». Pero quién sabe, puede que no solo eso…
Siempre había tenido el convencimiento de que un sexto sentido me guiaba y protegía. Con solo dar la mano a alguien ya sabía si podría tener con esa persona una cierta comunión o si, por el contrario, estábamos condenados a no entendernos.
Mientras me abría paso entre los viajeros que caminaban apresuradamente hacia la salida, recordé el día en que conocí a Daniel. En ese momento trabajaba para un diario importante y mi función era entrevistar a cualquier personaje célebre que pudiera soportar con estoicismo mis preguntas.
Para mi trabajo era imprescindible tener al mejor productor, al más valiente, tenaz e incansable. Alguien que no se diera por vencido fácilmente y que, frente a las exigencias, manías y excentricidades de algunos personajes, fuera implacable, pero al mismo tiempo impecable. Y ese hombre era Daniel.
Nuestra primera cita no tuvo lugar en un despacho frío y desangelado. Rompimos el hielo de una manera inusual. Quedamos para desayunar en el número 55 de la Gran Vía, en el Nebraska, uno de los cafés con más solera de Madrid.
—Con una etimología tan americana como la que tiene este café seguro que podemos pensar en entrevistar a Bruce Springsteen —le dije cuando lo vi sentado en la barra esperándome.
Suelo ser puntual, pero él me ganaba en ese asunto. Una carcajada franca fue su respuesta a mi pueril carta de bienvenida. Se puso de pie y me dio un abrazo cálido y largo. Enseguida supe que nos entenderíamos.
Para no variar, llegaba entonces directa del puente aéreo. Cogió la maleta y la bolsa y, con gran caballerosidad, a pesar de no tener más de treinta años, me acompañó hasta la mesa que había reservado.
Cuando pidió unas tortitas con sirope, aprecié que tenía una voz muy bonita. Sus ojos rezumaban bondad y al hablar movía mucho unas manos preciosas. Me pregunté si se sentía intimidado por mi constante palabrería, pero pronto me hizo saber que le interesaba todo lo que le contaba.
Supe que había estudiado filosofía y letras en la Complutense, y realmente su formación humanista se hacía notar. Desde el principio sentí que teníamos una comunión completa.
—Para ejercer este oficio hay que tener una cierta moral —me explicó mirándome a los ojos—. Y si me hacen elegir entre tenerla y no tenerla, prefiero tenerla, sin duda.
Entonces no sabía cómo sería de importante esta conversación para mi futuro inmediato, pero nos dimos el «sí quiero» profesional enseguida.
Salimos del Nebraska no solo como colegas, sino sabiendo también que estábamos destinados a ser buenos amigos.
Él fue la primera persona que dijo que admiraba mi esfuerzo de aguantar tantas idas y venidas agotadoras. El ritmo de trabajo era trepidante y, a pesar de que hubiera sido mucho más cómodo vivir en Madrid, no me lo podía permitir.
Mi madre estaba por medio. Vivíamos juntas en una casa que para ella era su templo, el único lugar que le recordaba tal como éramos hasta la muerte de mi padre, una familia de buena posición con un único patrimonio: aquel apellido que aún abría puertas.
Mi padre había sido un hombre íntegro, culto, educado y piadoso. Y eso que su vida no había sido nada fácil. La posguerra había sido durísima para todos, pero especialmente para el bando de los perdedores. Mis abuelos lo eran, por eso mi padre pasó de ser un niño con una vida acomodada a vivir en la indigencia, pero sin perder el honor y la perspectiva.
Hizo carrera de abogado laboralista, y por su despacho pasaron cientos de personas que se habían quedado sin trabajo injustamente. Los recuerdos más emotivos en su sepelio fueron los de todos aquellos que, cuando nos daban el pésame, lo recordaban como una persona justa.
Mi padre y yo estábamos unidos por un hilo indestructible. Desde pequeña me había educado para ser una persona y no solo una mujer. Quería que fuera independiente y que no me diera miedo la soledad, que me sintiera bien en mi piel por el solo hecho de ser quien era. Y lo consiguió.
Pensé en todo esto cuando salí de la redacción a altas horas de la madrugada. Paseando, me fijaba en las casas iluminadas, y fantaseaba con lo que debía pasar en su interior.
Una vez en el hotel, subí a mi habitación y, al abrir la puerta, pensé que se habían equivocado al darme la llave.
Sobre la mesa había un ramo grandioso de tulipanes blancos con una nota. Sorprendida, abrí rápidamente el sobre y leí:
Te espero mañana a las tres
en el restaurante del hotel Palace.
¿Vendrás?
EDMOND
El corazón me latía desbocado en el pecho. Consulté el reloj: eran las cuatro de la madrugada. No eran horas de llamar a nadie. Ni siquiera a un attaché francés milagrosamente soltero y sin compromiso.
Mientras olía el perfume sublime de las flores, pensé que si había un solo hombre en el mundo que se pudiera comparar con mi padre, sin duda ese era Edmond.