Azul de ojos azules

Mientras dormía, feliz y agotada en aquella cama extraña, sentí que él me susurraba al oído:

—Mañana, cuando vuelvas del trabajo, quiero que vengas a pasar la noche conmigo. Me da igual la hora… Te estaré esperando.

Antes de que él se fuera a trabajar, me incorporé y me quedé sentada en el borde de la cama, mostrándole mi espalda desnuda mientras me acariciaba.

—Me encanta sentir tu piel —dijo.

Cerré los ojos, respirando profundamente.

Después salté fuera de la cama y me fui directa al baño. Bajo la ducha, me pregunté qué pasaría a partir de ese momento.

Mi padre me había dicho siempre que el secreto de la vida reside en caminar y no dejarse vencer nunca. Esto era lo que aplicaría en aquella nueva etapa que ahora comenzaba.

Cuando salí, él ya estaba vestido y me dio una copia de la tarjeta magnética de la habitación. Después se marchó.

Ya fuera del Palace, media hora más tarde, el aire frío de la sierra madrileña me devolvió a la realidad. Después de haberme ausentado la noche antes, tenía que ir a la redacción para analizar la actualidad y dar la vuelta a las noticias en busca de un personaje interesante al que entrevistar. Mi profesión me proporcionaba el mayor de los retos: ir por la vida con los ojos abiertos y aprender sin parar.

Con la BlackBerry en la mano, estaba convencida de que antes que llegara a mi destino, él me enviaría un whatsapp. Y así fue:

Te echo de menos. Te espero por la noche.

Ese mensaje me ofreció lo que necesitaba: esperanza.

Después de trabajar todo el día en la redacción, volví por la noche a mi cuartel general del hotel Conde Duque. Ni siquiera cené. Tras coger algo de ropa, llamé a un taxi y me fui.

En diez minutos, ya estaba en el Palace. Entré en el hall a paso rápido. Nadie me preguntó a dónde iba, de modo que fui directa al ascensor y apreté el botón de la cuarta planta.

En la puerta de la habitación, me ordené el pelo y abrí. Estaba oscuro. Edmond no había llegado todavía.

Entré en el baño y, al encender la luz, encontré un mensaje escrito en el espejo aprovechando el vaho del agua caliente:

Ponte cómoda. Volveré enseguida.

Extrañada, entré en el dormitorio con la tenue luz que se colaba a través del ventanal. Me pareció que la cama estaba vacía y efectivamente así era. Al encender la luz, observé que estaba todo en perfecto orden. A continuación, abrí los armarios para comprobar que su ropa seguía allí.

Nerviosa, me senté en uno de los sofás y apagué la luz. Le envié un mensaje al móvil para decirle que estaba allí, pero no estaba conectado.

De pronto me di cuenta de la locura que era todo aquello. ¿Estaba segura en esa habitación? Nadie de mi entorno sabía quién era Edmond. Estuve a punto de llamar a Paula, pero lo descarté de inmediato, ya que eran casi las once de la noche.

Me puse como límite las doce. Si en una hora no aparecía, me iría. Estaba agotada tras más de doce horas trabajando. Acostada en el sofá, mirando la puerta, finalmente me venció el sueño.

Cuando abrí los ojos, vi en mi móvil que eran las tres de la madrugada y la habitación seguía vacía. Ningún mensaje. Nada de nada.

Una tristeza profunda y una sensación de ridículo inexplicable se apoderó de mí.

Cuando estuve fuera del Palace, lo llamé directamente, aunque la hora era intempestiva. Necesitaba que me dijera que lo que había vivido no era producto de mi imaginación. Su teléfono móvil estaba apagado y su voz me invitaba a dejar un mensaje.

Caminé sin rumbo, desorientada y con la sensación de que o bien Edmond era un farsante o que le había pasado algo grave.

A las ocho de la mañana volvía a Barcelona con el AVE, de modo que me fui al hotel a buscar mis cosas. Al llegar a la recepción, pregunté si había algún mensaje para mí. Evidentemente, ni rastro del señor con quien había hecho el amor la noche anterior.

Me resigné, era una maestra en esta especialidad. Por momentos pasaba de la angustia más profunda al enfado más colérico. Vestida sobre mi cama, intenté calmarme. En la Ciudad Condal no me esperaba precisamente una fiesta. Tenía una reunión en un despacho de inversores a quienes teóricamente les interesaba comprar la casa donde vivía con mi madre. Por culpa de las deudas, nuestra situación era ya insostenible y tenía que reaccionar rápido si no quería que aquel caserón nos arrastrara a un pozo todavía más profundo.

En cuanto estuve en el tren, mientras miraba el paisaje, rememoré lo que había pasado la noche anterior en el Palace. Sonreí pensando que, en el fondo, había tenido suerte de vivir todo aquello. Finalmente me dormí, mientras en el hilo musical Eric Clapton hacía sonar su guitarra.