Había dejado Barcelona con treinta y nueve años y volvía a ella con un espíritu de ochenta. Lo sentía así y lo vivía de la misma manera. Como una autómata, arrastraba la maleta con la sensación, como escribió Herta Müller, de llevar conmigo todo lo que tenía.
Sabiendo que estaba todo perdido, recordé que a las siete de la tarde tenía una cita para solucionar nuestro grave problema de liquidez sin necesidad de perder nuestra memoria. Es decir, la casa.
Ingenua de mí, me sentía tranquila.
Atravesando la plaza Francesc Macià, camino de casa, me emocioné. Barcelona seguía siendo el lugar al que yo pertenecía, una ciudad cosmopolita donde era fácil pasar desapercibida, una capital abierta al mundo. No solo en eso tenía suerte: era una mujer a la que le habían enseñado a ser generosa con sus sentimientos.
Intentaba buscar en el subconsciente algún resquicio de paz que disipara mi estado alterado por no tener noticias de Edmond.
Pero las horas pasaban y su llamada no llegaba. Cuanto más corría el tiempo, más lejos me sentía de la felicidad… y eso me daba miedo.
El taxi paró frente a la reja. Aún no era mediodía. Mientras pagaba la carrera, me quedé absorta mirando el jardín. Mi madre había regado hacía poco y el aroma de los cipreses, que daban una extraña privacidad a nuestra vida, me embriagó.
Antes de abrir la puerta, me dejé llevar por los buenos recuerdos. No tenía que hacer un gran esfuerzo. A lo lejos se oía una partitura inconfundible: el «Two of the Road», de Henry Mancini.
Me quité los zapatos y los calcetines. Quería notar la frescura de las hojas mojadas y entré corriendo al salón.
—¡Audrey Hepburn y Albert Finney! —exclamé—. Qué jóvenes estaban en la película…
Mi madre salió de la cocina, secándose las manos, y nos abrazamos. Por primera vez, aquel mediodía me di cuenta de que ya no era aquella mujer alta y rotunda que me había educado. Y tomé conciencia de otra cosa: aunque fuera la persona más fuerte que había conocido, si le quitaban aquellas cuatro paredes, moriría.
Mientras cocinaba a fuego lento mi plato preferido, albóndigas con tomate, me decía que este salón amplio e iluminado era una jaula de oro. Una lámpara de lágrimas de mi bisabuelo coronaba la estancia. En el centro de la mesa, había una fuente de cristal de Bohemia que había pasado de generación en generación y siempre estaba llena de los pétalos caídos de las rosas del jardín. Y, por encima de todo, la joya familiar: un tocadiscos Roselson donde poníamos los discos de vinilo.
A pesar de que el CD había aterrizado hacía tiempo, mis padres estaban convencidos de que era un arma cargada por el diablo, de modo que el ambiente sonoro lo proporcionaba este aparato.
Dos en la carretera. La primera vez que la vi fue en el cine Bosque. En aquella época, muchas salas de Barcelona ofrecían reestrenos que me habían permitido ver grandes películas: Lawrence de Arabia, Lo que el viento se llevó, Adivina quién viene esta noche… Allí estaba yo con quince años, sentada entre mis padres, chupando un caramelo de menta y soñando despierta ser como Joanna, conduciendo mi coche y cruzando Normandía. Eso sí, ya entonces no tenía muy claro si quería tener un Mark a mi lado.
«¡Cómo cambian las cosas!», pensé mientras deshacía la maleta.
Al abrir sobre la cama la bolsa de la ropa sucia, me abracé a ella. Todavía olía a él, a su perfume y mi intimidad.
Hacía rato que no sonaba el teléfono. «¿Y si la BlackBerry se ha quedado sin batería?», me pregunté. ¡Efectivamente, eso era lo que había pasado! Un latigazo eléctrico recorrió mi columna al pensar que Edmond me podía haber llamado y el móvil hubiese estado apagado. Rápidamente conecté el cargador.
El minuto y medio que tardó en volver al mundo de la comunicación me pareció eterno. Cuando por fin se encendió, imploré a la diosa de la fortuna que tuviera algún rastro de él en forma de llamada.
Pero el resultado no fue el esperado: ningún mensaje en el contestador.
Estuve tentada de llamarlo de nuevo, pero me ordené a mí misma no hacerlo. Paula me aconsejaba: «Siempre es mejor saber… siempre». Y tenía razón, pero una fuerza fatídica no me dejaba reaccionar.
Comí con mucha hambre, mientras mi madre me ponía al día de todas las novedades. La mayoría estaban relacionadas con todos aquellos recibos que llegaban y que pagábamos con un esfuerzo infinito.
Luego, cogí el coche. Conducir me gusta; me relaja y me ayuda a pensar. Como un jugador de fútbol en el campo, driblaba el tráfico infernal de la ciudad, a pesar de que iba con tiempo más que suficiente.
La cita era en un despacho de la Rambla de Catalunya, muy cerca de la calle Mallorca. En el asiento del acompañante descansaba, dentro de una carpeta, toda la documentación sobre la casa, que habían construido mis padres en el año 1965 para casarse, en un terreno que pertenecía a mis bisabuelos. Estos eran carniceros y tenían una pequeña tienda en el mercado de Sant Gervasi, y la parcela donde se construyó la casa había servido como zona de pasto para las ovejas.
Un domingo de desesperación, con más facturas sobre la mesa de las que podía pagar, tuve una discusión terrible con mi madre sobre la casa. Ella se cerraba en banda y decía que de allí solo la sacarían con los pies por delante.
Entonces encontré en La Vanguardia un anuncio que creí que abría una puerta a la esperanza. Un grupo de inversores estaba dispuesto a comprar una casa grande y espaciosa en una buena zona de la ciudad. Los propietarios no deberían abandonarla, ya que los dejarían vivir en régimen de usufructo.
A pesar de que no me fiaba demasiado de aquel anuncio, pensé que no perdía nada probándolo.
Después de aparcar en una calle muy cercana al edificio donde me dirigía, me retoqué los labios de rojo intenso y salí del coche. Me persigné antes de ir hacia el despacho.
Subí los dos pisos a pie, muy lentamente, sintiendo el ruido de mis tacones al pisar los peldaños. La finca era regia y magnífica. En otras circunstancias, me habría parado en cada planta a admirar los techos altos con estucados modernistas, pero en aquel momento no lo hice.
Al llamar al timbre me sobresaltó su sonido, estridente y antiguo.
Abrió la puerta un hombre enjuto de mediana edad que me miraba por encima de las gafas de vidrios estrechos. Me tendió la mano y nos presentamos. Una profunda sensación de asco me invadió. Su contacto era sumamente desagradable. La flacidez extrema de su mano, acompañada de un exceso de sudoración, me repugnó sobremanera.
El mobiliario de aquel recibidor oscuro algún día había sido noble, pero ahora se mostraba añejo y lleno de carcoma. De las paredes en penumbra colgaban cuadros del siglo XIX. Era inevitable pensar que formaban parte del botín de alguien que no había pagado sus deudas.
En cuanto al hombre que me acababa de dar su mano pegajosa, recordaba a Don Pantuflo, el padre de Zipi y Zape. Vestía con chaleco y llevaba patillas gruesas. Me fijé, además, en que tenía las uñas sucias.
Enseguida pensé que me había equivocado de lugar. Ni aquello era un despacho profesional ni aquel era un hombre de negocios.
Pasó él primero, sin la más mínima consideración. Caminaba muy rápido y, para seguirlo, tuve que apretar el paso por el pasillo larguísimo con las paredes repletas de fotografías antiguas. A pesar de que las puertas estaban cerradas, de las diferentes habitaciones llegaban las voces de gente que conversaba.
Eso me tranquilizó, pues por un momento había creído que estaba en el túnel del terror y que aquella era una casa fantasma.
Finalmente, llegamos a un salón iluminado por los neones de las tiendas de la calle. El hombre abrió la luz y, antes de cerrar la puerta de golpe, dijo:
—Siéntese aquí, voy a buscar a mi socio.
No lo hice, y me quedé de pie muy tensa, pensando que si en cinco minutos no volvía me iba a marchar por donde había venido.
Mientras esperaba, intenté no pensar en mis abuelos ni en mis padres. Habíamos vivido tantos instantes felices en la casa familiar… Por primera vez en treinta y nueve años de vida, di la razón a Daisy Buchanan, la protagonista de El gran Gatsby, cuando dice: «Lo mejor en este mundo para una chica es ser bonita y tonta». Hasta ese momento, me había sentido orgullosa de ser todo lo contrario, pero quizá las cosas habrían sido más sencillas si hubiera sabido apoyarme en algún hombro que hiciera el trabajo sucio.
Pero ya era tarde, y no podía cambiar. Aquel ser preternatural volvió acompañado de otro que lo superaba en vileza. Allí estaba yo, vestida con mis mejores galas, para no perder la poca dignidad que me quedaba ante dos auténticos usureros.
Se sentaron ellos primero y, sin dar más explicaciones, me pidieron la documentación de la casa. Abrieron la carpeta, y mientras leían los folios me parecieron dos hienas que se mordían para despedazar a mordiscos la pieza y quedarse con la mejor parte.
Sin mirarme, el socio del usurero dijo:
—Este casoplón nos interesa.
Respiré profundamente, al tiempo que los miraba con todo el asco que sentía, que era enorme. A continuación, les pedí:
—Hablemos claro, señores. Para ustedes, lo que tienen encima de la mesa es tan solo un negocio, pero para mi familia esta casa, además de lo único que tenemos, es nuestra vida. Por eso les pido un poco más de corrección y profesionalidad.
Al oír esto, enmudecieron. El cretino que me había abierto la puerta se quitó las gafas para escrutarme y puso en marcha este discurso:
—¿Sabe usted? Cuando me dijeron su nombre, nunca pensé que sería la misma persona que escribe en el diario. ¿Cómo alguien de su posición ha llegado a este punto? Seguro que a lo largo del camino ha hecho algo mal. Nosotros nos dedicamos a solucionar aquellos problemas que nadie arregla, y lo hacemos sin contemplaciones. No nos mueve la caridad, sino el dinero. Esto es un canje: usted tiene algo que nosotros queremos, y nosotros le ofrecemos una salida a su problema. ¿Qué más espera?
A pesar de que ya estaba herida de muerte, contesté:
—Tiene toda la razón; así pues, dejemos ya los discursos… ¿Qué me ofrecen?
Sonrieron con la fuerza que otorga tener las cartas ganadoras. A continuación, empezaron a contarme su plan. Era complicado desde un punto de vista jurídico, pero sumamente efectivo. La única posibilidad para que mi madre no tuviera que irse de casa y el banco se quedara con sus recuerdos era estar en una especie de alquiler de su propiedad. Mientras ella viviera, no podían echarla, a cambio, claro está, de que firmara la cesión de la casa.
Mientras aquellos usureros hablaban, yo tan solo pensaba en encontrar la manera menos dolorosa para explicar a mi madre que, en adelante, su vida sería una ópera bufa de cara al exterior. Mis abuelos primero, y mi padre y yo después, nos habíamos encargado siempre de que, a pesar de los problemas, su mundo no variara en absoluto.
Quizás había sido ese nuestro gran error.
Al bajar de mi casi viaje astral, los usureros guardaron los papeles y, mientras me devolvía la carpeta, el hombre del chaleco añadió:
—Antes de firmar nada, alguien de nuestro equipo examinará la propiedad.
—¿Qué quiere decir con esto? —pregunté.
—Aunque sobre el plano nos interesa, debemos certificar que la casa está en buenas condiciones, como puede entender; es decir… que no nos vamos a quedar con una reliquia.
Al oír aquello tuve ganas de abofetearle e insultarle, pero me contuve y, con un hilo de voz, dije:
—Me parece justo. ¿Cuándo y quién vendrá a ver la casa?
—Ya se lo dirán, pero probablemente irá Irina.
«Una mujer», pensé angustiada. Hubiera preferido que fuera un hombre. No me tranquilizaba en absoluto que valorara la casa alguien de mi género. Menos con Paula y un par de excepciones más, la relación que tenía con las personas de mi sexo no era demasiado fluida, pero me tuve que resignar a que fuese la tal Irina quien viniese a ver la casa.
Mi instinto no se equivocaba. La realidad resultó ser infinitamente peor de lo que me temía.