Creí en él. Lo hice de la misma manera en que un seguidor de Elvis Presley afirma haber visto al rey del rock & roll en los almacenes Wal-Mart de Tupelo comprando calzoncillos. En este punto de mi vida necesitaba imperiosamente que algo me hiciera sentir de nuevo viva, y él estaba en el lugar y momento oportunos.
Abrumada por la emoción de volver a verlo, cuando ya pensaba que todo había sido un espejismo, me contó una historia propia de las novelas de Ian Fleming. Que lo habían reclamado de la embajada minutos antes de que yo volviera por un tema de seguridad, que su hotel había sido incomunicado y no había podido hablar con nadie, que su teléfono móvil blindado era una maravilla tecnológica, que no podía dar pistas de dónde estaba… Si en ese momento me hubiera dicho que se había reunido con Ghandi también me lo habría creído.
Estaba abducida, y la única responsable de ese síndrome de Estocolmo era yo misma.
Mientras lo escuchaba absorta, lo que quedaba de mi buen juicio me decía que no diera la más mínima oportunidad a un individuo de esas características, pero mi interior me pedía que lo siguiese hasta el fin del mundo.
Se hacía tarde. De pie en medio de la calle y con mil ojos que nos veían, le dije que le agradecía la visita pero que tenía que empezar a trabajar.
—¿Quieres venir conmigo a París este fin de semana?
Lo soltó como quien invita a tomar una copa después del trabajo. Él me proponía ahora pasar unos días en una de las ciudades que más quería. Sonreí y le pregunté:
—¿París? ¿Por qué?
—Necesito más de ti… Con una noche no hay suficiente. Lo quiero todo. Ven conmigo, déjame enseñarte la ciudad. Te prometo que no te arrepentirás y que no te vas a quedar sola en ninguna habitación de un hotel del mundo nunca más.
La perspectiva era irresistible. Lo abracé y, mientras le besaba tímidamente el cuello, le susurré muy cerca de la oreja:
—Sí.
Como santa Teresa, viví sin vivir en mí todas las horas previas a mi viaje. Por primera vez, no tenía que organizar ni pensar nada. Tan solo respirar y comportarme como una mujer.
Para ello me hacía falta, sin embargo, sentirme salvajemente femenina. Antes de meterme en la cama de madrugada, eché un vistazo en el cajón de la ropa interior. Era funcional, moderna y cómoda, pero aburridamente formal. Decidí empezar por ahí.
Tenía tiempo. Mi vuelo no salía hasta primera hora de la tarde, así que a las diez de la mañana ya estaba en la calle. A pesar de que no había dormido más de cinco horas, no tenía sueño. Estaba tan emocionada pensando que pasearíamos nuestra pasión por un lugar tan mágico que, salvando todas las distancias, como dijo Rafael Alberti de Lorca: «Cuando pasa el Federico no pasa ni el viento ni el frío, solo el Federico».
A través de mí solo pasaba Edmond.
Mientras el café con leche se enfriaba, yo evocaba La última vez que vi París, como en el intenso drama de Richard Brooks. Esperaba, eso sí, que nuestro devenir no fuera tan trágico como para Van Johnson y Elizabeth Taylor.
Así como mi referente cultural era Estados Unidos, para mis padres siempre había sido Francia, donde viajábamos con frecuencia. Cada primavera pasábamos una semana en la Ciudad de la Luz. Mientras mi madre iba a algún concierto, mi padre y yo nos perdíamos en el Louvre. Nos rendíamos ante la Mona Lisa, claro, pero era imposible irnos de allí sin que nos quedáramos absortos ante el Código de Hammurabi.
Como hombre de leyes que era, mi padre me contaba con vehemencia que el rey de Babilonia había sido el primer jurista de la humanidad. En aquella monumental escultura estaba escrito el germen de los derechos fundamentales como la presunción de inocencia, aunque también la ley del Talión. A pesar de que me sabía aquello de memoria, me fascinaba ver cómo brillaban sus ojos, llenos de vida.
A diez pasos del museo estaba su restaurante preferido, una brasserie impecable abierta veinticuatro horas al día, siete días de la semana: Au Pied du Cochon.
Nos vestíamos como si fuéramos a cenar con la Reina Madre. Por el puro placer de verlos caminar, yo me quedaba retrasada y admiraba a mis padres desde atrás. Mi padre era alto y de complexión fuerte, y el escote de mi madre levantaba pasiones allá donde iba. Cogidos del brazo mientras caminaban por las calles de París, a mí me parecían dos artistas de cine.
El menú ya estaba preparado de antemano. Mi padre se encargaba de todo. Ya había reservado mesa desde Barcelona e incluso lo que cenaríamos: ostras, foie-gras, steak tartare, salmón… Todas aquellas maravillas culinarias regadas con un vino de Burdeos celestial.
Me encontraba en ese apetitoso momento de mis recuerdos cuando sonó el teléfono. Tuve que hacer un esfuerzo para volver al lugar donde estaba: la pastelería Farga en la Diagonal, muy cerca de la corsetería donde había decidido comprarme algo especial para una noche única.
Miré la pantalla: era Paula. No le había explicado todavía lo que me había pasado en los últimos tres días. Nos comunicábamos siempre a través de whatsapp, así que si quería hablar conmigo era porque alguna cosa había notado en el ambiente.
A pesar de que en persona era un torbellino dialéctico, por teléfono era más bien parca en palabras. Me preguntó cómo estaba y qué me pasaba. Ella y su marido pasarían el fin de semana en la casa de la playa y, como tantas otras veces, me invitaban.
—¿París? —me dijo elevando el tono de voz y arrastrando la ese como si no lo pudiera creer.
Estuve tentada de confesarle el motivo del viaje, pero prefería decírselo cara a cara.
—Estoy en el centro. ¿Puedes tomar un café en una hora?
—¡Pues claro! ¿Dónde?
Mientras bajaba por la Rambla de Catalunya, pensé en cuán imprevisible llega a ser el destino. Pocas horas antes, sentada en el coche, me desesperaba pensando en cómo explicarle a mi madre sin herirla el panorama que teníamos por delante. Ahora, en cambio, respiraba profundamente ilusionada, dejando que el tibio sol de otoño me acariciase la cara.
Nunca había entrado en la boutique de La Perla, aunque siempre miraba el escaparate. A pesar de que Edmond me había enviado el pasaje y no me tenía que preocupar por el viaje, la situación me desbordaba, para no variar.
Debía dejar dinero a mi madre y no podía irme sin nada en el bolsillo. Esto me hizo chocar de frente con la realidad: ¿cómo pensaba comprarme algo si no tenía ni cien euros en la cuenta?
Pensé que, con un poco de suerte, la tarjeta Visa funcionaría, recordando la frase preferida de mi padre: «La aventura es la aventura».
En la tienda no había ningún cliente, y di gracias al cielo por ello. Dije a la joven vendedora que quería un vestido de noche para una ocasión única. Me pidió la talla y ahí comenzaron los problemas, no en el precio sino en el modelo.
Siempre la misma historia: las mujeres voluptuosas estamos discriminadas, como si no tuviéramos derecho a sentirnos deseadas y nos tuviéramos que conformar con una camisola amplia que no se pondría ni la cantante de The Mamas and the Papas.
Cuando ya estaba a punto de irme, la amable señorita me dijo que tenía algunas piezas ideales para una mujer con un pecho tan bonito como el mío. Emocionada, me probé un corpiño rojo semitransparente que ocultaba perfectamente los pezones y hacía lucir mi escote. Su tacto era exquisito, de un terciopelo sinuoso y cálido. Después le llegó el turno a un vestido de noche largo de raso que parecía una túnica romana. Era vaporoso y sensual.
Sudando, miré el precio. Las dos piezas costaban el triple de lo que tenía en la cuenta. Respiré hondo y decidí arriesgarme. Como aquel que se dirige a un pelotón de fusilamiento, yo oraba para que la Visa tuviera suficiente crédito, mientras la vendedora envolvía las piezas como si se tratasen de un Chagall o un Picasso.
Tan solo miraba la máquina de pasar las tarjetas, que tardaba demasiado en dar una respuesta. Me notaba el corazón en la sien y, cuando ya estaba a punto de partir con una excusa estúpida, aquel aparato siniestro comenzó a hacer ruido, aceptando la operación.
No me lancé a los brazos de la vendedora porque Dios no quiso. Saliendo de la tienda como si me hubiera tocado la lotería, me dirigí a la cita con Paula.
Puntual como siempre, leía una novela en una de las mesas del café. Con una sonrisa de oreja a oreja, me quité las gafas de sol.
—Pero ¿qué te pasa? —me preguntó mientras me daba un abrazo.
Yo estaba a punto de confesarle algo que, para todos menos para mí, era una locura. Eso sí, una locura irresistible.